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29 de mayo de 1947

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Buenos Aires

Residencia privada del Presidente Perón y Eva Duarte

Gorgonio extendió la mano sin dar crédito.

—El capitán Otto Skorzeny —les presentó Evita—. El coronel Gorgonio Colinas.

—Encantado —saludó Gorgonio, dando una mano franca al gigante que se había hecho famoso por rescatar al Duce del Monte Gran Sasso.

Aunque mucho se discutía todavía sobre su grado de intervención en la operación y el protagonismo que realmente había tenido, el capitán Skorzeny había encabezado una escaramuza militar de alto riesgo. Y brillante, donde las hubiera. Gorgonio, desde sus casi sesenta años, no pudo evitar un zarpazo de envidia. Le pinchaba en el costado algún recuerdo de otros días, durante la guerra incivil. También incluso algún recuerdo de después, en los primeros cuarenta, más de un lustro atrás ya.

Estar ante aquel capitán de las SS alemanas le producía una extrañísima sensación de asco y admiración, en cantidades idénticas. Como militar que era, arriba en la jerarquía, y bregado por ley en operaciones encubiertas, hacía mucho tiempo que Gorgonio había aprendido a distinguir entre la orden de combate y la altura moral de quien la daba. Y ya desde lo de Cruz del Eje, treinta años atrás, se había permitido el lujo de elegir.

—Gracias por venir, coronel Colinas —irrumpió Eva Duarte en los pensamientos de Gorgonio con aquella sonrisa que había hechizado al hechicero—. Sé que no le resulta cómodo que use su graduación, pero a mí, personalmente, como sabrá, no me desagradan los coroneles…

El coronel Gorgonio Colinas se limitó a agradecer y comentar la gracieta con un leve gesto de sus manos francas abiertas y una reverencia apenas sugerida. Conocía de la sensibilidad de la señora del coronel Perón a los gestos no receptivos y había que andar con especial cuidado. Aquella sonrisa, aquella belleza rubia de retrato con la que se acostaba el presidente a diario, hecha carne en metro setenta y cinco ante él con aquella boca hermosa y letal, podía igualmente mover un tren con su verbo, arrastrar a la masa de descamisados hasta el lugar más recóndito del país o también —decían— hacer que despachen tus huesos en cualquier charco del Tigre, sin que se le moviera un pelo del moño.

—Otto —ordenaba Eva con amor—, le he hecho venir para que ponga al coronel Colinas en antecedentes de lo que queremos. En la embajada española no hay recoveco que no conozca ni despacho que se le resista, según me han informado.

Gorgonio se lanzó al remolino de aquella sonrisa para intentar deducir quién la podía haber puesto al corriente de su currículo y de sus posibilidades. Cayó casi de inmediato en el General Lucero, al que había conocido cuando apenas era teniente en los disturbios del ferrocarril de Cruz del Eje, al mando de las tropas del apaciguamiento. Años idos y viejos, como las manos arrugadas que tenía ante sus ojos, y que, a pesar de la vejez, aún le sujetaban con firmeza a la vida. Esa que él había querido darse y no otra.

Su memoria —diestra en jugarle malas pasadas— le llevó por las carreteras de la ciudad cordobesa de treinta años antes, recordando a Ochandiano y al coronel Lezama en sus paredones.

Volvió en sí con la voz clara y rotunda del capitán Skorzeny, el gigante de las SS, quien lo había llevado del brazo a un saloncito de té anejo al gran recibidor de la casona y le había empezado a hablar. Ahora —pensaba Gorgonio— que estaba a punto de jubilarse y regresar a Madrid, dispuesto a dejar atrás las luces y las sombras de Buenos Aires, treinta y tantos años después de haberlas visto por vez primera, cayó en la cuenta de que las sombras y luces habían venido todas juntas a visitarlo, como para despedirse, allí en el palacio que Eva Perón tenía en la calle Teodoro García, en la persona de aquel alemán enorme clavando sus erres por todo el saloncito. Si el palacio había sido un regalo— o no, aún tenía que averiguarlo— del alemán Ludwig Freude, no le incumbía. Lo que temía de verdad era el encargo de Eva. Ese sí que era un regalo. Con aquella escenografía y los actores, la película le daba miedo.

Gorgonio había convenido con ellos en que lo mejor era no prolongar en demasía la visita, pues sabía de sobra que lo seguían, que lo vigilaban a él y a muchos de sus compañeros desde las elecciones que Perón había ganado con permiso de Estados Unidos. Le vigilaban a él así como a muchos miembros de la delegación española del gobierno del fascista Franco.

—Diga, corronel Colinas, ¿cuánto tiempo lleva usted en Buenos Airres? —lanzó Skorzeny sus erres austríacas, inconsciente de que el perfecto alemán de su interlocutor se lo podría haber ahorrado.

—Disculpe, capitán —dijo Colinas volviendo a levantarse— pero le suponía informado de estos pormenores y debe entender que no me puedo permitir estar sentado con usted aquí tomando el té.

—Ya lo sé, corronel, pero se trata de saber o no saber algunas cosas …nesesarrias para lo que vamos a pedirle.

—Mein Hauptmann Skorzeny, —quiso abreviar Colinas, y siguió en alemán— llevo más tiempo aquí que todas las personas que puede usted ver —levantó la cabeza Gorgonio y señaló al azar—. Recuerdo a esos dos generales de ahí desde cuando aún no estaban seguros de qué mano usar para el saludo…

Skorzeny pareció no querer reparar en la prisa de Gorgonio ni dar la menor importancia a la comparación y se mostraba nervioso, desviando la mirada o cruzando los dedos y volviendo a mirar de frente a Colinas. Resultaba evidente que intentaba calibrar las fidelidades de aquel veterano español que tenía ante sí, en cuyo historial se decía que había escoltado a Von Faupel desde Hendaya hasta Burgos a comienzos de la guerra civil española, cuando el Führer lo destinara como observador del III Reich en la España reventada.

—Si le sirve de algo, Skoreny —añadió Colinas con cierta vergüenza ajena—, aún se oye a Perón y a sus compañeros añorar los años en la Escuela Militar donde von Faupel y muchos militares alemanes invitados formaban a los oficiales argentinos.

Skorzeny se retrepó en su silla, en plena inflación de orgullo.

—Y muchos de sus colegas han vuelto a Argentina al terminar la guerra —le añade—. Otros, sabe usted, no se han ido nunca, Skorzeny.

—Bien, corronel, —dijo volviendo al español— pero hablemos de usted, desde que el general Frranco gobierna en su país. Pero veo que está usted aquí desde mucho antes.

Gorgonio alcanzó a vislumbrar un asomo de acusación en la mirada azul del gigante austríaco, o tal vez —pensó—, un destello de jugador de póker. La mirada ahora era fija y sin fisuras. Nada amenazador, pero sí nuevo e inquietante. Era una firmeza rara, viniendo de un derrotado por los aliados. Aquel interrogatorio tan seguro venía —era evidente— de alguien derrotado en Alemania. Y, sin embargo parecía tener ocultas responsabilidades a la espalda. Parecía que, a pesar de haberse quedado sin país hacía poco, se hallaba en medio de una campaña nueva, con esa extraña calma de quien se sabe pisando territorio amigo.

—Usted debe saber perfectamente, Skorzeny, que somos como monjes. Tenemos votos. Y los cumplimos hasta la muerte.

—Yo me refiero a otras cosas, corronel Colinas. Menos lírricas, Gorgonio.

El español esperó en silencio hasta incomodar al alemán con su espera. Al fin, siguió:

—Tiene usted fama de jugador inteligente. Y paciente

—matizó Skorzeny para no exasperar a Gorgonio.

Sin saber en qué medida lo dicho era un jaboneo comercial o una línea en su currículo, que indiscutiblemente obraba en su poder, Colinas seguía en silencio a la espera de la petición que iba a llegar, tratando de abreviar aquel encuentro y, de paso, calmar su impaciencia.

—Necesitamos de sus amistades en España, corronel Colinas.

—Capitán Skorzeny, acabo de decirle que llevo mucho tiempo en Argentina. Unos treinta años. Eso es más de lo recomendable en cualquier carrera. Y la mía jamás fue una carrera de pretensiones. En fin. Encantado de conocerle, sinceramente, capitán.

Gorgonio se levantó y se dirigió de inmediato al enorme recibidor donde Eva Duarte de Perón reinaba ante un amplio comité de secretarios, de uniforme y de paisano, asistentes masculinos y femeninos, todos ellos a la espera de instrucciones repartidas con autoridad.

Eva vio al visitante español dirigirse a la puerta y se volvió hacia Skorzeny para consultar el resultado de la entrevista. El capitán austríaco lanzó un gesto negativo que alcanzó a Eva a la velocidad de la luz:

—¡Coronel! —gritó la Señora, dándose cuenta de que el tono de la llamada incorporaba un gallo, que reveló la contundencia de una orden, al tiempo que traslucía una cierta frustración. Fueron tres los coroneles que se giraron en aquel momento, menos el cuarto: aquel a quien iba dirigida la voz. Pero Colinas seguía su marcha hacia el exterior del palacio de Eva.

—¡Coronel Colinas! —volvió a gritar, sin dar crédito. No era mujer acostumbrada a ser ignorada. Ni tampoco a la desautorización pública.

Gorgonio se detuvo en el inmenso zaguán de mármoles blancos y laja. Eva se abrió camino entre los que la rodeaban y salió al encuentro de aquel militar, inconsciente de rozar la tragedia, según se veía en los ojos horrorizados de los que le miraban desde el salón.

—Coronel Colinas, me temo que estos alemanes son insensibles y rudos. Entienda que los militares que les han enseñado aquí son todos muy prusianos y poco dados a la delicadeza…

—No, por favor, señora. No se trata de eso. También soy poco dado a...

La manos de Eva se dirigieron de inmediato a la corbata de Gorgonio y llevaron a cabo una maniobra de atusamiento y acomodación, innecesaria pero muy elocuente. Allí comprendió al hechicero hechizado.

—Coronel Colinas, no se vaya. Le ruego que se quede a almorzar con nosotros. O que vuelva usted otro día, si hoy no le resulta conveniente.

Las sirenas de Ulises acababan de caer a la mera condición de tristes aficionadas.

Gorgonio pudo entonces percibir la fuerza que manaba de aquellas manos. Observó que Eva Duarte se conducía con una seguridad nada usual. Su mirada hacía recorridos precisos, nunca se desviaban innecesariamente, como si obedecieran fiel y ciegamente al plan trazado por su cerebro con antelación. Como cuando en plena navegación se ve aflorar la cabeza de un periscopio en el océano, una mancha leve dejando un rastro blanco de espuma casi imperceptible, pero al mismo tiempo el anuncio de la potente masa destructora; de toneladas ocultas bajo el agua, aún invisibles, amenazando tu línea de flotación; aterrorizando a cualquier cosa por encima del nivel del mar.

—Perón estará encantado de que se siente con nosotros a la mesa hoy, coronel—. Volcó Eva la petición hacia el lado de Perón con la esperanza de inclinar la balanza a favor de su perentoria necesidad.

El coronel Colinas, batiéndose entre la caballerosidad en la que le habían educado y la premura por alejarse de allí cuanto antes, suspiró y murmuró casi al borde de sus fuerzas:

—Si observa usted hacia la arboleda de la esquina, señora, verá que ya he sido invitado a otra mesa hoy… En ese coche me van a llevar a comer a algún sitio… Seguramente pagará el señor Braden.[1]

—Ya veo —suspiró Eva, confirmando sus sospechas al ver el coche en la distancia. Se rehizo de inmediato y le añadió—. Los norteamericanos no saben nada de buena cocina. No les deje elegir a ellos, coronel.

—¿Qué me recomienda usted, señora Duarte?

—Perón. Señora de Perón, coronel. Le ruego…

—¿Le parece mañana, al mediodía? ¿A la una estará bien?

—A la una le esperamos, coronel —acordó la señora dándose la vuelta.

Gorgonio alcanzó con alivio las sombras de la arboleda, dejando atrás la aterradora mano que repta en silencio en tu persecución hasta darte caza y engullirte. Como el que espera el disparo que te va a alcanzar de un momento a otro por la espalda. Unos metros más adelante, cuando casi llegaba a la avenida, sintió al Dodge verde petróleo, siseando como un repil frenando a su lado. Se abrió la puerta trasera, con la que casi le barren.

— ¿Le podemos llevar a algún sitio, coronel Colinas?

—Hola, señor Darryl. Le echaba de menos. —Suspiró Colinas con mayor cansancio.

—¿Viene a ver a viejos amigos al palacio de Ludwig Freude?

Gorgonio se acercó a un hermoso jacarandá que estaba junto al coche para apoyarse y metió los pulgares en los bolsillos del chaleco, dando señales de que estaba dejándose querer por Joyce Darryl, funcionario de seguridad de la embajada de los Estados Unidos, con varias condecoraciones en forma de bala. Dos de ellas recibidas en el frente del Ebro, Brigadas Internacionales.

—Para ver a los amigos no ando en horas de oficina, Darryl.

—Ya lo imaginaba. Trabajo entonces, Colinas.

—Pues, no lo sé. Me han pedido que venga a ver a la señora de Perón. Todavía no sé por qué.

Gorgonio se agachó un poco para mirar dentro del coche y ver la cara al conductor. Inmediatamente, Darryl, sentado en el coche con las piernas fuera, le hizo un gesto negativo, oculta la mano tras el respaldo de su asiento. Gorgonio comprendió.

—Pero sí le acepto que me deje en el centro, Darryl, si eso le pilla de camino.

Se acomodó en el asiento de atrás, como quien se dispone —malditas las ganas— a escuchar a un amigo con penas o una confesión ni pedida ni deseada.

Vaya día. Vaya dos encuentros los de hoy. ¿Fortuitos? A saber. A veces la vida hace sentir, a fuerza de casualidades que patean el corazón, que uno es víctima del choteo de algún santo borracho. El segundo encuentro, consecuencia del primero, impregnaba la jornada de un olor a miseria y pólvora que Gorgonio se había propuesto evitar hacía tiempo.

[1] Spruille Braden fue embajador de los Estados Unidos de América en Buenos Aires durante los gobiernos de Perón.

Habanera para un condecito

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