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GRAN PREMIO
BUENOS AIRES-LIMA
18 de julio de 1947

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Tramo: Buenos Aires-Tucumán (1.363 Km)

A 265 Km de Córdoba por la Ruta 9

04:40h

—Sabrá usted algo de mecánica, espero, joven. Aparte de vomitar en una bolsa con el auto en movimiento…— reía y vociferaba Daly para superar los gritos del motor Dodge V8.

—¡Dios mío! ¿Y ustedes van a ir así hasta Perú? —se sujeta la cabeza el de atrás, agarrándose a lo que puede para no salir despedido ni que las ruedas, las herramientas y los bidones de gasolina lo golpeen.

—¡Atento, Jorge! —grita el copiloto José Naves—. Allá en la señal hay un badén. No saltar. No saltar. Cien metros y un cruce a derecha. A derecha, noventa grados.

—No le voy a preguntar nada, pero si quiere contar, cuente. Tenemos tiempo hasta Córdoba —grita Jorge Daly—. Conociendo a Colinas, seguro que me interesa.

El Plymouth ha saltado ya tres veces en los badenes de aquellas rutas, suelo de barro y, a veces, con roderas. El polizón no entiende a qué vienen las voces del copiloto de no saltar ahora. Tres golpes sucesivos en la cabeza contra el techo, ya piensa que mejor es para su salud que la policía lo detenga.

—Tendríamos que haberlo largado a otro coche en Rosario, Jorge —lamenta Naves, el copiloto—. Éste se nos muere antes de Córdoba.

—Quise intentarlo, pero no pude ver a los Gálvez o al Chueco. En Córdoba se lo voy a decir a Marimón. Seguro que después de pasar por su ciudad está de humor.

—El Chueco nos pasó al entrar en Rosario, Jorge. Y los Gálvez van delante seguro. ¡Atento a cambio de firme! ¡Cambio de firme! ¡No por el centro! ¡No por el centro! Asfalto, dos kilómetros.

Media hora después, la luna clara de invierno se reflejaba en una enorme laguna ante ellos. El charco se ha comido la carretera. Tienen que detenerse y buscar la forma de pasarlo y seguir camino. Al acercarse consiguen ver que la alambrada a un costado de la ruta está rota. El copiloto Naves enciende el buscacunetas y lo dirige hacia la derecha. Ven las huellas de varios coches que salen de la carretera y se meten en el sembrado para sortear la inundación. Cuando se aprestan a iniciar la entrada en la finca, aparece el Chevrolet de Tadeo Taddía, que se dispone a repetir la maniobra tras ellos.

—A ver, joven. Eche una mano. Aplaste el alambre para que el auto pase por encima sin enredarse. ¡Pise el poste ya, carajo! —le urgía Naves.

El coche pasa por la finca y hay que repetir la maniobra del alambre para regresar a la carretera dejando atrás el enorme charco. El barro se traga uno de los zapatos del asustado pasajero. Aterido de frío y descalzo, entra al Plymouth, blanco en origen, pero totalmente cubierto de barro en la noche, ya cordobesa.

Una hora después, Daly, el piloto, le grita que por algún sitio en el maletero, busque un par de alpargatas.

—Dentro de unas dos horas estamos en Córdoba. Ahí veremos de meterle a usted en otro coche. Tadeo Taddía nos ha visto montarle en el coche y, como es amigo, no creo que nos delate. Pero tendrá que ir con otro a partir de Córdoba.

El invitado no había abierto la boca desde los tres saltos y el vómito. Poco después, ha hallado forma de agarrase. Junto a las alpargatas, había aparecido una correa de capó. La ató al tirador de una puerta. Hace lo mismo con su propio cinturón al de la otra. Tirando con firmeza de una y otro, había aprendido a mantenerse sujeto y centrado.

Después de un cuarto salto, con golpe en el techo, Daly le gritó:

—Le regalo las alpargatas si me dice qué lleva en esa bolsa.

Habanera para un condecito

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