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DIEZ

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El señor Staphopoulos tenía pelo en los dedos de los pies y vello a lo largo de toda su espalda. Se colgaba un silbato plateado alrededor del cuello. Raymie creía que nunca se lo quitaba.

El señor Staphopoulos era muy apasionado en lo concerniente a que la gente no se ahogara.

—¡La tierra viene después, señores! —eso era lo que el señor Staphopoulos decía a sus estudiantes de Salvamento 101—. El mundo está hecho de agua, y ahogarse es un peligro siempre presente. Debemos ayudarnos unos a otros. Seamos solucionadores de problemas.

Entonces el señor Staphopoulos haría sonar su silbato, lanzaría a Edgar al agua, y comenzaría la clase de salvamento.

Edgar era el maniquí que simulaba ahogarse. Medía como tres metros. Estaba vestido con jeans y una camisa a cuadros. Tenía botones en vez de ojos, y su sonrisa estaba dibujada con marcador permanente rojo. Estaba relleno de algodón que nunca terminaba de secarse, y en las manos y pies y estómago tenía cosidas piedras para que se hundiera. Olía a moho: una especie de olor dulzón y triste.

El señor Staphopoulos hizo a Edgar. Lo había diseñado para que se ahogara.

Parecía un motivo extraño por el cual ser llamado al mundo: ahogarse, ser rescatado, ahogarse otra vez.

También era extraño para Raymie que Edgar estuviera condenado a sonreír durante todo el proceso.

Si ella hubiera hecho a Edgar le habría puesto una expresión de mayor perplejidad en el rostro.

De cualquier manera, tanto Edgar como el señor Staphopoulos ya no estaban. Se habían mudado a Carolina del Norte al final del verano anterior.

Raymie los había visto en el estacionamiento del supermercado Tag & Bag el día que se fueron. Todas las pertenencias del señor Staphopoulos estaban empacadas en su camioneta, e incluso llevaba algunas cosas sujetas al toldo. Edgar iba sentado en el asiento trasero, mirando directo al frente. Por supuesto, estaba sonriendo. El señor Staphopoulos abordaba el coche. Raymie lo llamó:

—Adiós, señor Staphopoulos.

—Raymie —respondió él, y se dio la vuelta—. Raymie Clarke —cerró la puerta de su camioneta y caminó hacia ella. Puso la mano sobre la cabeza de Raymie.

Hacía calor en el estacionamiento de Tag & Bag. Había gaviotas revoloteando y graznando, y la mano del señor Staphopoulos se sentía pesada y ligera al mismo tiempo.

El señor Staphopoulos vestía unos pantalones color caqui y sandalias. Raymie veía los pelos en sus pies. El silbato estaba colgado alrededor de su cuello y el sol se reflejaba en él y hacía que se viera como un pequeño círculo de luz. Parecía como si algo en medio del pecho del señor Staphopoulos estuviera en llamas.

El sol hacía destellar los carritos de súper abandonados y los volvía mágicos, hermosos. Todo relucía. Las gaviotas graznaban. Raymie pensó que algo maravilloso estaba a punto de suceder.

Pero no sucedió nada, excepto que el señor Staphopoulos dejó la mano sobre su cabeza por lo que pareció ser un largo tiempo, y luego la levantó, le dio un apretón en el hombro y dijo:

—Adiós, Raymie.

Sólo eso.

—Adiós, Raymie.

¿Por qué esas palabras eran tan importantes?

Raymie no lo sabía.

El verano de Raymie Nightingale

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