Читать книгу Habanera para un condecito - Juanjo Álvarez Carro - Страница 18
Martes, 5 de agosto de 1947
ОглавлениеComisaría de Policía de Cruz del Eje
(Córdoba-Rep. Argentina)
El comisario López se retrepó incómodo en su silla. No le gustaba hablar del coronel Perón y su mujer con el tono que su respetadísimo Florián Carro estaba usando. Sentía cómo la foto del matrimonio más poderoso de América del Sur latía con vida propia desde la pared de atrás.
—Entonces, don Florián, me cuenta usted que el tal Gorgonio estuvo en España durante la guerra civil. Yo pensaba que había estado siempre en Argentina. ¿Y de qué lado estuvo?
El viejo zorro miró al comisario a los ojos y luego retiró su mirada, hacia sus lustrosos zapatos.
—De ninguno, mi joven amigo. Verá, Gorgonio solamente hablaba de esto cuando había bebido. Y mucho. Solamente cuando todas las cortinas de la mente se han ido abriendo, una por una, hasta enseñar esa habitación del fondo, la más vivida y por tanto la más desordenada, la más sucia, aquella que nos acoge sin reservas ni peticiones. La que nos salva y envuelve en lo que llamamos la paz, o la intimidad. Allí está la suciedad que no podemos —o no queremos— limpiar; aquellas ropas que deseamos poner, pero no lucir en público porque están manchadas de algo imposible de quitar; donde la mugre que no conseguimos retirar o hacer desaparecer, convive y se adueña de nosotros. Esa habitación donde deseamos refugiarnos, sin presencias ni existencias ajenas. Esa habitación donde siempre hallaremos, sentada en nuestra cama, la verdad, maquillada y guapa, desnuda y dispuesta a meterse con nosotros bajo la manta, como esas amantes antiguas, siempre olvidadas y nunca perdidas del todo.
—Se me pone poeta, don Florián. Se lo perdono porque todos hemos tenido alguna noche de esas…
—Es usted joven, mi amigo comisario. Todos los hombres que han tenido sangre en las venas, todos esos que alguna vez se han mostrado seguros de algo, han tenido que lamentarlo antes o después…
… En febrero del treinta y siete, Gorgonio viajó a España. Había llegado desde Buenos Aires, viajando en un carguero inglés lleno hasta la cubierta de corned beef argentino. O al revés, que tanto era. En su escala de Gibraltar, Colinas desembarcó y fue sorteando la guerra siguiendo el mismo trayecto que Franco pretendía cubrir hasta Madrid. Sólo que a él le habían hecho volver desde Argentina para iniciar comunicaciones entre el Gobierno republicano y los sublevados.
Era de esperar que, con amigos en ambos lados, además de una trayectoria de negociador nato, no tardaran en utilizar los servicios de Colinas como correo. Él se ofreció con todas sus fuerzas, sin dilaciones, para intentar evitar lo que sin remedio acabó ocurriendo. Indalecio Prieto, ministro de guerra, no confiaba para nada en la victoria del pueblo desarmado y desorganizado, contra un ejército mejor pertrechado, preparado y asistido por Roma y Berlín. El gobierno confiaba en conquistar los corazones de Inglaterra y Francia para acudir en ayuda de la maltrecha nación. Pero los ingleses, con intereses en la industria del vino, del acero, las tierras de Andalucía, preferían un gobierno simpatizante de Hitler antes que la revolución comunista, así que se limitaron a una actitud condescendiente o directamente pasiva. Y los franceses no harían nada que ofendiese a los ingleses. Pero según observó Colinas al llegar a España, retirados del concurso Sanjurjo y Mola, comprobó que los sublevados tampoco estaban a partir un piñón entre ellos. Así que la guerra —por tanto— iba a necesitar Dios y ayuda para decantarse hacia un lado y terminar.
Los planes del general Modesto, entre otros, eran cruzar el Ebro otra vez. Esto iba a suponer la reconquista del territorio perdido por la república, que había visto su zona partida en dos por los sublevados. El general Vicente Rojo, al mando del ejército en ese momento, había recibido al coronel Juan Modesto para encargarle cruzar el Ebro hacia el oeste y retomar el territorio perdido. Eso atraería fuerzas de Franco hacia ellos y le daría un respiro al asedio de Valencia. Si la idea de atravesar el gran río español prosperaba, supondría iniciar la guerra con bríos nuevos y alejar a Franco de su obsesión: la conquista de Barcelona.
Una noche, recostado a oscuras en su cama, entre las volutas de humo que subían al techo de la habitación del hotel Florida, Gorgonio descubrió con horror, al ver un aro de humo expandirse hasta desaparecer fuera de la luz que entraba por la ventana, que si tal vez se dejaba al ejército de Franco acercarse a los Pirineos, a Barcelona, eso quizá removería la conciencia de Francia y abriría la frontera para permitir entrar armamento ruso para la república, retenido al norte de los Pirineos. Era una posibilidad.
El paso del Ebro tenía que fracasar.
Y así fue que el día del Apóstol —me contaba Colinas, acodado sobre el apoyabrazos, reclamando mi atención sobre algo que no volvería a repetir— cuando comenzó el cruce del Ebro, Gorgonio se hallaba en la Decimocuarta Brigada Internacional, cuadragésimoquinta División. Había decidido infiltrarse, si esa era la palabra, en la brigada que se haría cargo del cruce. Cachalote y Luis Delage, ambos muy cercanos a Juan Modesto, habían puesto a Gorgonio Colinas en antecedentes sobre el paso del río. Así que ellos mismos lo llevaron al grupo que iba a cruzar el Ebro por la parte más al sur.
A las doce y cuarto de la noche, iniciaron el cruce hacia el otro lado. La contracruzada definitiva, la que permitiría a la República reconducir el nefasto cariz que la guerra tomaba. El general Tagüeña cruzaría por el norte; Enrique Líster iría por el centro. Gorgonio se había encuadrado inmediatamente con el tercer grupo, más al sur bajo las órdenes del teniente coronel Etelvino Vega con la idea de llegar a Amposta y tomar la villa.
Nadie en la compañía conocía a aquel extraño que hablaba en francés, inglés y alemán, indistintamente. Así, sin mucho tiempo para discutir sobre fidelidades, había aparecido por allí tres días antes del comienzo de la batalla. Le mandaron incorporarse en la Brigada Internacional con Henri Rol-Tanguy, junto a Darryl para servir de traductor, según necesidades. Él se había presentado como George Hills, con pasaporte inglés.
Aquella madrugada del 25 de julio, en el lado Nacional, al otro lado del río les esperaba la 105ª División mandada por el coronel López Bravo, que había descubierto prematuramente las intenciones del Ejército republicano del Ebro. El ataque de la Brigada Internacional ya no tuvo nada de sorpresa. Los republicanos tuvieron que retirarse y soportar muchas bajas, más de seiscientas y muchísimos heridos. Eran la Quinta del Biberón, los del 41. Muchos se dejaron la vida en el río. Otros, la inocencia.
Y también aquella noche, Gorgonio cruzaría su vida con la del hombre que quiso ser; el hombre que no fue; quizá el hijo que no tuvo. Ese era Joyce Darryl. Con veintipocos años, muy joven, él no pudo interpretarlo ni entenderlo, pero aquel brigadista de cincuenta y tantos años, que se hizo llamar George Hills, se marchó del frente prometiéndole un futuro encuentro. Y Darryl, por supuesto, no le dio a aquella promesa más valor del que tenía: el de las lamentables condiciones de la moral, en la que los colores de las banderas están sucios, los ojos pierden su brillo. Él sabía que nadie puede prometer nada en las guerras, salvo miedo, sangre o ruido.
Más que por la carta misteriosa que aquel tipo le había dejado, Darryl maldecía entre dientes el día que lo había parido madre, al preguntarse por qué la aviación republicana había tardado casi dos días en acudir a ayudar a sus combatientes en el otro lado del río, a pesar de que las bombas nacionales les caían del cielo como lluvia en otoño. Nadie supo por qué.
En la carta que después leyó, Darryl había llegado a imaginar, fugazmente, el horror de aquel tal George Hills ante las muertes que habían presenciado aquella noche. En su carta, más bien una nota, Hills le había dejado unos versos sacados de la novela americana de Stephen Crane, La Roja Marca del Valor. En la novela americana, Henry, un joven soldado protagonista en medio del terror de la guerra de Secesión, se sentía por ello un cobarde culpable. Una cobardía que a ojos de Darryl no se veía en Hills. A saber, entonces pensaba Darryl, qué tormentos interiores tenía aquel tal George, que no alcanzara a comprender exactamente, habiéndole visto como le había visto, recibiendo balazos como todos, el resuello cortado por una esquirla de acero, más padre que hombre; más mando que soldado, pelo cano en la quinta del biberón. No había visto cobardía en él. Al menos no la misma del personaje de la novela americana. Habría que esperar con paciencia a que el tiempo le revelara con qué clase de demonios se las veía aquel misterioso Hills.
Tras una breve averiguación, lo único que sus comisarios de la XIV Brigada pudieron transmitirle era que el extraño tenía también pasaporte español.