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IX

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Las puertas del vagón se abrieron, y el caos habitual tuvo lugar entre la gente que salía de él y los que esperaban en la estación de Chamartín. «Dos paradas más», pensó Kino.

Una anciana de aspecto medio roto entró en el vagón poco antes de que se cerraran las puertas apoyada en un bastón y lanzando miradas temerosas alrededor, como si cualquiera de los viajeros que viajaban absortos en las imágenes proyectadas en las palmas de sus manos la fuese a tirar en cualquier momento de un empujón. Instintivamente, Kino le cedió su sitio, con lo que la señora le lanzó la más dulce de todas las miradas de agradecimiento y se sentó con esfuerzo mientras le daba las gracias. Más bien, Kino se imaginó que le daba las gracias porque llevaba los cascos puestos y De La Soul no le dejaba escuchar.

Caminó unos pasos hasta una de las barras de hierro del vagón, que estaba desocupada, y allí apoyado sí que oyó algo por encima de la música. Miró por encima del hombro, intentando ubicar el origen de las estridentes y molestas risas que le habían sacado de su ensimismamiento, y sentados unos asientos más allá vio el foco del estruendo.

Eran un grupo de cuatro jóvenes bien parecidos de menos de veinticinco años, sentados dos frente a los otros dos. Bastante pijos, a juzgar por los ceñidos trajes de ejecutivo que llevaban. Tres chicos y una chica, y todos ellos hablaban a gritos y con una efusividad que provocaba confusión. Aunque aquello no parecía importarle demasiado a nadie más que a Kino y a quien no tuviese auriculares.

Kino se encontraba ante un dilema, subir más el volumen de la música y probablemente quedarse sordo o seguir escuchando a aquellos niñatos y lo que decían, algo que probablemente le diese un tumor cerebral.

La Castellana era la zona donde la gran mayoría de empresas grandes e importantes tenían sus sedes, el tipo de empresas cuyo presupuesto anual de marketing supera a la facturación total del noventa por ciento de empresas restantes a lo largo de toda su vida. Así que era la zona del país donde mayor demanda había de abogados. Y allí iban a parar casi todos al salir de la carrera, como aquellos cuatro, lo más seguro. Aunque no quisiera, a Kino le llegaban algunas palabras y frases sueltas, las suficientes para que se imaginase los temas de los que estaban hablando. Algunos de ellos ya habían terminado la Universidad, y contaban batallitas de asignaturas y profesores, pero la conversación en esos momentos se centraba en los másteres. Dos de los chicos y la chica discutían los pros y los contras de empezar con el segundo máster antes de terminar la carrera. Pero el cuarto, que aparentemente debía de ser el alfa, se jactaba de no solo haber terminado la carrera, sino también de su tercer máster, y cómo gracias a eso había entrado en prácticas (no remuneradas) en ACS.

Lo que molestaba a Kino era la importancia con que contaban aquellas cosas, como si fueran las primeras personas en descubrir la más plena felicidad y el sentido de la vida, en vez de ser ruedas de un engranaje. En aquellos momentos el alfa contaba cómo se había fundido su primer sueldo en una fiesta con putas y droga, pero con clase. Un local exclusivo con las chicas más caras. Faltaría más. La chica y uno de los otros dos chicos lo miraban impresionados y con claras intenciones sexuales, el otro chico no participaba mucho en la conversación. Debía avergonzarse de no haber terminado todavía su primer máster.

Pero Kino sabía fijarse en la gente, o eso intentaba si tenía la intención de convertirse algún día en un escritor de verdad. Y lo cierto es que aquellos jóvenes abogados no le engañaban, podía ver a través de sus sonrisas forzadas que pretendían esconder la duda que había en sus ojos. No es posible que alguien sienta tanto ímpetu por hacer algo que han hecho tantos miles de personas antes que tú y que van a hacer tantos miles de personas después. Lo rutinario no genera tanta felicidad y euforia.

A los ojos de Kino, aquello era intentar convencer a los demás y, por extensión, a uno mismo de que se han tomado las decisiones adecuadas. No solo había experimentado él mismo la misma sensación al terminar sus estudios, sino que veía el mismo proceso de negación y autoconvencimiento en cada nueva promoción de universitarios que se incorporaban al mundo laboral. Simplemente había que convencerse de que aquello valía la pena, de otra manera no tenía sentido haber renunciado a la juventud. ¿No?

«Plaza de Castilla». Ya solo faltaba una parada.

Los irreductibles I

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