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Cuando envejeces el tiempo vuela
Оглавление¿Recuerdas cuando, de pequeño, las vacaciones de verano parecían durar una eternidad? A mis hijos, que tienen cuatro y seis años, la espera entre dos Navidades consecutivas les parece un período de tiempo inconcebible. En cambio para mí, a medida que me voy haciendo mayor, el tiempo parece transcurrir a un ritmo alarmante, en el que los días se transforman en semanas y estas en meses, para desaparecer todo finalmente en el sumidero sin fondo del pasado. Cuando hablo con mis padres, ya septuagenarios —cosa que hago una vez a la semana—, siempre me da la impresión de que apenas tienen tiempo de atender mi llamada por lo ocupados que están con las otras actividades que conforman su apretada agenda. Sin embargo, cuando les pregunto qué han hecho esa semana, a menudo me parece que sus incesantes tribulaciones apenas podrían suponer para mí el trabajo de una jornada. Pero ¿qué sé yo de limitaciones de tiempo?: solo tengo dos hijos, un empleo a tiempo completo y un libro que escribir...
Debo recordar, no obstante, que no tengo que ser demasiado cáustico con mis padres, ya que parece que el tiempo percibido realmente transcurre más deprisa conforme envejecemos, alimentando nuestra creciente sensación de ir sobrecargados por falta de tiempo.26 En un experimento realizado en 1996, se pidió a un grupo de jóvenes (de 19 a 24 años) y a otro de personas mayores (de 60 a 80) que contaran mentalmente tres minutos. Como media, el grupo más joven rozó la perfección contando tres minutos y tres segundos de tiempo real, mientras que el grupo de más edad no detuvo la cuenta hasta alcanzar la asombrosa media de tres minutos y 40 segundos.27 En otros experimentos similares, se pidió a los participantes que estimaran la duración de un período de tiempo fijo durante el cual habían estado realizando una tarea.28 Los participantes mayores dieron constantemente estimaciones más bajas que los más jóvenes sobre la duración del tiempo transcurrido. Por ejemplo, cuando habían transcurrido dos minutos de tiempo real, los participantes del grupo de más edad contaban mentalmente una media de menos de 50 segundos, lo que les llevaba invariablemente a preguntarse adónde habían ido a parar el minuto y diez segundos restantes.
Esta aceleración de nuestra percepción del paso del tiempo tiene poco que ver con el hecho de haber dejado atrás los despreocupados días de juventud y tener que llenar nuestra agenda con las responsabilidades propias de los adultos. De hecho, existen diversas ideas contrapuestas que tratan de explicar por qué, a medida que envejecemos, nuestra percepción del tiempo se acelera. Una teoría lo relaciona con el hecho de que nuestro metabolismo se ralentiza al envejecer en la misma medida en que lo hacen el ritmo cardíaco y la respiración.29 Como un cronómetro que se programara para funcionar con mayor rapidez, las versiones juveniles de estos «relojes biológicos» corren más deprisa. En un período de tiempo fijo, esos metrónomos biológicos experimentan un número mayor de pulsos (respiraciones o latidos cardíacos, por ejemplo), provocando la sensación de que ha transcurrido un período de tiempo más largo.
Otra teoría que rivaliza con la anterior sugiere que nuestra percepción del paso del tiempo depende de la cantidad de nueva información perceptual que recibimos de nuestro entorno.30 Cuantos más estímulos novedosos hay, más tarda nuestro cerebro en procesar la información; y el correspondiente período de tiempo parece —al menos retrospectivamente— haber durado más. Este argumento podría explicar el hecho de que experimentemos «a cámara lenta» los acontecimientos que se desarrollan en los momentos inmediatamente anteriores a un accidente. En estos escenarios, la situación resulta tan poco familiar para la víctima del accidente que la cantidad de información perceptual novedosa resulta consecuentemente enorme. Así, es posible que, lejos de que el tiempo se ralentice realmente durante el suceso, nuestro recuerdo de los acontecimientos se desacelera al rememorarlos en retrospectiva, dado que el cerebro registra recuerdos mucho más detallados basándose en la avalancha de datos que recibe. Diversos experimentos realizados con sujetos que experimentaban la sensación —nada familiar— de estar en caída libre han demostrado que, en efecto, es eso lo que ocurre.31
Esta teoría encaja muy bien con la aceleración del tiempo percibido. Al envejecer, tendemos a familiarizarnos más con nuestro entorno y con las experiencias de la vida en general. Los desplazamientos cotidianos, que inicialmente pudieron parecernos viajes largos y desafiantes, llenos de nuevas visiones y posibilidades de equivocarnos, ahora transcurren en un abrir y cerrar de ojos mientras recorremos sus familiares trayectos en piloto automático.
No ocurre así con los niños. Sus mundos suelen ser lugares sorprendentes llenos de experiencias desconocidas. Los jóvenes están reconfigurando constantemente sus modelos del mundo que los rodea, lo que requiere un esfuerzo mental y parece hacer que sus relojes de arena discurran más lentamente que los de los adultos, atados a la rutina. Cuanto más familiarizados estemos con las actividades rutinarias de la vida cotidiana, más rápido percibiremos que pasa el tiempo; y, en general, al envejecer esa familiaridad aumenta. Esta teoría sugiere, pues, que, para hacer que nuestro tiempo dure más, deberíamos llenar nuestra vida de experiencias nuevas y variadas, evitando las rutinas cotidianas que socavan nuestra percepción temporal.
No obstante, ninguna de las ideas anteriores logra explicar el ritmo casi perfectamente regular al que parece acelerarse nuestra percepción del tiempo. El hecho de que la duración de un período de tiempo determinado parezca reducirse de manera constante a medida que envejecemos sugiere la presencia de una «escala exponencial» de tiempo. Habitualmente empleamos escalas exponenciales, en lugar de las escalas lineales tradicionales, al medir cantidades que varían en un amplio rango de valores distintos. Los ejemplos más conocidos son las escalas que se emplean para medir ondas de energía como el sonido (que se mide en decibelios) o la actividad sísmica. En la escala exponencial de Richter (que mide los terremotos), el paso de la magnitud 10 a la 11, por ejemplo, corresponde a un incremento de 10 veces del movimiento del suelo, en lugar de un mero aumento del 10 % como correspondería a una escala lineal. De ese modo, en un extremo la escala de Richter logró captar el temblor de bajo nivel que se sintió en la Ciudad de México en junio de 2018, cuando los aficionados mexicanos al fútbol celebraron el gol contra Alemania en la Copa del Mundo. Y en el otro extremo, la escala registró el terremoto producido en 1960 en Valdivia, Chile; el seísmo, de magnitud 9,6, liberó la energía equivalente a más de un cuarto de millón de bombas atómicas como la de Hiroshima.
Si la duración de un período de tiempo se juzga en proporción al tiempo que llevamos vivos, entonces tiene sentido pensar en un modelo exponencial del tiempo percibido. A los 34 años de edad, un año representa algo menos del 3% de mi vida; a esa edad mis cumpleaños parecen sucederse demasiado deprisa. Pero para un niño de diez años, esperar el 10 % de su vida para volver a recibir regalos requiere casi la paciencia de un santo. Para mi hijo de cuatro años, la idea de tener que esperar una cuarta parte de su vida hasta volver a ser el cumpleañero resulta casi intolerable. Según este modelo exponencial, el aumento de edad proporcional que experimenta un niño de cuatro años hasta su siguiente cumpleaños equivaldría al que experimenta un adulto de 40 años hasta que cumple los 50. Cuando se examina desde esta perspectiva relativa, tiene sentido que el tiempo parezca acelerarse a medida que envejecemos.
No es raro que dividamos nuestra vida en décadas —la despreocupada veintena, la seriedad de la treintena, etc.—, y ello parece sugerir que cada período debe tener el mismo peso. Sin embargo, si el tiempo realmente parece acelerarse exponencialmente, podría darnos la sensación de que diferentes capítulos de nuestra vida que abarcan períodos de tiempo distintos en realidad tienen la misma duración. Según el modelo exponencial, las edades de 5 a 10, de 10 a 20, de 20 a 40 e incluso de 40 a 80 podrían parecernos igualmente largas (o cortas). No es para que corramos a garabatear frenéticamente listas de cosas que hemos de hacer antes de morir, pero según este modelo el período de 40 años que transcurre entre los 40 y los 80 de edad, que abarca gran parte de la madurez y la vejez, podría pasarnos tan deprisa como los cinco años transcurridos entre nuestro quinto y décimo cumpleaños.
Si es así, para las jubiladas Fox y Chalmers, encarceladas por ser las iniciadoras del esquema piramidal Give and Take, debería suponer un cierto alivio el hecho de que la rutina de la vida en prisión, o simplemente el paso exponencialmente creciente del tiempo percibido, posiblemente haga que en la práctica su condena parezca transcurrir muy deprisa.
En total, nueve mujeres fueron condenadas por su participación en el esquema. Aunque algunas de ellas se vieron obligadas a devolver parte del dinero que ganaron mientras funcionó el plan, en realidad se recuperó muy poco de los millones de libras que se invirtieron en total. Nada de ese dinero llegó a los defraudados inversores del esquema: las incautas víctimas que lo perdieron todo porque subestimaron el poder del crecimiento exponencial.
Desde la explosión de un reactor nuclear hasta la de la población humana, y desde la propagación de un virus hasta la de una campaña de marketing viral, el crecimiento y el decaimiento exponenciales pueden desempeñar un papel invisible, pero a menudo crucial, en la vida de la gente corriente, como tú o como yo. La explotación del comportamiento exponencial ha generado disciplinas científicas que pueden condenar a delincuentes y otras capaces, literalmente, de destruir mundos. No pensar en términos exponenciales implica que nuestras decisiones, como las reacciones nucleares en cadena no controladas, pueden tener consecuencias inesperadas y exponencialmente de gran alcance. Entre otras innovaciones, el ritmo exponencial de los avances tecnológicos se ha acelerado en la era de la medicina personalizada, en la que cualquiera puede hacer secuenciar su ADN por una suma relativamente modesta. Esta revolución genómica tiene el potencial de proporcionar una visión inédita de nuestros propios rasgos de salud; pero solo, como veremos en el próximo capítulo, si las matemáticas que subyacen a la medicina moderna logran seguirle el ritmo.