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—¡Detente! —gritó la mujer detrás del volante del auto.

Beverly no se detuvo. Continuaba golpeando con fuerza.

—Gasté mucho dinero en ese bastón —le dijo la mujer a Raymie—. Haz que se detenga.

—¿Yo? —preguntó Raymie.

—Sí, tú —dijo la mujer—. ¿Quién más está ahí además de ti? Quítale el bastón.

La mujer tenía sombras verdes en sus párpados y pestañas postizas largas y además mucho rubor en sus mejillas. Pero debajo del rubor y las sombras y las pestañas postizas, tenía un aire muy familiar. Se veía como Beverly Tapinski, pero mayor. Y más enojada. Si es que eso era posible.

—¿Por qué yo tengo que hacerlo todo? —dijo la mujer.

Éste era el tipo de pregunta que no tenía respuesta, como el tipo de preguntas que al parecer a los adultos les encanta.

Antes de que Raymie pudiera formular algún tipo de respuesta, la mujer ya había descendido del auto y había tomado el bastón de Beverly y lo jalaba mientras Beverly lo jalaba también.

Se levantó más polvo.

—Suéltalo —dijo Beverly.

—Tú suéltalo —dijo la mujer, que seguro era la mamá de Beverly, aunque en realidad no se comportaba como una mamá.

—¡Ya basta, déjense de tonterías, de inmediato!

Esta orden fue proferida por Ida Nee, quien había aparecido de la nada y que estaba de pie frente a ellas con sus botas blancas brillando y su bastón extendido frente a ella como una espada. Parecía un ángel vengador de una historieta del catecismo.

Beverly y la mujer dejaron de pelear.

—¿Qué está pasando aquí, Rhonda? —preguntó Ida Nee.

—Nada —dijo la mujer.

—¿Qué no puedes controlar a tu hija? —dijo Ida Nee.

—Ella empezó —dijo Beverly.

—Fuera de aquí, ustedes dos —dijo Ida Nee. Señaló el auto con su bastón—. Y no vuelvan hasta que puedan comportarse apropiadamente. Deberías estar avergonzada de ti misma, Rhonda, una malabarista campeona como tú.

Beverly subió al asiento trasero del auto, y su mamá subió al frente. Ambas azotaron sus puertas al mismo tiempo.

—Nos vemos mañana —dijo Raymie mientras el auto avanzaba.

—¡Ja! —dijo Beverly—. Nunca volverás a verme.

Por algún motivo, esas palabras se sintieron como un golpe en el estómago. Se sintieron como alguien deslizándose por un pasillo en medio de la noche, zapatos en mano, partiendo sin decir adiós.

Raymie le dio la espalda al auto y miró a Ida Nee, quien sacudió la cabeza, caminó pasando a Raymie y se dirigió hacia su oficina de malabarismo de bastón (que en realidad sólo era un garaje) y cerró la puerta.

El alma de Raymie no era una casa de campaña. Ni siquiera era un guijarro.

Al parecer, su alma había desaparecido por completo.

Después de un largo rato, o lo que se sintió como un largo rato, la mamá de Raymie llegó.

—¿Cómo estuvo la clase? —preguntó su mamá.

—Complicada —dijo Raymie.

—Todo es complicado —dijo su mamá—. Ni siquiera puedo imaginar por qué deseas aprender malabarismo de bastón. El verano pasado fueron las clases de salvamento. Éste, malabarismo. Nada de esto tiene sentido para mí.

Raymie miró el bastón sobre su regazo. Tengo un plan, quería decir. Y hacer malabarismo de bastón es parte del plan. Cerró los ojos e imaginó a su papá en un gabinete de cafetería, sentado frente a Lee Ann Dickerson.

Imaginó a su papá abriendo el periódico y descubriendo que ella era Pequeña Señorita Neumáticos de Florida. ¿No estaría impresionado? ¿No querría volver a casa de inmediato? ¿Y Lee Ann Dickerson no estaría impactada y celosa?

—¿Qué pudo haber visto tu papá en esa mujer? —dijo la mamá de Raymie, casi como si supiera lo que Raymie estaba pensando—. ¿Qué pudo haber visto en ella?

Raymie agregó esta pregunta a la lista de preguntas imposibles e incontestables que los adultos solían formularle.

Pensó en el señor Staphopoulos, su entrenador de salvamento del verano anterior. No era el tipo de hombre que hiciera preguntas que no tenían respuesta.

El señor Staphopoulos hacía una sola pregunta: ¿Vas a solucionar problemas o a ocasionarlos?

Y la respuesta era obvia.

Debías solucionarlos.

El verano de Raymie Nightingale

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