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V
ОглавлениеLa calada fue tan fuerte y larga, que después de apartar el filtro de sus labios, a Kino le quedó mal sabor de boca y se vio obligado a escupir por la ventana, preguntándose si le acertaría a algún calvo. Estaba en la cafetería de las oficinas de 5 Minutos, la misma donde hacía tres días se había parado a hablar durante un minuto con los tres postadolescentes de casi treinta años. Y a una hora como aquella, la cafetería estaba prácticamente vacía.
Más o menos se había aprendido los hábitos de sus compañeros (no le gustaba pensar en ellos de esa forma) de trabajo, cosa que no era muy difícil para alguien que fuese mínimamente observador. El grueso de la plantilla iba a comer a las dos de la tarde, y eran muy pocos, poquísimos, los que se quedaban a comer en la oficina. La mayoría iban a por un menú de Starbucks, en grupitos de tres o cuatro personas, y allí pasaban las dos horas que tenían de tiempo para comer, sentados en círculos mientras atendían sus redes sociales.
Los raritos antisociales (término alcanzado por mutuo acuerdo del resto, que conste), eran los que se quedaban a comer en la oficina, solían terminar de comer a las dos y media y volvían a ponerse con su trabajo de inmediato con la esperanza de poder abandonar aquel edificio lo antes posible. Aquello permitía a Kino tener, por lo general, una hora en la que normalmente tenía la cafetería entera para él solo. Sin nadie que le molestase. Lo que hacía en ocasiones como aquella, era abrir la ventana de par en par y encenderse el porro de después de comer, que él siempre decía que era el mejor del día.
Los días que hacía mucho frío, como aquel, se arrepentía y pensaba que en realidad no había motivos para abrir las ventanas, ya que allí estaba permitido fumar. Aunque hubiese más gente en la cafetería, la generación próxima a la suya no había llegado a saber lo que era el cannabis, por lo que no reconocían el olor de los canutos de Kino. Así que nadie le diría nada por fumar porros en el trabajo.
El hecho de que las nuevas juventudes no reconocieran el olor de un cigarro aliñado, a diferencia de Kino que tenía un auténtico radar en su nariz para todo lo relacionado con lo cannábico, no se debía a que las nuevas juventudes ya no se drogaran. Ni muchísimo menos. El motivo era algo mucho más esperpéntico.
Hacía casi doce años desde que se había legalizado tanto la marihuana como el hachís, debido principalmente a dos factores: el primero era la ridícula y abrumadora cantidad de pruebas y estudios que había sobre los beneficios médicos del cannabis, así como una clarísima evidencia de que otras drogas ya legales (como el alcohol) eran mucho más perjudiciales, pero el segundo motivo fue el motivo de peso. Con la proliferación en los años veinte de las nuevas drogas de diseño, lo cierto era que el dinero había dejado de estar en el tráfico de cannabis y lo que realmente daba beneficios a los narcotraficantes eran los nuevos viales de Python, la droga de moda. Por tanto, desde que los beneficios en el narcotráfico de hachís y marihuana empezaron a descender, curiosamente hubo una corriente de legalización del cannabis apoyada por la mayoría de los Gobiernos de países occidentales.
De manera que, por patético que pueda parecer desde que se legalizó, lo cierto es que el cannabis perdió grandísima parte de su sex appeal entre las juventudes, que siguieron consumiendo cocaína de forma mayoritaria. Seguía siendo ilegal, pero nadie enarcaba siquiera una ceja si veía a alguien meterse una raya en medio del bus. El único motivo por el que un policía se acercase a ti si te ve metiéndote una raya de farlopa, es que a él se le acabó la suya. Por supuesto la gente seguía bebiendo alcohol para evadirse en sus ratos libres como si no hubiese un mañana, pero era con la cocaína con lo que empezaban la mayoría de los adolescentes a salir de fiesta. Y luego ya estaba el Python.
El Python era una droga líquida de diseño que venía pegando fuerte durante los últimos cinco o seis años. Se transportaba en pequeños viales con un pequeño botón en un extremo. Cuando dicho botón se apretaba, un aerosol salía despedido por el lado opuesto, con una dosis individual aplicada directamente al globo ocular. Y es que esta nueva droga se ingería por vía ocular, de esa manera llegaba más rápido al cerebro al filtrarse a los vasos sanguíneos del ojo.
El alcohol, por supuesto, seguía siendo legal, pero como tardaba mucho más en matarte que la cocaína y que por supuesto el Python, había descendido mucho su consumo. Así, el cannabis que no mata y aún encima van y lo hacen legal, pues perdió toda el aura de peligro que lo rodeaba, de manera que a medida que pasaba el tiempo los únicos que seguían fumando eran aquellos que tenían alguna condición médica y la veían mejorada gracias a su consumo, o la gente que simplemente le gustaba.
Kino era de los últimos, a no ser que se considerase condición médica el tener claros síntomas de depresión crónica. En ese caso, el noventa y cinco por ciento de la población necesitaba tratamiento (o fumarse un porro). Lo cierto es que unos años después de terminar la carrera empezó a sufrir ataques de ansiedad al poco tiempo de incorporarse al mercado laboral, y fumar le ayudaba bastante a mantener la ansiedad bajo control. Pero más que nada lo hacía porque le gustaba. Le ayudaba a poner sus pensamientos en orden.
Era verdad que cuando estaba fumado actuaba más lento y estaba un poco más espeso, pero oye, no se puede tener todo. Por lo demás, a Kino fumar le daba la serenidad necesaria para pensar las cosas más de dos veces. Muchas veces, cuando intentaba explicárselo a alguien, les preguntaba:
—«¿Nunca te ha pasado que estás de fiesta, todo borracho, y tienes una idea que piensas que es la idea del siglo pero a la mañana siguiente, de resaca, te acuerdas de la idea y dices “Menuda gilipollez”? Pues a mí con los porros me pasa justo lo contrario. A lo mejor estoy sereno, tengo una idea que me parece buenísima, me fumo un porro, me sereno, me la pienso bien… y digo: Menuda gilipollez».