Читать книгу Los irreductibles I - Julio Rilo - Страница 16

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De la salida del metro a la sede tardó una canción y media, y en el camino se fue liando un cigarro. Cuando hubo terminado levantó la vista y se encontró con que sus pies le habían guiado automáticamente hasta dejarlo de frente con la imponente estructura que era la sede de Industrias Lázaro.

El cielo gris empezaba a oscurecer a medida que el sol se acercaba a la línea del horizonte de la Sierra, borrosa tras tanta polución. No obstante, justo mientras Kino levantaba la mirada, las nubes se apartaron dejando un agujero, y un rayo de luz llegó hasta el edificio de cristal, iluminándolo directamente y haciéndolo brillar, creando una imagen imponente, la verdad.

El edificio se encontraba donde había estado en su día el Hospital de San Rafael, lo suficientemente apartado del Hotel Ramos como para que aquella horterada no le tapase el sol. La gente de la zona se refería a la sede de Industrias Lázaro como «la Iglesia», y había que admitir que la enorme estructura tenía cierto porte regio. La Iglesia se sostenía con columnas, postes y paredes blancas, y aunque había algunos paneles para tapar de la claridad del sol, todos los exteriores del edificio bajo eran cristaleras.

Aquel radiante edificio tenía una forma circular, como un estadio o una plaza de toros. El círculo de cristal era la parte a la que el público tenía acceso, y todo a lo largo suya había salas multiusos destinadas a los eventos de marketing en su mayoría. En la parte más cercana a la calle, que era donde estaba Kino, estaba la entrada, y al lado opuesto de la circunferencia se erigía el edificio principal, que era donde estaban la mayoría de las oficinas, así como el ala de I+D. Aquel edificio principal, iluminado por la luz del ocaso, parecía la hoja de la daga de un gigante apuntando desafiante al cielo. El estrecho pero considerablemente alto edificio brotaba de la propia estructura del círculo de cristal, y en este solo había ventanas por la parte interior y exterior del círculo, por los lados las paredes eran blancas. Dentro del círculo crecía un frondoso jardín con plantas y fuentes, un oasis en medio de la ciudad y donde la mayoría de los trabajadores de la Iglesia iban a pasar las horas de descanso.

Le dio la primera calada al cigarro y Kino se dirigió a la entrada principal preguntándose cuánto cobraría un responsable de contenidos sénior, al mismo tiempo que el breve rayo de sol volvía a desvanecerse, haciendo que el edificio dejase de brillar y dándole un aspecto lúgubre.

Al acercarse a las enormes puertas dobles de cristal custodiadas por dos guardias de seguridad, uno a cada lado, Kino cayó en la cuenta de que se acababa de encender el pitillo. De manera que, con la intención de no desperdiciar tabaco, se lo apagó con sumo cuidado en la suela de su bota procurando que solo se echase a perder el principio del cigarro. Una vez hecho esto, se acercó a la puerta, y uno de los guardias se dirigió a él.

—El acceso al público cierra a las ocho, señor.

—Sí, ya, disculpe. El caso es que me esperan dentro.

—De acuerdo, pero quienes le esperan también tendrán que salir a las ocho.

Kino reprimió una risa.

—No se preocupe, yo se lo digo de su parte.

No le hizo caso a la agria expresión de la cara del guardia de seguridad y se dirigió a las puertas de cristal, que se abrieron automáticamente en cuanto se acercó lo suficiente. El interior era cálido, y una melodía suave sonaba por el hilo musical. Kino miró alrededor, buscando, y cuando lo encontró se dirigió al puesto de información, que estaba a medio camino de la puerta principal y la que daba acceso a la zona de jardines. Una vez allí, se dirigió a la chica que estaba detrás de la mesa, que en aquellos momentos terminaba de meter todos los papeles de su mesa en los cajones que había debajo, y sus efectos personales en el bolso.

—Disculpe, tenía una cita. No sé si podrá ayudarme.

La chica, que obviamente se moría de ganas por irse de su lugar de trabajo un viernes a última hora, le miró con cara de muy pocos amigos.

—Vamos a cerrar en un rato, señor.

—Sí, bueno. El caso es que había quedado a esta hora con el jefe.

—¿El jefe de quién?

—Pues de casi todos aquí. Vengo a ver a Raúl Lázaro.

—¿En serio? —Kino asintió—. ¿A estas horas? —Kino volvió a asentir, mientras la chica se volvía a sentar en su silla ergonómica resoplando—. Hay que ver…

Encendió el ordenador, y la pantalla se proyectó en el aire ante su rostro mientras ella desenrollaba su teclado flexible. Luego, empezó a navegar a toda prisa por menús y ventanas, hasta que llegó a una lista de contactos y llamó a una compañera en videoconferencia.

«Hola, Danny. ¿Qué quieres hija? Me pillas in extremis, que me estaba yendo ya».

—Ya lo sé, tía, pero me acaba de llegar uno que tiene una cita con el jefe.

«¿Con el jefe-jefe?».

—Ajá.

—«¿A estas horas?».

—Eso digo yo —dijo Danny lanzándole a Kino una mirada asesina.

«¿Y qué, necesitas que te pase con Isidoro, no?».

—Ajá.

«A ver, un momento». —La compañera de Danny se puso a navegar a su vez por los menús de su ordenador tecleando a toda velocidad. Con todos los protocolos que tenían que seguir para ponerse en contacto entre departamentos, normal que la chica le mirase así, pensaba Kino—. «A ver, aquí está. Te lo paso ya, ¿vale? Perdona si estoy un poco brusca, pero es que estoy con prisa».

—Ya, ya. No te preocupes, cariño. Gracias.

Las dos se lanzaron un beso, y el recuadro de la pantalla donde hasta hace unos instantes había aparecido la compañera de Danny se cerró para dejar paso a otro recuadro que anunciaba que se estaba estableciendo el enlace, con un ruido de tono telefónico. Donde antes había aparecido la sonriente cara de su compañera, ahora se abrió un recuadro donde un chico muy joven y serio le respondió:

«Despacho del Sr. Lázaro».

—Hola, Isidoro. Tengo aquí a un señor que dice que tiene una cita con el Jefe.

«¿Quién es?».

Danny miró a Kino.

—¿Nombre, por favor?

—Joaquín Jade.

—Se llama Joaquín Jade.

«Ah, sí. La cita de las diecinueve horas del Sr. Lázaro. Mándalo hasta el auditorio y ya bajo yo a buscarlo. Gracias, Danny». —Y sin más, colgó.

—Si ya sabes quién era, ¿para qué…? —murmuró en voz baja una malhumorada Danny mientras cerraba las pestañas de su ordenador—. El asistente del Sr. Lázaro, el Sr. Silva, le estará esperando a las puertas del auditorio este para llevarlo hasta las oficinas del Sr. Lázaro. Está casi al otro extremo del estadio… le llamamos «estadio» a esta parte de las instalaciones…

—Sí, no te preocupes. Conozco más o menos la zona, ya he estado aquí antes.

Danny soltó avergonzada un breve suspiro, dándose cuenta de que no se estaba comportando de la forma más profesional posible.

—¿Seguro que no necesita que le acompañe?

—No, de verdad. Otro día, si acaso.

Ella le miró enarcando una ceja y con una media sonrisa.

—Muy bien. Hasta otro día, en ese caso.

Kino se despidió sonriendo y se puso en camino. No se le había escapado el retintín en la voz de la recepcionista cuando se despidió, y aunque no lo dijo con esa intención, se figuró que ella se había imaginado que con lo de «otro día» quería decir que ya se pasaría a verla más adelante. Sonrió con algo de orgullo de haber conseguido que Danny le siguiera el rollo sin siquiera haberlo intentado, a pesar del kilometraje que llevaba encima aún era capaz de mantener cierto atractivo… «Bueno, más que atractivo, encanto», pensó al verse reflejado en uno de los ventanales que daban al exterior oscuro. Como Rebe siguiese sin responderle a los mensajes, le iba a entrar. Seguro. Aunque estar seguro de aquello significaba que estaba seguro de que después de hablar con su hermano, volvería por allí. Y eso era mucho de lo que estar seguro.

Los ruidos de sus pisadas provocaban un eco sordo en los pasillos del estadio, la parte circular de la Iglesia. A aquellas horas no quedaba casi nadie, solo los últimos trabajadores rezagados y los del turno de limpieza, que empezaban a repartirse por toda la superficie. Mientras caminaba describiendo la media circunferencia hacia la derecha para llegar hasta el auditorio, a sus lados iban pasando las ventanas. Las ventanas de su derecha daban a los jardines interiores. Pero las ventanas de la izquierda, las que daban al exterior, a veces se veían interrumpidas por salas de reuniones o despachos y oficinas con paredes blancas relucientes.

Kino llegó caminando hasta las puertas del auditorio este, que era el que más cerca estaba del edificio principal. El secretario de Raúl aún no estaba allí, por lo que Kino se apoyó en una columna a media distancia entre las puertas del auditorio y los ascensores de la torre. Pasaron cinco minutos, y por fin Kino vio salir de los ascensores a Isidoro Silva, quien después de localizarlo se dirigió en su dirección con paso firme y seguro.

Kino ya conocía a Isidoro, era un lameculos estirado, lo que lo convertía en el perfecto secretario de su hermano. Era un chico que entraba en la década de los treinta. Tenía unos fríos ojos negros en los que quedaban pocos rastros de vida, que miraban con superioridad desde detrás de unas gafas cuadradas sin montura, que se apoyaban (o, mejor dicho, se incrustaban) sobre una nariz chata y redonda. Llevaba el pelo del color de la paja húmeda muy corto por los lados y peinado con una raya al medio en la coronilla, y vestía con una apretada chaqueta ajustada de corte ejecutivo color marrón y pantalones color beige, y en sus manos llevaba una tableta como la que Kino utilizaba a veces para escribir, pues las holo-pantallas le terminaban cansando la vista. Su forma de andar resultaba bastante cómica, pues, aunque no estaba gordo tampoco estaba delgado, y caminaba dando muy deprisa pasos no muy largos. Parecía un personaje de una serie de dibujos animados. Isidoro se acercó hasta donde estaba Kino y habló con su voz aguda y aflautada.

—Buenas tardes, Sr. Jade, le estábamos… ¡Aquí no se puede fumar!

—¿Qué? —Kino siguió la dirección que indicaba el acusador dedo de Isidoro, quien con una expresión de alarma de incendio miraba la colilla del cigarro que Kino se había dejado a medias antes de entrar—. Está apagado.

Isidoro siguió mirando el cigarro con cara de susto, pensando muy bien cómo proceder.

—Pero todavía puede contaminar el entorno.

Kino levantó las manos, conciliador, y miró en torno suya buscando una papelera. Por suerte había una en la pared más cercana.

—Ya está —dijo al volver de tirar la colilla, mientras se apagaba el eco de sus pisadas en el recinto casi vacío—. Bueno, ¿qué pasa con mi hermano? Debe estar ocupadísimo.

—Como siempre. Pero ahora ya está listo para recibirle. Por favor, acompáñeme.

Ambos se dirigieron hacia los ascensores, e Isidoro llamó al mismo en el que había bajado antes, que aún seguía allí. Los ascensores eran de cristal, y al subir ascendían detrás de un panel de vidrio que se extendía desde la base hasta lo más alto del edificio pudiendo ver así una vista privilegiada de la ciudad. Y al llegar al piso destino, otra puerta se abría por el lado contrario al que habían entrado, accediendo así a las oficinas.

Se subieron y el asistente de Raúl Lázaro pulsó el número 60 en la pantalla del ascensor. Con un movimiento muy suave que no provocó ninguna sacudida, el ascensor empezó a subir por los raíles magnéticos en silencio, y poco a poco cogió velocidad. A medida que ascendían, el edificio circular al que llamaban el estadio, con sus jardines en el centro, fue quedando cada vez más abajo. Kino miraba distraído por la ventana, contemplando la imagen de la ciudad que empezaba a iluminarse bajo un cielo que parecía resistirse a oscurecer, aunque el sol ya había desaparecido por detrás de las montañas. Isidoro, por la otra parte, daba su espalda a las vistas, orientado hacia la puerta que se abriría cuando se detuviera el ascensor y revisando múltiples pestañas en la pantalla de su tableta.

—Espero que no haya tenido que esperar mucho tiempo, Sr. Jade.

Kino se encogió de hombros.

El ascensor se detuvo con suavidad, y los dos lo abandonaron. Delante de ellos se extendían las paredes oscuras y el suelo blanco de un amplísimo pasillo de techo muy alto, en el cual había una franja de vidrio que durante el día permitía que entrase por ella la luz y la claridad. A esas horas, la única luz procedía de unas lámparas situadas a lo largo de las paredes que iluminaban la estancia lo necesario como para saber por dónde se andaba. Aquello le daba a aquel pasillo el aspecto de una catedral o el corredor de un monasterio.

Mientras caminaban, a sus lados desfilaban las puertas que daban a los despachos del resto de los principales dirigentes de Industrias Lázaro, vacíos a aquellas horas. Menos el último. El despacho del fondo era el de su hermano Raúl, el antiguo despacho de Ricardo Lázaro. Llegaron hasta el final del pasillo, hasta la mesa de Isidoro, situada a un lado de las grandes puertas de doble hoja que comunicaban con el despacho. Isidoro se inclinó sobre su mesa y pulsó un botón durante un par de segundos. Kino se imaginó que aquello debía de ser alguna especie de timbre, aunque allí no se oyera nada. Isidoro se incorporó y pasó de nuevo por delante de Kino, que esperaba con las manos metidas en los bolsillos del chaquetón desabrochado, llegó hasta las puertas de madera y giró el pomo. Con un chasquido las puertas se abrieron, y mientras, al otro lado del enorme despacho, Raúl Lázaro se levantó de su silla apoyándose en su gigantesca mesa de cristal, y durante un segundo los dos hermanos se miraron a los ojos por primera vez en más de seis meses, cada uno a un extremo de aquella enorme sala.

Los irreductibles I

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