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Miércoles, 6 de agosto de 1947

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Comisaría de Policía de Cruz del Eje

(Córdoba-Rep. Argentina)

—Buenos días, don Florián. El cabo Bianchini me dice que hoy parece usted cansado.

—Bueno. No más de lo habitual, comisario. Sólo que…

—Dígame. Sólo que…

—Que, ahora que veo los bancos de esta plaza, me invitan a que nos sentemos allí, hoy.

El comisario sabe que necesita al viejo cómodo. Para que se explaye. Cruzan la calle hasta los bancos más cercanos a la comisaría y se sientan bajo la palmera chilena centenaria, al frío exigente de agosto...

—Así, después de verse con Darryl en Plaza Italia, Gorgonio se dirigió a su apartamento en la avenida Juan B. Justo. Allí vivía desde que volviera de su incursión en la guerra civil, a principios del treinta y nueve. Fue una época de desolación. Colinas vivía con un desamparo en el alma que se encargaba de despertarlo por la mañana, a veces a horas terriblemente tempranas. Y se acostaba con la misma tristeza, solo que mareada con el vidrio de la botella. Me acuerdo que, a cada trago que daba, brindaba por sesenta de los muertos en la orilla oeste del Ebro. Diez tragos. Y si no le alcanzaba, pedía otra. A veces le pillaba en la barra del Tortoni, con Darryl de copiloto. Otras, en algún kilombo de copete, donde recibía atenciones de alguna vieja conocida de la época de Ramos o de alguna recomendada.

—¡Ramos! El viejo sinvergüenza. Ese tipo y yo nos habríamos caído muy bien…

—Así es, comisario. Ramos se llevaba muy bien con Gorgonio. Pero este pobre andaba tan atormentado que ni las putas ni las copas conseguían recomponer el desaguisado. Fue el tal Darryl quien me contó hace años lo que acabó por desesperanzar a Gorgonio…

… cuando Gorgonio había querido buscar soluciones a su desgraciada idea en el frente del Ebro, vino el incidente con el acorazado Deutschland. Estando Gorgonio en España, poco después de lo del Ebro, los alemanes se habían adueñado, con total impunidad, de las Baleares como base de suministro y apoyo, cuando dos pilotos rusos atacaron al acorazado, confundiéndolo —habían dicho— con el Canarias, enrolado del lado de Franco. Gorgonio vió una oportunidad y aconsejó a Modesto y a Vicente Rojo que sugirieran al gobierno republicano admitir que había sido intencionado. Que los rusos hundieran el buque suponía declarar la guerra al Eje, y obligaría a Francia y Reino Unido a apoyar a España, finalmente. Pero la URSS, responsable de la decisión de aquellos dos pilotos, no quería todavía romper el pacto y ofender al Führer. Así que se endilgó el bombardeo al error de dos pilotos españoles. Gorgonio se volvió a quedar solo. España se había vuelto a quedar sola. Gorgonio Colinas regresó a Buenos Aires antes de que los nacionales tomaran Barcelona.

De regreso a Buenos Aires a principios del treinta y nueve, se pasó meses como alma en pena. Como si se hubiera comido él solo todo aquello e intentara digerir aquel potaje venenoso. Noches y noches bajo la sombra tétrica de los sueños de Poe, para comprender que la guerra civil no era culpa suya. Para comprender que la semilla que habían sembrado en su país, crecería lentamente y que tardaría muchos años en dar frutos. Que su país se parecería a un burdel tras una redada a las ocho de la mañana: en silencio, sucio y vacío, pero que mantendría su hedor a vómito y orines durante décadas. Para comprender que su país jamás volvería a recuperar la inocencia de la quinta del biberón.

El piso de la avenida Juan B. Justo era de su propiedad. Y allí, el coronel Gorgonio Colinas y Rubio, agregado militar de la Embajada Española, colaboraba, sostenía y conducía toda la actividad relacionada con la Asociación de Refugiados de España. Eso lo obligaba a mantener esa vivienda como lugar clandestino. La correspondencia de los refugiados, exiliados y republicanos en general pasaba por su piso, aparte de otros lugares de Buenos Aires, repleta de asociaciones, personas y lugares con recuerdos de la guerra civil, casi olvidada ya, por cierto, tragada por la ballena de la guerra mundial. Ya ni recordaba a cuántos había ocultado o refugiado.

Siendo gente a quien tenía el deber de seguir o denunciar, él los guiaba, informaba y ocultaba. Conseguía papeles, tal vez dinero, refugio más lo que hubiera menester. Buenos Aires era española, era argentina, era inglesa y alemana, italiana y turca. Buenos Aires se movía entre el imperio de la carne, a mayor gloria del rey Jorge, los inmigrantes y autóctonos, los nazis a su libre albedrío.

Una enorme planicie a fin de cuentas, ancha y larga como la pampa, en un mundo nuevo, muy difícil de entender desde el sistema métrico mental de los europeos, con un lenguaje distinto, de posguerra y tierra quemada, donde realidad y proyecto, verdad y mentira convivían sin tabiques hasta confundirse. Una riqueza insultante, galopando a lomos de un caballo con patas de cristal, conteniendo al aliento por estar siempre a punto de quebrarse o a punto de ganar.

Colinas seguía siendo miembro de la agregaduría militar de la embajada española en La República Argentina, y como tal, cumplía con su obligación. Derrotado el Eje, con nuevos amigos en el Río de la Plata, él debía entregarse “a colaborar al máximo con el régimen amigo del General Perón y reclamar de la madre patria lo que la joven república sudamericana pudiera necesitar.”

Había acompañado al general Vicente Rojo en su periplo por Argentina, recabando fondos para la ARE, la asociación de la república en el exilio, para mejorar la situación de refugiados, prisioneros de guerra o incluso la repatriación de voluntarios argentinos que habían luchado para la causa y a nadie extrañaba que Gorgonio anduviera cerca. Nadie se extrañaba, porque para unos cumplía su papel de espía. Para otros, porque realmente ayudaba. Porque quería ayudar y, mientras ayudaba, el embajador Conde de Chinchilla, López de Haro y el Conde Agustín de Foxá miraban para otro lado, quizá a su ombligo. De cualquier modo, a ellos les era más útil tener a Gorgonio Colinas contento en su trabajo, antes que ponerse a darle la matraca por un refugiado de más o un republicano menos en las listas de represaliados.

Fuera por lo que fuere, Gorgonio sabía que su piso en la avenida Juan B. Justo era un lugar seguro hasta que sonó el timbre de aquella tarde de encuentros fortuitos.

Al pavo le faltaba aún otra pasa. Y la que apareció tras la puerta era enorme.

—¿El coronel Colinas? —preguntó el hombre. Venía acompañado de otros dos en mangas de camisa.

Era Juan Duarte, el playboy hermano de Eva y flamante secretario personal del coronel Perón.

—¿Podemos pasar? —preguntó Juancito.

Juan Duarte, conocido como jabón Lux por los enemigos, porque nueve de cada diez actrices lo usan. Al entrar, Duarte se sacó el sombrero sevillano. Vestía un traje azul celeste, muy patrio y a propósito de la ocasión. La corbata dorada le colocaba en un punto de equidistancia entre la bandera nacional y el hombre anuncio.

Colinas confirmó lo que le habían dicho de él. Se movía con una elegancia que lo ponía a salvo de cualquier censura estética inmediata. De los otros dos le sorprendieron las manos hinchadas —de carniceros o estibadores del puerto— porque se dedicaban a pasearse por la vivienda y fisgonear sin el menor reparo. Gorgonio detectó que les gustaba ponerse de frente cuando veían que se les miraba. Quizá era un anhelo de que midiera mentalmente el ancho de sus cajas torácicas y las manos infladas. No era de extrañar que hubiesen venido a verle. La única pregunta que se hacía Gorgonio ya era el cuándo.

—Tengo entendido que mañana acudirá usted a un almuerzo con el presidente y la señora.

Gorgonio asintió sin despegar los ojos de los de Duarte.

—Le suponemos enterado de que se trata de un almuerzo que ha de quedar dentro de lo confidencial. Lo que vengo a comunicarle es que la reunión se va a celebrar en la residencia oficial de Olivos, no en la casa del señor Freude.

Colinas se imaginó que si el almuerzo era en Olivos, se debía a cuestiones de seguridad para el presidente. La casa tenía su protocolo y sus sistemas, sus guardias y escoltas. Obviamente, a ojos de Colinas, eso era lo que la hacía más temible: más por lo que hubiera dentro, que por los eventuales ataques externos. Ante la mirada suspicaz del invitado, Juancito añadió.

—¡Ah, coronel! Yo mismo lo recogeré mañana a las doce y media. Por favor, coronel, le voy a molestar un poco y le voy a pedir que mañana no me espere aquí, sino en Plaza Italia, en el mismo banco donde se vio hoy con el norteamericano.

Habanera para un condecito

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