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II
ОглавлениеPoseído por la furia con la que tocaban la guitarra Dave Mustaine y Chris Poland, Kino tecleaba frenéticamente en su ordenador, terminando el que sería su tercer artículo del día. Estaba en racha. Aquella semana tenía los objetivos habituales, diez Top 10, dos por día. Aún no era la una de la tarde y ya casi había terminado el tercero, si seguía así el miércoles a mediodía habría terminado el trabajo de toda la semana, por lo que se podría pasar el resto de su tiempo en el puesto de trabajo o leyendo o escribiendo, lo que era el principal atractivo que su actual posición tenía para él: que le pagasen por hacer lo que él haría en su tiempo libre. Si Ronnie se enrollaba, hasta era posible que pudiera comenzar su fin de semana el jueves.
Ronnie era su editor jefe. Era un par de años más joven que él, y aunque sus padres le habían llamado Ronaldo en honor al mítico futbolista, él se apodaba Ronnie en un cutre intento de parecer sofisticado, que solamente funcionaba dentro de los círculos sociales de los que él tenía mucho cuidado de no salir. Era el perfecto ejemplo de un intelectual de pega, alguien que se dedicaba a decir citas de gente con nombres que muy poca gente conociese con la presunción de que eso le volvía más inteligente, pero que no había tocado un libro en toda su vida, sino que todos los conocimientos sobre cultura, arte y filosofía de los que disponía los había adquirido a través de los análisis simplistas que otros se dedicaban a hacer en YouTube sobre la obra de escritores y filósofos que, la verdad, nadie tenía tiempo para leer.
A la falta de cultura de Ronnie había que sumarle una capacidad para la gestión de equipos y liderazgo que brillaban por su ausencia, lo que, a ojos de Kino, lo hacía perfecto para la posición que ocupaba. Para una revista como aquella, lo cierto era que a Kino le interesaba tener un superior fácilmente manejable, y Ronnie lo era. Lo único que Kino tenía que hacer para que le siguiera la corriente era tenderle una «encerrona cultural», con lo que conseguía que su jefe cambiase de tema, algo que normalmente facilitaba que Kino se saliese con la suya.
Una encerrona cultural consistía en que, cuando Kino se veía atrapado por haber hecho un Top 11 o algo parecido y Ronnie iba hasta su mesa para reprenderlo, Kino hacía referencias a escritores y otros periodistas alegando por sus argumentos con la misma teatralidad y vehemencia que Marco Antonio llorando la muerte de Julio César, y se inventaba estadísticas para justificar lo que hacía, sabiendo que su editor no se iba a tomar la molestia de ver si era verdad. Más bien lo que conseguía era confundirlo, y al confundirse, era cuando Kino conseguía que Ronnie se enrollase. Cuando Ronnie ya estaba confundido, Kino solía pedirle algo como si fuese lo más importante del mundo, haciéndole sentir que tenía el control, y negociaba ofreciéndose a hacer a cambio cosas que él iba a hacer de todas maneras. Y aunque a veces no conseguía lo que le pedía, casi siempre se libraba de la reprimenda.
Si se lo curraba a lo largo de la semana e intentaba tenerlo contento, seguro que podría irse el jueves de fin de semana. Con suerte, habiendo cuatro días en ese finde, podría quedar alguno con Rebe, que ya hacía casi un mes que no se veían y Kino estaba empezando a subirse por las paredes.
En aquellos momentos, estando Kino como estaba en medio de un frenesí de trash metal deseando adelantar hasta el viernes en la mañana del lunes, no se dio cuenta de cómo Ronnie se había acercado sigilosamente por los pasillos de la oficina y se había detenido apoyándose en la pared de su cubículo con cara de buenos modales. Iba vestido con unos ajustados pantalones negros con dibujos dorados de corte oriental, y una camisa de estampado de enormes flores lilas, naranjas y amarillas. Llevaba su pelo de color naranja a la última moda, recortado con maquinilla en la coronilla y extremadamente largo por los laterales y la nuca, hoy lo llevaba peinado con gomina hacia atrás, y producía un efecto cómico como si se hubiese bajado de una moto después de estar horas conduciendo sin casco. Kino hizo como si no le hubiese visto y siguió escribiendo las chorradas que se le pasaban por la cabeza sobre cuáles serían las diez mejores formas de tener una pensión que durara más de diez años.
La canción terminó y Megadeth dejó paso a Cavalera Conspiracy, y Kino seguía escribiendo como si le fuera la vida en ello. Y Ronnie seguía esperando con buena cara como si ser ignorado por un subordinado no le cabrease tanto como en realidad le cabreaba. Poco a poco se iba impacientando, y su expresión se agriaba. Cuando ya se cansó, carraspeó levemente, y Kino desvió por un momento su concentración del teclado a contener una risa ante una tosecita de su jefe que había sonado como una rueda de bici pinchándose. Siguió haciendo como si no se hubiese dado cuenta de que Ronnie estaba allí, con lo que este se impacientó y volvió a toser, esta vez más fuerte.
—¡Coño! —exclamó Kino dando un exagerado respingo. Miró a ambos lados mientras se quitaba los auriculares, haciendo como que no sabía qué estaba pasando, y cuando por fin posó su mirada sobre Ronnie suspiró—. Uf, eres tú.
—Oh… sí. Perdona, Kino. No quería molestar.
—No, si no molestas, Ronnie, pero me has dado un susto de muerte…
—Lo siento, no volverá a pasar.
—Menos mal. Bueno, ¿qué te trae por aquí?
—Deberías saberlo muy bien.
Kino hizo como que no sabía de qué se trataba aquello, y es que en realidad se hacía una idea bastante buena de qué era lo que Ronnie quería, y no tenía ninguna gana de hablar de ello. Se encogió de hombros y puso cara de corderito degollado.
—Perdona por llegar tarde, pero pensé que no pasaría nada.
—No… ¿qué? ¿Has llegado tarde?
—… No. Solo fueron cinco minutos.
—Bueno, no pasa nada, pero… no, no es eso. ¡Tu artículo del jueves!
—Oh… entiendo. Lo siento, Ronnie, sé que no te gusta que haga Top 11, pero viendo los últimos resultados de la semana pasada y cómo reacciona la gente a la novedad de los Top 11, pues creí que vendrían bien los clics…
—No se trata de eso, Kino. Los clics siempre nos vienen bien… pero tampoco se trata de eso, sino del tema.
Kino reprimió un suspiro e intentó seguir con la actuación.
—¿Qué tema? Lo siento, no me acuerdo, tendrás que…
—«Los 11 motivos por los que es imposible ser feliz».
Un tenso silencio se produjo entre los dos, y es que a Ronnie le estaba costando trabajo mantenerle la mirada a Kino.
—Creía que tenía libertad para escoger los temas —dijo Kino sin alterar el tono ni el volumen.
—Sí, pero dentro de unos límites, Kino. Este tipo de artículos no nos hacen ningún bien. La respuesta del público ha sido muy negativa.
—Pero ha generado clics, ¿o no?
—Sí, pero también comentarios. Comentarios negativos. Y llegó un punto en la madrugada del viernes en que el único motivo por el que la gente hacía clics era para confirmar la mala fama y dejar más comentarios negativos. Y amenazas.
—Bueno, pero como dijo Cervantes, «que hablen de mí, aunque sea mal». La controversia es buena, Ronnie, genera clics, genera beneficios. Además, como si nos fuésemos a empezar a preocupar de todos los trolls que nos amenazan…
—¡Da igual que generen clics, joder! —estalló Ronnie al ser incapaz de ubicar quién era Cervantes (¿Jugaba en el Chelsea?)—. Los clics son buenos, a no ser que sean de gente que está enfadada. Los anunciantes no pagan para que sus anuncios sean vistos por gente de mal humor. La gente de mal humor no compra.
«La hemos cagao», pensó Kino, y es que los únicos números que no le bailaban a Ronnie eran los del departamento de marketing, que era al fin y al cabo de lo que vivía toda la plantilla. De algo le habían servido al niño los cuatro másteres al terminar sus dos carreras. Pero la verdad era que, a Kino no le preocupaba demasiado lo que pudiesen decir los anunciantes. Al fin y al cabo, las senseries era el principal producto que se anunciaba en 5 Minutos, lo que significaba que Industrias Lázaro controlaba una parte muy importante de las participaciones de la revista. De manera que si los anunciantes, que trabajaban para la empresa de su padre se ponían gallitos, pensaba hacerle la vida imposible a su hermano hasta conseguir que le dejasen escribir lo que le diese la gana. Eso no le preocupaba, pero ahora a ver cómo convencía a su jefe de que él tampoco tenía que preocuparse sin verse obligado a tirar del apellido de su padre.
—Bueno, Ronnie, pero no te preocupes por eso. Tú piensa que los anuncios son los mismos en todas las noticias. Así que, si leen un anuncio estando enfadados, ya lo verán también cuando lean el siguiente y se les pase.
—No te me hagas el listillo —dijo Ronnie poniéndose serio repentinamente y apuntándole con un dedo—. El principal problema son las cosas que pusiste.
—¿A qué te refieres?
—Deudas vitalicias, titulitis, redes antisociales, fake news —iba recitando Ronnie mientras levantaba dedos al mismo tiempo que enumeraba—. Todos son apartados de tu noticia.
—¿Y qué pasa?
—¡Tío! Que si pones estas cosas la gente se deprime.
—¿Y a mí qué me importa? Si se deprimen será porque saben que es cierto.
—¿Y a mí qué me importa que sea cierto o no? ¡Somos un periódico, no un tribunal!
—Pero a ver, Ronnie, esto es lo que se lleva, es nihilismo consumista. La gente sabe que todo eso es cierto, pero luego se ponen con sus senseries y se les pasa. El enfoque pesimista es lo que ayuda a vender, es lo que pone contentos a nuestros anunciantes. La depresión se cura gastando.
—¡Uf, pero qué dices! No tienes ni idea, eso que comentas suena de lo más postmoderno, y el postmodernismo es algo que no se lleva desde que yo iba a la Universidad. Fue un invento de la generación millenial y, como tal, vio el fin que le correspondía en los años veinte.
Kino reprimió el más grande de los suspiros mientras se imaginaba a Albert Camus retorcerse en su tumba ante semejante afirmación, e intentó poner sus ideas en orden antes de contestar:
—Está volviendo, tío. Hazme caso —dijo al fin sin conseguir ponerle demasiado entusiasmo—. El postmodernismo lo está pegando fuerte.
—Que no, Kino, que no está volviendo. Además, sabes que hay temas como la educación o política que están vetados, y en uno de tus apartados te lías a criticar las carreras universitarias y los másteres y dices que no valen para nada. No solo es que no puedes poner esto porque, ¿cómo vas a hacer que se sientan nuestros lectores al decirles que no vale para nada todo su trabajo?
—Recordarles… —musitó Kino.
—… sino que, además, se rumorea que el Jefe ha recibido una llamada del Jefazo.
Mierda. Aquello sí que eran palabras mayores. ¿Sería un farol?
—Venga ya. No puede ser que se hayan molestado. Si no dije nada del Gobierno.
—Pero no hace falta. Has hablado mal de su sistema de enseñanza. Y eso no puede ser. No puede ser, Kino, no puede ser —dijo Ronnie compungido y convencido a partes iguales.
—Entonces, ¿qué va a pasar?
—Pues, para empezar, que vas a escribir de cosas normales. Cosas que interesan y que la gente quiere leer. No mierda deprimente de esa con la que tanto disfrutas. —Kino se cruzó de brazos y puso los ojos en blanco—. Y luego, que se acabaron ya las tonterías de los Top 11. Una vez es gracioso, pero ya cansa. De verdad. Bueno, pues espero que esté todo bien.
—Bueno, hay una cosa que podrías hacer por mí.
—Claro, Kino, ¿de qué se trata?
—Pues verás, estaba pensando que, si esta semana me pongo a tope, podría adelantar trabajo, y puede que termine el trabajo de toda la semana el miércoles. Y de ser así, pues podría adelantar el finde y no me haría falta venir aquí el jueves y el viernes.
—¡Sí, claro! Después de la que has liado, te voy a dar un puente. No flipes tanto, que ya bastante es que te libras después de una llamada del Jefazo sin que te pase nada. Si lo tienes el miércoles, pues mejor, que así me lo envías y lo leo a ver si está todo bien.
—¿Me vas a empezar a dar el visto bueno ahora?
—Pues parece que me vas a obligar. Al menos durante un par de semanas quiero que me pases todos tus artículos antes de publicarlos.
—¡Pero si se supone que tengo libertad para escribir de lo que quiera!
—Sí, pero dentro de unos límites. Venga, Kino, que ya sabes cómo va esto, que no eres nuevo. A mí también me fastidia, pero no me dejas otra.
—Otra más que ponerme en período de prueba, quieres decir.
Ronnie se encogió de hombros y salió caminando hacia atrás del cubículo de Kino, dejándolo a él solo con su cabreo. Miró con rabia el artículo que estaba terminando. Iba por el octavo punto, y cinco de ellos hablaban de política. Después de aquella conversación y, de ser cierto, una llamada del Jefazo no podía arriesgarse. Puso un dedo sobre la tecla de borrar y lo dejó ahí encima mientras veía cómo las líneas que había escrito durante la última hora se iban borrando infinitamente más rápido de lo que habían ido apareciendo.
Había ciertos temas de los que no se podía hablar. Y punto. Si no, uno se exponía a perder el puesto de trabajo, o incluso acabar en la cárcel si alguien ofendido se tomaba la molestia de pagar las tasas para denunciar. Pero había veces, como aquella, que había suerte y a uno lo avisaban antes de que los engranajes de la implacable Justicia se pusieran en marcha. El Jefazo, uno de los dos accionistas mayoritarios de 5 Minutos junto con Industrias Lázaro, no era más que un eufemismo para referirse al ministro del Interior, antiguo ministro de Educación. Así que ya estaba todo dicho.
A Kino le reconcomía el alma que gentuza de ese tipo abusase de su poder de una forma tan flagrante, pero se negaba en rotundo a exponerse por una «causa justa» o «noble», cuando sabía que lo máximo que conseguiría sería un apoyo pasajero por parte de la gente que reaccionase a la campaña viral de otro periodista al que metían en la cárcel por escribir sobre lo que no debía. La gente solo iba a apoyarlo durante el tiempo que tardase en salir otra noticia que les llamase más la atención.
Kino se volvió a poner los auriculares, pero la sangre le hervía demasiado como para seguir escuchando metal, por lo que decidió hacer una pausa («Se venden noticias, pero ¿quién las compra?»). Miró la hora y vio que era la una menos veinte, por lo que aún le daba tiempo a tomarse otro café antes de comer. Aunque ya tenía su cupo diario escrito (aún no lo había enviado a que Ronnie se lo revisara…), seguía queriendo avanzar y adelantar trabajo. Por lo que se quedaría escribiendo, probablemente hasta después de su hora, y comería tarde.
Se levantó y fue caminando lentamente por las brillantes oficinas de 5 Minutos, llenas de baratos muebles de colores chillones iluminados por la claridad exterior que entraba a través de los enormes ventanales. Con unas ventanas tan grandes, había claridad incluso en el interior de los cubículos, donde un montón de postadolescentes de treinta años procrastinaban y se dedicaban a tirarse los tejos los unos a los otros durante toda su jornada laboral, creando un material periodístico digno del medio en el que trabajaban.
Esquivó sin mucho esfuerzo a algunos de los compañeros que enseñaban a gritos a otros compañeros cualesquiera que fueran las fotos o vídeos que estaban viendo en sus HSB, y es que por lo general el resto de los redactores le hacían a él el mismo caso que este les hacía a ellos. Pasando por una sucesión de cubículos «adornados» de acorde con la personalidad de cada uno de los pseudointelectuales que le hacían a diario la corte a Ronnie, Kino llegó por fin a la terraza de la cafetería.
La terraza era cerrada, como si de un invernadero se tratara, y es que fuera y más a la altura a la que se encontraban, hacía mucho frío. Muy pocos días hacía el calor suficiente como para abrir las ventanas y estar allí sentado a gusto. Estaba terminando el mes de septiembre, y Kino solo se había acatarrado cinco veces en lo que iba de año, lo que no estaba nada mal. Pasó de largo por las mesas donde había gente charlando más animadamente de lo que aquellas conversaciones merecían y se fue directo a la barra libre a prepararse un café.
Llenó una taza con agua del grifo y lo metió en el microondas, después se dirigió hacia donde estaban los cuencos con el café molido, sin hacerle caso a los condimentos como cacao o canela. Dentro del café había distintas variedades donde elegir, y cada cuenco tenía una etiqueta que indicaba su nombre, cada cual más exótico y difícil de pronunciar que el anterior. Pero Kino tampoco hizo caso a los nombres, pues era de su conocimiento que les cambiaban las etiquetas de un día para otro, pero los cafés siempre eran los mismos. Se inclinó sobre los cuencos y pasó la nariz por encima hasta que dio con aquel cuya fragancia lo sedujo. Sacó la taza del microondas, cuya agua ya estaba hirviendo, y le echó tres cucharadas del café molido y removió para mezclar. Cuando ya estuvo bien revuelto le echó una pizca de leche. Y nada más.
Kino recordaba las cafeteras de los bares de cuando era pequeño, y ver que cuando su padre pedía un café, solo con darle a un botón le salía un café solo o con la cantidad de leche que cada uno quisiera, con un ruido durante todo el proceso que al pequeño Joaquín le parecía el que debería de hacer una nave espacial despegando. Y luego quien quería le echaba azúcar o sacarina. Para un purista adicto al café como era Kino, aquel era un lujo que solo podía darse cuando iba a visitar a su madre a Galicia, que tenía en su casa una cafetera antigua.
La nueva moda del café deconstruido lo ponía enfermo, pero era infinitamente mejor que la época en la que a todo el mundo le dio por beber aquella mierda grumosa a la que se atrevían a llamar café helado. Con el café deconstruido por lo menos tenía la oportunidad de prepararse un café decente. Soluble, sí, pero decente, sin importarle cómo a la gente diese por tomarse el café ahora.
Mientras pensaba esto, el número 36 se le pasó por la mente como un ominoso recordatorio de que su juventud ya terminaba, sin importar lo que le dijeran en el banco. Entre eso y el pensamiento de «en mi época había café de verdad», Kino empezó a sentirse viejo, y al verse reflejado en el aluminio de la barra sobre la que se estaba preparando el café, pensó que las ojeras no ayudaban mucho, la verdad.
—Pero ¿qué haces, bro?
Ante esa pregunta, Kino se giró extrañado y con lo que se encontró de frente le hizo sentirse más viejo aún. Llevaba trabajando allí cuatro años, y aún no se sabía sus nombres, lo único es que parecía que acababan de salir del instituto, aunque alguno de ellos ya estaba empezando su tercer máster. Delante de él se encontró con lo que, a falta de recordar sus nombres, su cerebro solo pudo identificar como la versión pálida y anémica de M. A. Barracus, Tintín con el bombín de Hernández puesto (o quizá el de Fernández) pero sin esconder el ridículo flequillo, y Júbilo, de los X-Men. Kino pensó en que ninguno de aquellos tres chavales sabría con quién les estaba comparando en su mente, y se sintió aún más viejo. El que formuló la pregunta había sido Tintín.
—Un café —respondió Kino con sequedad.
—¿Pero lo echas en el agua? —preguntó Júbilo tan asombrada que se levantó las gafas de sol rosas—. Qué asco…
—No tenéis ni idea, va de retro —intervino M. A.
—¿Cómo retro? —preguntó Júbilo todavía anonadada por ver a alguien tomarse un café en una taza.
—Es como tomaban antes el café —aclaró el Mr. T blanco—. Yo lo probé así una vez, y es una movida.
—¿Y a qué sabe? —preguntó con curiosidad Tintín.
—Pues a café. Pero más suave. No te entran ganas de toser.
Kino observaba la escena maravillado, pensando en la entropía, removiendo el café lentamente y dándole pequeños sorbos.
—Pero a ver —dijo Tintín—, si toses es que lo haces mal.
—O que no te gusta el café lo suficiente. Yo hace años que no me pongo a toser después de tomarme el café —dijo con orgullo Júbilo.
—¿Y por qué te lo tomas así? —le preguntó Tintín a Kino.
—Porque me gusta.
—¿Más que si te lo tomas normal?
Kino asintió lentamente mientras sonreía al oír la palabra «normal».
—Qué raro… —dijo Júbilo con una cara de excitación sexual que, a juicio de Kino, no se ajustaba demasiado bien al desarrollo de la situación.
—Yo ya sé lo que pretendes —dijo de pronto Tintín.
—¿Qué pretendo?
—Pues está claro. Vas de vaqueros, una sudadera negra, despeinado, y esa barba de una semana…Y encima tomando café como lo hacían nuestros abuelos. Tú vas de retro.
—Yo no voy de nada.
—Que no, dice —exclamó pedantemente Tintín—. Yo veo lo que tú pretendes. Quieres iniciar una moda. Quieres ir de viral, pero casi no tienes seguidores.
Después de decir esto, los tres personajes que sin saberlo parecían sacados de obras de ficción del siglo pasado empezaron a reírse con superioridad, pero Kino no se inmutó y siguió bebiendo su café a sorbos cortos. Cuando terminaron de reírse se creó un silencio, que la indiferencia manifiesta de Kino convirtió en incómodo. Entonces, y solo entonces, Kino habló:
—Pues tienes razón, me gustaría ser viral. Si por viral entendemos que te contagie alguna enfermedad que licue tus putas entrañas y te haga vomitarlas a base de ataques de tos.
Dicho esto, se incorporó y se fue caminando lentamente dejando a los tres chicos ofendidos por su grosería allí plantados, saboreando su café con leche. Lo del café deconstruido era algo que le parecía patético. Consistía en tomarse el café en seco. Te echas una cucharada de café en polvo en la boca, y luego se va sorbiendo de un pequeño sobre una leche muy condensada, para poder tragarlo. A quien le gusta el café con canela, cacao o virutas se lo echa también en la cucharada, y para dentro. Cappuccino instantáneo. Al parecer de Kino, aquella no solo era una manera de desperdiciar café, sino que también una forma innecesariamente desagradable de tomárselo.
Recordaba vagamente que, cuando era muy pequeño y descubrió YouTube, estaba de moda una cosa que se llamaba «el reto de la canela», que no consistía en otra cosa que tomarse una cucharada de canela en polvo a palo seco. Y aquellos vídeos eran tremendamente graciosos y paradójicos. Eran graciosos porque es imposible tomarse una cucharada de canela en polvo y no empezar a toser como si uno fuese a echar los pulmones, y la gente se grababa a sí mismos haciéndolo. Pero eran paradójicos porque, en su momento, había millones de vídeos de gente haciendo lo mismo, lo que al mismo tiempo significaba que había millones de personas que, de forma voluntaria, se habían expuesto a un ataque descontrolado de tos por ingesta de canela. Hermoso a su manera.
Kino había intentado racionalizarlo para sus adentros para aprender a vivir con la idea del café deconstruido, y lo intentaba ver como que las modas son algo cíclico. Las cucharas habían vuelto pegándolo fuerte, como el postmodernismo. Pero no podía, aquello ya le parecía demasiado. Pero si ser el raro era el precio que tenía que pagar por tomarse sus tres tazas de café matutinas como Dios manda, él lo pagaba gustoso. Y si la gente supiese lo que pasaría si no se las tomase, también se lo agradecería.