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I

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Igual que cuando su madre abría de golpe las cortinas cuando él, de adolescente, se quedaba durmiendo hasta pasado el mediodía, la claridad del exterior iluminó con un destello el interior del vagón cuando el tren salió del túnel. Ahora, por la ventanilla, Kino podía ver en la distancia la imagen gris brillante que era el paisaje urbano de Madrid en una mañana clara como aquella. Aunque poco duraría, y es que el tren de alta velocidad avanzaba raudo hacia uno de los túneles que componían la red de transportes del hormiguero que era la capital de España.

Del Guadarrama hasta Atocha tardaría algo menos de quince minutos, y la mitad de ese tiempo circularía bajo tierra, a partir del punto en el que empezaban a brotar edificios como si fuera césped gris. Pero a Kino no le importaba, ya conocía de sobra el aspecto cementoso de la ciudad que lo había adoptado, no le hacía falta contemplarla. Miraba por la ventana por distraerse, pensando en el aburrido día que le esperaba en el curro, y se preguntaba si se le plantearía alguna oportunidad para echar una siesta en el trabajo.

No había descansado nada bien aquella noche, al fin y al cabo, se había tenido que levantar a las cuatro de la mañana para coger el tren. Pero a él siempre le compensaba ir a pasar los fines de semana con su madre a Galicia, a pesar de los madrugones de los lunes. Volvía más cansado, sí, pero también mucho más relajado. Además, no era como si Rebe hubiera dado señales de vida las últimas semanas, así que no solía tener motivos para quedarse los fines de semana en Madrid.

Mientras escuchaba a Donovan por sus auriculares cantar algo sobre prepararse para la temporada de brujas el tren alcanzó el nuevo túnel, y el vagón volvió a quedar iluminado solamente por las tenues luces naranjas que había encima de los asientos. Al otro lado del cristal no había más que negrura, así que Kino volvió la mirada al interior y se empezó a fijar en la gente. A aquella hora, un lunes, solo había trabajadores como él que se dirigían al centro desde los límites de Madrid más allá de la Sierra, cada uno a empezar su semana con cara de no querer preguntarse qué están haciendo allí. Hormiguitas obreras.

Contagiado por la ironía de la canción que escuchaba, Kino los observaba mientras todos se miraban absortos a las palmas de sus manos, a las imágenes proyectadas por sus HSB1. Las HSB, o holo-pulseras, como todavía las llamaban algunos nostálgicos como Kino, eran el complemento indispensable de la época. Herederas espirituales de los smartphones, tenían todas las funciones que en su época habían tenido estos y muchas más, solo que, siendo más prácticas, pues ocupaban menos espacio. Estas pulseras proyectaban una imagen desde la parte interior de la cinta del brazalete, que era donde estaba el pequeño bulto que era la máquina en sí misma, y esas imágenes se visualizaban en la palma de la mano del usuario. Luego, uno se podía desplazar por los menús y las ventanas proyectadas con movimientos de los dedos de la mano en la que estaba la pulsera, que eran registrados por el sensor de movimiento que había al lado del proyector.

A Kino, viendo a todos los pasajeros mirándose fijamente a las manos mientras los dedos realizaban sin parar movimientos extraños, si ignoraba el tenue brillo de las proyecciones se le asemejaba a ver a un montón de gente que, sufriendo espasmos en una mano y sin saber qué significa la palabra espasmo, se quedan mirando absortos y sin comprender lo que su cuerpo hace ni por qué lo hace.

La canción terminó dando paso a la siguiente, y en los auriculares inalámbricos que Kino llevaba incrustados en los oídos empezó a sonar la voz de Jim Morrison explicando lo extraña que es la gente. Con cada verso de la canción, la mirada de Kino se posaba sobre un pasajero diferente, y a cada uno le inventaba una historia. Un trabajador que iba con un mono azul y arrastraba sobre sus ruedas un enorme maletón de plástico, era en realidad un músico de la filarmónica que no quiere que se le manche el esmoquin que lleva por debajo y cuida muy bien su violín. Una mujer de mediana edad que iba con su uniforme de limpiadora, era en realidad una asesina a sueldo que ha encontrado la mejor tapadera posible. Un joven abogado bien peinado y afeitado que iba abrazado a su bandolera, era en realidad un maestro del timo en quiebra que no le quedaba nada más que lo que contenía su bandolera, y por eso se abrazaba a ella. Aunque, pensando en ese último pitch, mientras el solo de guitarra de la canción comenzaba, debía de esforzarse más. Parecía que se le estuviese acabando la imaginación.

De ser cierto aquello, a Kino no le cabía duda de que si había algo que estuviese matando lenta pero efectivamente su imaginación, era su trabajo. Desde que tenía memoria había querido ser escritor. Uno de los pocos buenos recuerdos que conservaba de su padre, era el haberle inculcado desde muy pequeño el amor por la lectura, y era algo de lo que le estaba agradecido, aunque nunca fuera a admitirlo.

Si se esforzaba podía recordar a su padre leyéndole los libros de Tolkien antes de ir a dormir cuando era muy pequeño, y recordaba sobre todo sus interpretaciones e imitaciones, y las diferentes voces que ponía. Aunque su padre se había dedicado al cine, antes que nada les había enseñado a sus hijos el mundo de los libros. Cuando Kino descubrió por medio de su hermano mayor Raúl que habían hecho películas de El Señor de los Anillos, el pequeño Joaquín les rogó a sus padres que le dejaran verlas (sobre todo porque su hermano le había dicho que eran impresionantes), pero sus padres se negaron porque decían que no eran películas para niños. Sin embargo, unos años después, cuando él era algo mayor y sus padres ya se habían divorciado, sacaron las películas de El Hobbit y esas sí que fue a verlas. Y aquello solo sirvió para afianzar su amor por los libros antes que el cine, después de ver lo que le habían hecho a un libro al que él amaba tanto. Pero también recordaba las veladas que hacían en familia los cuatro viendo películas en blanco y negro y de vaqueros, cuando todo iba bien todavía. A pesar de que los libros eran su pasión, también le tenía mucho amor al cine, un amor que venía desde su más tierna infancia. Y para ser completamente justos, las películas de El Señor de los Anillos estaban bastante bien, para ser una adaptación.

Por tanto, Kino siempre había querido ser escritor. Cualquiera hubiera dicho que aquello era algo fácil, no solo porque tuviera talento como escritor después de haber leído tanto como él lo había hecho (y es que Kino siempre decía que, en el mundo en el que vivían, el talento era algo irrelevante), sino porque era el hijo de Ricardo Lázaro, al fin y al cabo. Pero desde que alcanzó la mayoría de edad, Kino había cambiado su apellido por el de su madre y, por decirlo de forma suave, la relación con «el negocio familiar» era tensa.

Habría podido ser guionista, pero él quería ser escritor. Algo poco rentable en un mundo en el que ya nadie compraba libros. Pero Kino estaba empeñado en vivir de lo que escribía, por lo que tras muchos años buscando, saltando de currito en currito y escribiendo en sus ratos libres, había conseguido lo que más se le parecía: trabajar en un periódico. Aunque a Kino le daba la risa cada vez que alguien se refería a su medio como un periódico. Ya no quedaban periódicos.

La revista 5 Minutos era uno de los pocos medios de prensa que habían sobrevivido a la incesante pérdida de interés de la sociedad en el mundo que le rodeaba, así como una muestra de la poca atención que la gente era capaz de mantener. De ahí el nombre de la revista. Si un artículo tardaba en leerse más de cinco minutos, era descartado. A Kino le interesaba hablar de corrupción política, de cadenas de alimentación que distribuían comida en mal estado o de cómo las compañías energéticas y telefónicas estafaban sistemáticamente unos pocos céntimos a todos sus clientes multiplicando sus beneficios de manera ilícita. Pero tras no pocos encontronazos con su redactor terminó trabajando en el tipo de artículos que eran el auténtico motivo por el que 5 Minutos era un medio de prensa líder de mercado: los Top 10.

Los Top 10 eran listas que solían contener datos de interés para la gente, a veces informativos y otras simplemente consejos para el día a día. Los títulos de dichas listas podían variar desde «10 motivos por los que la quinoa es mala para la salud» a «10 planes para una escapada de fin de semana aventurera», pasando por el medio por listas tales como «Los 10 trabajos mejor remunerados del mundo» o clásicos como «10 formas de averiguar si tu pareja te pone los cuernos». Es decir, conectar con el lector hablando de aquello que más le motiva. Kino, aunque era uno de los mejores articulistas de la revista (principalmente porque se inventaba todo lo que escribía) se deprimía y se sentía perdido en el medio de toda la autocomplacencia y el narcisismo de sus lectores, que en última instancia no dejaban de ser quienes decidían sobre el contenido que él redactaba. Si las tonterías que él escribía era lo que le interesaba a la gente, no era de extrañar que el país estuviese como estuviese. Los días que se sentía rebelde, Kino hacía un Top 11 en vez del Top 10, lo que provocaba la ira de su redactor, por desobedecerle y porque cada vez que hacía esto sus artículos tenían más vistas y eran trending topic, por lo que no podía castigarlo.

El tren se paró con una leve sacudida, y evitando a la gente que entraba y salía del vagón con la mirada baja y sin reparar en las personas que tenían alrededor, Kino bajó con su mochila al hombro al enorme andén de quince plataformas en el que el devenir de la gente era incesante. Se dirigió automáticamente en dirección hacia los ascensores, y comprobó con desagrado una larga cola de gente que no quería andar hasta las escaleras mecánicas. Aunque más que una cola, aquello era una masa que se amontonaba ansiosa ante las puertas de los ascensores, como exigiendo que se abriesen. Kino siguió andando cansinamente, pudiendo ver en su cabeza la estampa que tendría lugar en cuanto el ascensor abriese las puertas y hubiese los típicos encontronazos entre los que no dejan salir y los que no dejan entrar. Caminó hasta uno de los extremos del andén, que era donde estaba la zona de escaleras.

Después de varias reformas y ampliaciones, la estación de Atocha había ampliado considerablemente su tamaño, ante la necesidad de cubrir las nuevas líneas que se extendían hasta las costas en todas direcciones. Constaba de cinco plantas subterráneas, además de la superficie, y a los niveles inferiores no paraban de llegar trenes desde todas las direcciones de España, mientras que las dos plantas superiores estaban reservadas a los trenes de cercanías. En cada una de esas plantas había unos enormes andenes de quince plataformas, cuyo plano formaba un rectángulo irregular. Los ascensores estaban en el medio de los lados más largos de dicho rectángulo, y en los otros extremos había una sucesión de escaleras mecánicas en hileras de tres que conectaban todas las plantas hasta la superficie, desde donde bajaba la fría luz gris de la mañana madrileña filtrándose desde una claraboya. Kino se subió en la primera escalera ascendente a la que llegó con la resignación de quien se ve obligado a tomar el camino más largo con tal de no tener que lidiar con la gente. Aunque al ver lo vacías que estaban en general las escaleras pensó en toda la gente que se debía de amontonar en los ascensores, y se preguntó cuál de las dos vías sería en realidad la más lenta.

Antes de llegar a la planta de la superficie abandonó las escaleras y se dirigió en dirección al metro. Todavía faltaban casi dos horas para las nueve, por lo que se imaginaba que le debería de dar tiempo en llegar hasta la oficina, y mientras la seductora guitarra de Keith Richards sonaba en sus auriculares inalámbricos y le ayudaba a mantener el ritmo de una aburrida caminata hacia la rutina, él no podía evitar sentirse como la mosca en la tela de araña de la que Mick Jagger hablaba en la canción. No iba a poder pasar por casa hasta que saliese de trabajar a eso de las cinco de la tarde. Por suerte, el único equipaje que llevaba cabía en una mochila.

Cogió la línea 1 y en el rato que le llevó llegar hasta Plaza de Castilla le dio tiempo a escuchar veinte canciones. Ocasionalmente desplegaba las imágenes de su holo-pulsera e iba divagando entre los menús de su reproductor, sin terminarse de decidir por qué le apetecía escuchar aquel día. Había empezado con rock clásico de los 70, lo que había terminado derivando en una lista de reproducción de éxitos de glam rock de los 80. Y sin saber cómo, aquello había ido degenerando hasta que Kino, poco antes de llegar a la altura de Chamartín, se descubrió a sí mismo escuchando a Boney M, algo que no pasaba desde hacía como mínimo una década, y se rio para sus adentros mientras movía el cuello a ritmo de boogie.

En Plaza de Castilla cambió a la línea 10 hasta Nuevos Ministerios, desde donde se volvió a cambiar a la 8 hasta el Campo de las Naciones, en donde tuvo que volverse a cambiar a la línea 16, que sería la que le llevaría hasta Guadalix, y de ahí solo una caminata de diez minutos hasta su oficina.

Lentamente subió las escaleras de la estación de metro hasta la calle y consultó la hora en su HSB, y miró los brillantes números «8:52», que se proyectaban ante él mientras mantenía una expresión de negociador en la cara, pensando en si valdría la pena. Finalmente decidió que sí que valía, y sacó el paquete para hacerse un cigarro. Dentro, había todo lo que necesitaba: papel, filtros y tabaco. En poco tiempo se lio un fino y alargado pitillo, que se encendió después de prensarlo con mucha parsimonia. Solo entonces empezó a caminar, y tampoco se dio mucha prisa mientras caminaba fumando y escuchando música, a pesar de que sabía que tardaría algo más de diez minutos y faltaban seis para que empezase su jornada laboral. En su cabeza lo único que importaba era la música que sonaba en sus oídos. Ahora mismo sonaba Jamiroquai.

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