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GRAN PREMIO
BUENOS AIRES-LIMA
17 de julio de 1947

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Tramo: Buenos Aires-Tucumán (1.363 Km)

Frente al estadio de River Plate, en Buenos Aires.

23:43h

—La cancha de River Plate está allí, a dos cuadras —le dice el extranjero que está sentado del lado derecho.

Llevan un rato aparcados, sentados en silencio en el coche sobre la avenida Figueroa Alcorta, el suficiente como para que el sorprendido pasajero que va atrás le pregunte, todavía sudoroso después de la loca carrera por la calle, escapando de la comisaría con lo puesto.

—¿Quién es usted?

—De momento alguien que le está ayudando. Ahora no se preocupe de eso. Cuando lleguemos al estadio verá que hay un pancartón colgado desde un lateral del campo hasta el otro lado de la avenida, donde están todos los coches.

—¿Y qué hago?

Al hombre de atrás le parece que su salvador es americano. No responde a su última pregunta. Mira su reloj continuamente. La oscuridad no le permite verlo bien tampoco.

—¿A quién busco si voy allí? —pregunta el joven desde el asiento de atrás.

—De eso no se preocupe. Cambio de planes. Yo iré con usted. Póngase los zapatos que le he traído y esa chaqueta.

La enorme cantidad de gente parece la de un partido final de campeonato. Junto al coche pasa un grupo muy ruidoso, como una charanga, coreando el nombre del Chueco. Suponen que son paisanos de Fangio, al ver el bombo con el nombre de Balcarce.

—Vamos —ordena el norteamericano, abriendo la puerta para mezclarse con el grupo—. ¡Dese prisa!

El de atrás se baja con un zapato en la mano y el otro sin atar. El americano lo lleva casi a rastras, hasta alcanzar al grupo de la charanga.

El recorrido hasta el Parque de los coches del Gran Premio Buenos Aires-Lima se va haciendo más difícil por la densidad del público que hay esta noche. A las cero horas está prevista la salida del primer participante, el uruguayo Héctor Supicci Sedes. La idea del americano no ha sido muy acertada. Hay una presencia policial masiva, pues el presidente Perón y su mujer asistirán al evento deportivo. El mismísimo Juan Domingo Perón se encargará del banderazo de salida. El joven se consuela pensando que precisamente por eso no lo van a estar buscando a él.

—Venga conmigo —ordena otra vez el americano— ¡Por aquí, hombre!

La carrera para alcanzar el coche desde la comisaría lo ha dejado agotado. Ha estado incomunicado en la celda durante la noche anterior y todo lo que llevan de ese día. Agua y un huevo cocido. Se encuentra cansado y algo desorientado, así que el americano lo tiene que llevar del brazo hacia la entrada del parque de coches, en custodia desde la mañana temprano de ese frío diecisiete de julio.

Enseña una acreditación del New York Times al policía que custodia la entrada, extendida a nombre de dos corresponsales en el mayor evento automovilístico de América de todos los tiempos. Joyce Darryl confía en que conseguirá llegar con su invitado hasta el coche de Fangio o los hermanos Gálvez, y lo intenta de manera urgente y nerviosa. Se aproximan a la valla metálica que cierra el parque. Desde fuera del recinto un hombre les lanza una bolsa de mano.

—Cuando yo le diga, métase entre dos coches y empiece a ponerse la ropa que hay en la bolsa— ordena el americano y el invitado rebusca.

Dentro de la bolsa ve un mono de competición, calzado y también un trescuartos grueso, muchísimo mejor que el traje que lleva puesto, que es muy poca cosa para el frío que hace.

Los coches de Fangio y los Gálvez están entre los primeros. En su largo camino hacia ellos, pues ha usado la puerta para prensa y tiene que cruzar todo el parque hasta los primeros, Darryl y su agotado acompañante pasan junto a un grupo entre periodistas y fotógrafos. Se trata de directivos alemanes de la Müller. El heredero de la familia, el joven Karl, participa en el evento. Su influyente familia, dueña del mayor conglomerado empresarial alemán en Argentina, ha conseguido pases para ellos y sus amigos. Un privilegio que les permite a todos estar dentro del parque de custodia.

Leo Karltenbrunner, el copiloto del muchacho, sin embargo, está ocupado dentro del coche acomodando el equipo, lejos del animado grupo. Ha llegado hace poco al país, enviado por su gobierno como enlace en la legación diplomática. Ha sido recomendado para ello y recibido los parabienes de la familia Müller en su nuevo cometido.

Tanto, que le han encargado acompañar al heredero durante la aventura que recorrerá casi toda América del Sur. Había sido brigada de comunicaciones durante la guerra y uno de los tripulantes del acorazado Admiral Graf Spee que huyó de Argentina cuando se les internó allí, tras la batalla del Río de la Plata. Evidentemente, la ayuda de la familia Müller fue decisiva para la huida.

El americano Darryl no comprende el estado de ansiedad que muestra su invitado, agachándose entre dos coches, al ver a Karltenbrunner.

—Es uno de ellos. No me puede ver.

—Claro que no, tranquilo. No se ponga nervioso. ¿Lo conoce?

—Ese conducía el coche de Rohwein cuando los ví en el hotel Palermo.

Lo que sí comprende Darryl es que no van a tener tiempo de hablar con Fangio o con los Gálvez. Faltan apenas diez minutos para las doce de la noche. Hay que improvisar. Cuando recorre con la mirada el parque cerrado de los vehículos, alcanza a ver uno más largo que los demás. Y recuerda.

—Venga conmigo.

El coche largo es un Plymouth 42, de cuatro puertas y un portaequipajes enorme. Y tiene el capó pintado de verde.

El joven, urgido el paso por Darryl, olvida la bolsa de mano entre los dos coches.

Habanera para un condecito

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