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IV

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A Kino le encantaba el distintivo sonido característico de las bandas sonoras de hacía un siglo. Esas melodías sinfónicas y grandiosas, que a pesar de sonar rasgadas y antiguas seguían siendo majestuosas. Era un sonido característico. Los violines y el piano dieron paso a los nombres de Rita Hayworth y Orson Welles flotando sobre la superficie del mar en blanco y negro, y a Kino su cena precocinada le supo infinitamente mejor desde el momento en el que una de sus películas favoritas dio comienzo.

Tenía recuerdos muy gratos de aquella película, pues fue una de las primeras que recordaba ver de pequeño. A sus padres, cuando todavía estaban juntos, les gustaba acurrucarse en el sofá y ver películas antiguas. Y cuando sus hijos los acompañaban, pues mejor. Al principio acostumbraban a ver una película cada noche, pero con el tiempo aquello derivó en que solo los fines de semana eran las noches de película, y con el tiempo quien quería ver una película se la veía en su cuarto.

Cuando Kino hablaba de «películas para todos los públicos», era a películas como aquella que estaba viendo ahora a las que se refería. Por supuesto que no era una película para niños y en ella se trataban temas adultos, pero el guion de La dama de Shanghái era lo suficientemente ingenioso como para no decir nada abiertamente, con diálogos astutos repletos de dobles sentidos. Y aunque había violencia y suspense, no era nada que pudiera traumatizar a un niño, ni mucho menos. De manera que si un niño ve esta película, no entenderá todo lo que se dice, pero sí sabrá seguir el hilo de la acción. Y tal y como ocurre con las mejores películas, esta era una que, a medida que vas creciendo y la vuelves a ver una y otra vez, descubres cosas nuevas con cada visionado.

Era cierto que Orson Welles no era el mejor actor del mundo, y en aquella película el acento irlandés que había escogido no sonaba particularmente convincente (Kino, por supuesto, veía todas las películas en versión original), si bien no importaba, pues sabía controlar los matices de una forma suficientemente sutil. Además, ayudaba mucho tener a Rita Hayworth y Everett Sloane adueñándose de la pantalla cada vez que entraban en plano. Pero no eran las interpretaciones la magia de esta película, no, sino el ritmo trepidante con el que se iba deshilando el intrincado argumento, culminando en el magistral clímax en la casa de los espejos. Una escena que se había imitado, parodiado e intentado replicar hasta la saciedad con el devenir de los años, pero nunca llegando al efecto logrado por un director famoso por crear técnicas de rodaje revolucionarias.

Para cuando Michael O’Hara entra a trabajar en el barco del perverso matrimonio que lo enredará en un peligroso triángulo amoroso, Kino ya había terminado la cena y se sentía con el estómago lleno, por lo que apartó la bandeja sobre la que había cenado y cogió su cajita de turrón. Al abrirla, sacó papel largo, cartón, el grinder y su bolsita de marihuana, que estaba más mermada de lo que a él le gustaría.

Su cajita era un recuerdo de la infancia. Era una caja redonda de latón color beige de turrones El Almendro, y desde siempre la había usado como su cofre del tesoro. Solo que, con el tiempo, los juguetes y recuerdos de la infancia habían dejado paso a uno de sus vicios, el único que no se planteaba dejar. En su cajita tenía sus suministros, tanto de hachís como de marihuana, pero como ya era de noche y no tenía nada que hacer optó por la segunda. Tenía la norma de no fumar marihuana antes de las nueve de la noche; antes de la cena. De esa manera, podía seguir fumando hachís durante el día y seguir rindiendo a un ritmo normal, ya que había desarrollado tolerancia con los años y él se los hacía poco cargados. A Kino le gustaba considerarse como un fumeta funcional.

Se lio el porro con mucha parsimonia, pues no había nadie con quien compartirlo y le gustaba prestar atención a la película que ya había visto decenas de veces antes, con la intención de descubrir detalles que hasta ahora se le hubiesen pasado por alto. Al mismo tiempo que Orson perseguía a Rita por las calles de Acapulco al ritmo de los tambores, Kino se recostó en el sofá y, tras contemplar brevemente y con satisfacción lo bien que se lo había liado, se lo puso en los labios y lo encendió.

Algo más de cuarenta minutos más tarde, con la colilla consumida y mientras los créditos finales ponían el cierre, Kino se incorporó con un suspiro. Miró alrededor y vio el desorden que reinaba en su piso. Hacía como mínimo dos semanas que no se ponía a limpiar, y las sábanas empezaban a pedir a gritos que alguien las cambiase. Aunque, obviamente, en aquellos momentos no se iba a poner.

Se levantó y se acercó hasta la mesa, que era donde descansaba su pulsera, y la esperanza ardió en él cuando vio parpadear la lucecita que indicaba que tenía mensajes nuevos sin leer. En la fracción de segundo que tardó en ponerse la pulsera y abrir el chat se imaginó diez versiones diferentes de la conversación que le apetecía mantener con Rebe, pero cuando lo abrió y vio que las tres burbujas de chat no eran de quien él quería saber, la esperanza y las conversaciones desaparecieron al instante de su cabeza.

El Tarro y Álex le escribían para salir de fiesta cualquier día de la próxima semana, le decían que dejase de comportarse como un ermitaño amargado y saliera de su cueva a que le diera el aire con los colegas. Tres cuartos de lo mismo era lo que le decía Belén, que le recordaba que le debía un café desde hacía tres meses. La verdad es que a Kino le apetecía ver a los tres; Belén tenía que contarle qué tal le iba desde que se fue a vivir con su novio, y la verdad es que le apetecía pillarse una borrachera con los otros dos. A lo mejor podía organizar para quedar con los dos el mismo día e irse los tres por ahí. Sabía lo que sus amigos pretendían hacer sacándolo de casa, y les agradecía sus intenciones.

Pero lo cierto es que en aquellos momentos la única persona con la que Kino quería relacionarse era la única persona que no le hacía caso. Abrió la burbuja del chat de Rebe, y para su disgusto vio que, una vez más, lo había leído, pero no le contestaba. Escribió un tímido «¿Hablamos mañana?», y al cerrar la conversación volvió a ver una vez más el correo de su hermano, colocado primero en la bandeja de entrada. Dejó la pulsera sobre la mesa con la misma cara que si le acabaran de decir que a partir de mañana le obligarían a seguir una dieta estricta y exclusiva de brócoli, pero esta vez dejó las notificaciones de audio activas. Por si acaso respondía Rebe.

Se lavó los dientes con rabia, sintiendo una mezcla de tristeza y rencor, y al terminar apagó todas las luces del piso y se fue a dormir pensando en Rebe, pero su mente le traicionó y terminó pensando en su hermano. ¿Qué diablos querría Raúl?

Kino se metió en la cama sin saber qué pensar. Hacía más de medio año que no se intercambiaba palabra con su hermano Raúl. No por ningún motivo en particular, es solo que Kino pensaba que Raúl era gilipollas, y el sentimiento era mutuo. Simplemente se ignoraban siempre que podían evitar tener que dirigirse el uno al otro directamente y entablar una conversación como dos personas adultas. Lo que de verdad le intrigaba era el asunto del mensaje. Kino se preguntaba cuáles serían los motivos que podría tener su hermano para que la primera frase que usara para ponerse en contacto con él fuese el mayor cliché de lo que una pareja que está a punto de convertirse en ex te puede decir cuando menos te lo esperas.

Y la parte de «cuando menos te lo esperas», la había clavado. Además, tampoco es que quisiera divorciarse y dejar de ser su hermano por el hecho de ser un capullo. De mamá no creía que se tratara, porque acababa de volver de estar el fin de semana con ella. Así que no entendía qué podía haber en el mundo que causase que Raúl Lázaro necesitase hablar con su hermano. Lo sabría si leyera el correo, pensaba mientras miraba su holo-pulsera apoyada en la mesilla de noche, pero al darse la vuelta volviéndole la espalda a la mesilla se dijo a sí mismo que «El mundo está lleno de misterios».

Los irreductibles I

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