Читать книгу Los números de la vida - Kit Yates - Страница 10
Introducción Casi todo
ОглавлениеA mi hijo de cuatro años le encanta jugar en el jardín. Su actividad favorita es desenterrar e inspeccionar bichos, especialmente caracoles. Si tiene suficiente paciencia para esperar, tras la conmoción inicial de verse desarraigados, estos emergen con cautela de la seguridad de sus conchas y empiezan a deslizarse sobre sus manitas dejando un viscoso rastro de mucosidad tras de sí. A la larga, cuando se cansa, se deshace de ellos echándolos, no sin cierta crueldad, en el montón de compost o en la pila de leña que hay detrás del cobertizo.
A finales del mes de septiembre pasado, después de una sesión particularmente intensa en la que desenterró y desechó cinco o seis especímenes de gran tamaño, se acercó a mí mientras yo cortaba leña para el fuego y me preguntó: «Papi, ¿cuántos caracoles hay en el jardín?»; una pregunta engañosamente simple para la que yo no tenía una buena respuesta. Podía haber cien, o podía haber mil; y para ser sincero, él tampoco habría comprendido la diferencia. Sin embargo, su pregunta despertó mi curiosidad. ¿Cómo podíamos resolver juntos ese problema?
Decidimos realizar un experimento. El fin de semana siguiente, el sábado por la mañana salimos a buscar caracoles. Al cabo de diez minutos habíamos reunido un total de 23 de aquellos gasterópodos. Saqué el rotulador permanente que llevaba en el bolsillo de atrás y procedí a dibujar una crucecita en la concha de cada uno de ellos. Una vez que estuvieron todos marcados, volcamos el cubo y los soltamos de nuevo en el jardín.
Una semana después repetimos la operación. Esta vez, nuestros diez minutos de búsqueda nos reportaron solo un total de 18 caracoles. Al inspeccionarlos de cerca, descubrimos que tres de ellos tenían la cruz en la concha, mientras que los otros 15 no llevaban marca alguna. Era la única información que necesitábamos para hacer el cálculo.
La idea es la siguiente: la cantidad de caracoles que capturamos el primer día, 23, representa una determinada proporción de la población total del jardín, que es lo que queremos averiguar. Si podemos calcular esa proporción, podremos aplicarla al número de caracoles que capturamos para encontrar la población total del jardín. De modo que utilizamos una segunda muestra (la que recogimos el sábado siguiente). La proporción de individuos marcados en esta muestra, 3/18, debería ser representativa de la proporción de todo el conjunto de individuos marcados con respecto al total del jardín. Simplificando esta proporción, resulta que los caracoles marcados representan uno de cada seis individuos de la población total (puedes verlo ilustrado en la Figura 1). Por lo tanto, multiplicando por seis el número de individuos marcados capturados el primer día, 23, obtenemos una estimación del número total de caracoles que hay en el jardín: 138.
Después de terminar este cálculo mental, me volví hacia mi hijo, que había estado «cuidando» de los caracoles que habíamos recogido. ¿Y cuál fue su reacción cuando le dije que teníamos aproximadamente 138 caracoles viviendo en nuestro jardín? «Papi —me respondió, observando los fragmentos de concha que todavía tenía enganchados en los dedos—, lo he muerto.» Vale, que sean 137.
Figura 1. La proporción (3:18) entre el número de caracoles recapturados (marcados con V) y el número total de los capturados el segundo día (marcados con ) debería ser igual a la proporción (23:138) entre el número de caracoles capturados el primer día (marcados con Î) y el número total de los que hay en el jardín (marcados y sin marcar).
Este sencillo método matemático, conocido como capturarecaptura, o marcaje y recaptura, proviene de la ecología, que lo emplea para estimar el tamaño de las poblaciones de animales. Puedes probar a usar esta técnica tomando dos muestras independientes y comparando la coincidencia entre ellas. Quizá quieras calcular la cantidad de números que se vendieron para la rifa celebrada en la feria local, o hacer una estimación de la asistencia a un partido de fútbol utilizando las matrices de las entradas en lugar de tener que realizar un arduo recuento de los espectadores.
El método de captura-recaptura también se emplea en proyectos científicos serios. Por ejemplo, puede proporcionar información vital sobre las fluctuaciones del número de ejemplares de una especie en peligro de extinción. Si se utiliza para realizar una estimación del número de peces que hay en un lago,1 podría ayudar a las autoridades a determinar cuántos permisos de pesca pueden emitir. La eficacia de esta técnica es tan grande que su uso se ha extendido más allá del marco de la ecología para proporcionar estimaciones precisas sobre toda clase de cosas, desde el número de drogadictos2 en una población hasta el número de muertos en la guerra de Kosovo.3 Tal es el poder pragmático que pueden llegar a ejercer las ideas matemáticas más sencillas. Este tipo de conceptos son los que exploraremos a lo largo del presente volumen, y los que yo utilizo habitualmente en mi trabajo diario como biólogo matemático.
Cuando le digo a la gente que soy biólogo matemático, la reacción que obtengo suele ser un gesto cortés de asentimiento con la cabeza acompañado de un incómodo silencio, como si estuviera a punto de ponerles a prueba para ver si recuerdan la fórmula cuadrática o el teorema de Pitágoras. Pero, más que amedrentarse simplemente, a la gente sobre todo le cuesta entender cómo una disciplina como las matemáticas, que perciben como abstracta, pura y etérea, puede tener algo que ver con otra como la biología, que generalmente se considera práctica, sucia y pragmática. Esta dicotomía artificial a menudo ya se puede encontrar en la escuela: si te gustaba la ciencia, pero no el álgebra, hacían que te decantaras por las ciencias de la vida; si, como yo, disfrutabas de la ciencia, pero no te gustaba cortar cosas muertas (una vez me desmayé al comienzo de una clase de disección al entrar en el laboratorio y ver una cabeza de pescado sentada en mi sitio), te encaminaban hacia las ciencias físicas. Pero ambas nunca se encontraban.
Eso fue lo que me ocurrió a mí. En los últimos cursos de secundaria renuncié a la biología e hice las pruebas de acceso para cursar matemáticas, matemáticas avanzadas, física y química. Al llegar a la universidad tuve que ser aún más selectivo con mis asignaturas, y me entristeció tener que dejar atrás para siempre la biología, una disciplina que en mi opinión tenía un poder increíble para mejorar la vida. Me entusiasmaba enormemente la oportunidad de sumergirme en el mundo de las matemáticas, pero no podía por menos que sentir cierta inquietud al pensar que estaba optando por una disciplina que parecía tener muy pocas aplicaciones prácticas. No podría haber estado más equivocado.
Mientras me abría paso con esfuerzo a través de las matemáticas puras que nos enseñaban en la universidad, memorizando la prueba del teorema del valor intermedio o la definición de espacio vectorial, disfrutaba sobremanera de los cursos de matemáticas aplicadas. Escuché a los profesores explicar las fórmulas que utilizan los ingenieros para construir puentes que no resuenen ni se derrumben con el viento, o para diseñar alas que garanticen que los aviones no se caigan del cielo. Aprendí la mecánica cuántica que emplean los físicos para comprender los extraños sucesos que acontecen a escala subatómica y la teoría de la relatividad especial que explora las extrañas consecuencias de la invariancia de la velocidad de la luz. Asistí a cursos en los que se explicaba cómo utilizamos las matemáticas en disciplinas como la química, las finanzas y la economía. Leí acerca de cómo las empleamos en el ámbito deportivo para mejorar el rendimiento de nuestros mejores atletas, y en el cine para crear imágenes generadas por ordenador de escenas que no podrían existir en la vida real. En resumidas cuentas, aprendí que las matemáticas se pueden emplear para describirlo casi todo.
En el tercer año de carrera tuve la suerte de asistir a un curso de biología matemática. El profesor era Philip Maini, un catedrático norirlandés de unos cuarenta y tantos años y una atractiva personalidad. No solo era la figura preeminente de su campo (más tarde sería elegido miembro de pleno derecho de la Royal Society de Londres), sino que además resultaba evidente que era un enamorado de su disciplina, y su entusiasmo se contagiaba a todos los estudiantes que asistían a su clase.
Aparte de la biología matemática en sí, Philip me enseñó sobre todo que los matemáticos son seres humanos con sentimientos, y no autómatas unidimensionales, como a menudo se los retrata. En palabras del matemático húngaro y especialista en teoría de la probabilidad Alfréd Rényi, un matemático es algo más que «una máquina de convertir café en teoremas». Cierto día en que estaba sentado en el despacho de Philip aguardando el comienzo de una entrevista para un doctorado, vi, enmarcadas en las paredes, las numerosas cartas de rechazo que había recibido de varios clubes de la Premier League a los que había solicitado en broma puestos directivos vacantes. Al final terminamos hablando más de fútbol que de matemáticas.
De manera crucial, en ese punto de mis estudios académicos Philip me ayudó a reconciliarme por completo con la biología. Durante el doctorado, que realicé bajo su supervisión, trabajé en toda clase de cosas, desde descubrir cómo se forman las plagas de langostas y cómo detenerlas, hasta predecir la compleja coreografía que constituye el desarrollo del embrión de los mamíferos y las devastadoras consecuencias que se producen cuando sus pasos dejan de sincronizarse. Construí modelos teóricos para explicar cómo los huevos de las aves forman sus hermosos patrones de pigmentación y escribí algoritmos para rastrear el movimiento de las bacterias que nadan libremente en un medio acuoso. Elaboré simulaciones de cómo los parásitos eluden nuestro sistema inmunitario y cómo se propaga una enfermedad mortal en una población. El trabajo que inicié durante mi doctorado sería la base sobre la que se fundamentaría toda mi carrera. Todavía sigo trabajando en estas fascinantes áreas de la biología y en otras, con mis propios estudiantes de doctorado, en mi puesto actual como profesor adjunto a la cátedra de Matemáticas Aplicadas de la Universidad de Bath.
Como especialista en matemáticas aplicadas, para mí las matemáticas son, ante todo, una herramienta práctica para dar sentido a nuestro complejo mundo. La elaboración de modelos matemáticos puede darnos ventaja en situaciones cotidianas y no requiere escribir cientos de tediosas ecuaciones o líneas de código de ordenador. En su forma más básica, las matemáticas se reducen a patrones. Cada vez que contemplamos el mundo construimos nuestro propio modelo de los patrones que observamos. Si detectamos un motivo en las ramas fractales de un árbol o en la múltiple simetría de un copo de nieve, lo que vemos son matemáticas. Cuando dejamos que nuestros pies se muevan al compás de una pieza musical, o cuando nuestra voz reverbera y resuena al cantar en la ducha, lo que oímos son matemáticas. Si lanzamos una vaselina al fondo de la red o atrapamos una pelota de críquet en su trayectoria parabólica, lo que hacemos son matemáticas. Con cada nueva experiencia, cada información sensorial, los modelos que hemos creado de nuestro entorno se refinan, se reconfiguran y se hacen cada vez más detallados y complejos. Construir modelos matemáticos, diseñados para captar nuestra intrincada realidad, es la mejor manera que tenemos de dar sentido a las reglas que gobiernan el mundo que nos rodea.
Creo que los modelos más simples e importantes son las historias y analogías. La clave para ilustrar la influencia de la corriente invisible que discurre en lo más profundo de las matemáticas es demostrar sus efectos en la vida de la gente: de lo extraordinario a lo cotidiano. Si miramos a través de la lente correcta, podemos empezar a descifrar las reglas matemáticas ocultas que subyacen a nuestras experiencias más corrientes.
En los siete capítulos del presente volumen exploraremos las historias reales de una serie de eventos de trascendental importancia en los que la aplicación (o el mal uso) de las matemáticas ha desempeñado un papel clave: pacientes lisiados por culpa de genes defectuosos y empresarios en bancarrota por culpa de algoritmos no menos defectuosos; víctimas inocentes de errores judiciales y víctimas involuntarias de fallos técnicos de software. Leeremos las historias de inversores que han perdido su fortuna y de padres que han perdido a sus hijos, en ambos casos debido a malentendidos matemáticos. Lidiaremos con dilemas éticos que van desde el cribado en medicina hasta los subterfugios estadísticos, y examinaremos cuestiones sociales pertinentes como los referendos políticos, la prevención de las enfermedades, la justicia penal y la inteligencia artificial. En este libro veremos que las matemáticas tienen algo profundo o significativo que decir sobre todos estos temas, y muchos otros.
En lugar de limitarme a señalar aquellos lugares en los que las matemáticas podrían hacer acto de presencia, a lo largo de estas páginas te proporcionaré un conjunto de sencillas reglas y herramientas matemáticas que pueden servirte de ayuda en los diversos aspectos de tu vida cotidiana, desde obtener el mejor asiento en el tren hasta mantener la calma cuando el médico te informa de un resultado inesperado en una prueba. Sugeriré formas sencillas de evitar cometer errores numéricos, y nos ensuciaremos las manos de tinta de periódico desentrañando las cifras que se ocultan detrás de los titulares. También conoceremos de cerca las matemáticas que subyacen a la genética del consumidor, y observaremos las matemáticas en acción perfilando los pasos que podemos dar para ayudar a detener la propagación de una enfermedad mortal.
Como con un poco de suerte ya habrás deducido, este no es un libro de matemáticas. Tampoco es un libro para matemáticos. En estas páginas no encontrarás ni una sola ecuación. El objetivo del libro no es hacerte recordar las lecciones de matemáticas de la escuela que quizá ya hace años que olvidaste; al contrario: si alguna vez alguien te ha marginado y te ha hecho creer que no puedes participar del mundo matemático o que las matemáticas no son lo tuyo, considera este libro como una emancipación.
Creo sinceramente que las matemáticas son para todo el mundo, y que todos podemos apreciar las hermosas fórmulas que subyacen en el corazón de los complejos fenómenos que experimentamos a diario. Como veremos en los próximos capítulos, son matemáticas las falsas alarmas que suenan en nuestra mente y la falsa confianza que nos ayuda a dormir por las noches; las historias que nos invaden en las redes sociales y los memes que se difunden a través de ellas. Son matemáticas los resquicios legales y el remedio para subsanarlos; la tecnología que salva vidas y los errores que las ponen en riesgo; el brote de una enfermedad mortal y las estrategias para controlarla. Representan nuestra mejor esperanza de responder a las cuestiones fundamentales sobre los enigmas del cosmos y los misterios de nuestra propia especie. Nos llevan por los innumerables caminos de nuestras vidas, y nos acechan, justo detrás del velo, para observarnos mientras exhalamos nuestro último aliento.