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La destructora de mundos

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El crecimiento exponencial es vital para la rápida expansión del número de células necesarias para la creación de una nueva vida. Sin embargo, también fue el asombroso y terrible poder del crecimiento exponencial el que llevó al físico nuclear J. Robert Oppenheimer a proclamar: «Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos». En este caso no se trataba del crecimiento de células, ni siquiera de organismos individuales, sino de la energía generada por la escisión de núcleos atómicos.

Durante la segunda guerra mundial, Oppenheimer dirigió el laboratorio de Los Álamos que fue la sede del Proyecto Manhattan, cuyo objetivo era desarrollar la bomba atómica. El proceso de escisión del núcleo de un átomo pesado (un conjunto de protones y neutrones fuertemente unidos) en varias de sus partes integrantes más pequeñas había sido descubierto por los químicos alemanes en 1938. Recibió el nombre de «fisión nuclear» por analogía con la fisión binaria, o bipartición, de una célula viva en dos, como ya hemos visto que ocurre, con resultados espectaculares, en el embrión en desarrollo. Se descubrió que la fisión se produce de forma natural, como ocurre en la desintegración radiactiva de los isótopos químicos inestables, pero también puede inducirse artificialmente bombardeando el núcleo de un átomo con partículas subatómicas para provocar lo que se denomina una «reacción nuclear». En cualquiera de los dos casos, la escisión del núcleo en otros dos núcleos más pequeños, o «productos de fisión», iba acompañada de la liberación de una gran cantidad de energía en forma de radiación electromagnética, además de la energía asociada al movimiento de los propios productos de fisión. Pronto se descubrió asimismo que esos productos de fisión en movimiento generados por una primera reacción nuclear podían usarse para impactar a su vez en otros núcleos, escindiendo más átomos y liberando aún más energía: es la denominada «reacción nuclear en cadena». Si cada fisión nuclear producía, por término medio, más de un producto que podía utilizarse para escindir otros átomos, entonces, en teoría, cada fisión podría desencadenar muchas otras nuevas escisiones. Al continuar este proceso, el número de eventos de reacción se incrementaría de forma exponencial, liberando energía a una escala sin precedentes. Si pudiera encontrarse un material que permitiera generar esta desbocada reacción nuclear en cadena, el incremento exponencial de la energía liberada en la breve escala temporal de las reacciones permitiría convertir potencialmente dicho material fisible en un arma.

En abril de 1939, en vísperas del estallido de la guerra en Europa, el físico francés Frédéric Joliot-Curie (yerno de Marie y Pierre Curie, y, como ellos, premio Nobel junto con su esposa) hizo un descubrimiento crucial. En un artículo publicado en la revista Nature expuso la evidencia que demostraba que, tras la fisión causada por un solo neutrón, los átomos del isótopo de uranio U-235 emitían una media de 3,5 neutrones de alta energía (más adelante la cifra se corregiría a 2,5).3 Este era exactamente el material requerido para generar una cadena exponencial de reacciones nucleares. Había empezado la «carrera por la bomba».

Con el premio Nobel Werner Heisenberg y otros célebres físicos alemanes trabajando en el proyecto de bomba paralelo de los nazis, Oppenheimer era consciente de que su trabajo en Los Álamos era un auténtico reto. Su principal problema era cómo crear las condiciones que posibilitaran una reacción nuclear en cadena de crecimiento exponencial capaz de provocar la liberación casi instantánea de la enorme cantidad de energía que requería una bomba atómica. Para producir una reacción en cadena autosostenida que fuera lo bastante rápida, tenía que asegurarse de que, del total de neutrones emitidos por un átomo de U-235 al fisionarse, hubiera una cantidad suficiente que fuera reabsorbida por los núcleos de otros átomos de U-235, haciendo que estos se escindieran a su vez. Descubrió que, en el uranio en estado natural, la mayor parte de los neutrones emitidos son absorbidos por átomos de U-238 (el otro isótopo significativo constitutivo de este elemento, que representa el 99,3 % del uranio natural),4 lo que significa que cualquier reacción en cadena se extingue exponencialmente en lugar de crecer. Para producir una reacción en cadena de crecimiento exponencial, Oppenheimer necesitaba refinar un U-235 extremadamente puro eliminando la mayor cantidad posible de U-238 del mineral.

Estas consideraciones dieron lugar al concepto de la denominada masa crítica de material fisible. La masa crítica de uranio es la cantidad de material necesaria para generar una reacción nuclear en cadena autosostenida. Esta depende de diversos factores. Probablemente el más importante es la pureza del U-235: aun con un 20 % de este isótopo (en comparación con el 0,7 % en estado natural), la masa crítica todavía supera los 400 kg, lo que hace que uno de los elementos esenciales para fabricar una bomba viable sea obtener un elevado nivel de pureza. Pero incluso cuando logró refinar uranio lo suficientemente puro para conseguir una masa supercrítica, Oppenheimer aún tenía que resolver el problema de cómo transportar la bomba. Obviamente, no podía limitarse a empaquetar una masa crítica de uranio en una bomba y confiar en que no explotara: bastaba una mínima desintegración espontánea del material para generar la reacción en cadena e iniciar la explosión exponencial.

Con el espectro de que los nazis se les adelantaran en la fabricación de la bomba atómica acechándoles constantemente, Oppenheimer y su equipo tuvieron una idea para el transporte que se apresuraron a desarrollar. Este método —la denominada arma de fisión «de tipo balístico»— implicaba disparar una masa subcrítica de uranio hacia otra utilizando explosivos convencionales a fin de crear una sola masa supercrítica. La reacción en cadena se generaría entonces por un evento de fisión espontánea que emitiría los neutrones iniciales. La separación de las dos masas subcríticas garantizaba que la bomba no detonara hasta el momento oportuno. Los altos niveles alcanzados de enriquecimiento del uranio (alrededor del 80 %) implicaban que solo hacían falta de 20 a 25 kg para alcanzar la masa crítica. Pero Oppenheimer no podía arriesgarse a que el fracaso de su proyecto diera ventaja a sus rivales alemanes, de modo que insistió en emplear cantidades mucho mayores.

Resultó que, para cuando el uranio puro estuvo finalmente listo, la guerra en Europa ya había terminado. Sin embargo, la guerra en el Pacífico se hallaba en pleno apogeo, y Japón no mostraba señales de una posible rendición pese a sus significativas desventajas militares. Juzgando que una invasión terrestre del territorio japonés aumentaría significativamente el número de bajas estadounidenses, ya elevado, el general Leslie Groves, responsable militar del Proyecto Manhattan, firmó la directiva que autorizaba el uso de la bomba atómica en Japón tan pronto como las condiciones climáticas lo permitiesen.

Después de varios días de mal tiempo causado por los coletazos de un tifón, el 6 de agosto de 1945 salió el sol sobre Hiroshima con un limpio cielo azul. A las 7:09 de la mañana se detectó la presencia de un avión estadounidense sobrevolando la ciudad, y las sirenas de alerta de ataque aéreo empezaron a sonar con fuerza. Akiko Takakura era una joven de diecisiete años que recientemente había conseguido un puesto de empleada de banca. Iba de camino al trabajo cuando sonó la sirena, y, como otras personas que también acudían a trabajar, se dirigió a uno de los refugios antiaéreos estratégicamente situados por toda la población.

Las alertas de ataque aéreo no constituían una experiencia infrecuente en Hiroshima: la ciudad era una base militar estratégica que albergaba la sede del Segundo Ejército General de Japón. Pero hasta ese momento se había librado en gran medida de las bombas incendiarias que habían llovió sobre muchas otras ciudades japonesas. Poco sabían Akiko y sus compañeros de refugio que Hiroshima estaba siendo preservada artificialmente de los bombardeos para que los estadounidenses pudieran medir la magnitud de la destrucción causada por su nueva arma.

A las 7:30 sonó la señal que indicaba que había pasado el peligro. El B-29 que sobrevolaba la ciudad resultó no ser nada más siniestro que un avión meteorológico. Cuando Akiko salió de su refugio antiaéreo, junto con muchas de las personas que le acompañaban, suspiró aliviada: aquella mañana no habría ataques aéreos.

Akiko y el resto de ciudadanos de Hiroshima ignoraban que, al tiempo que ellos reanudaban su camino al trabajo, el B-29 informaba por radio de las condiciones climatológicas favorables al Enola Gay, el avión que transportaba la bomba de fisión de tipo balístico conocida como Little Boy. Mientras los niños acudían a la escuela y los trabajadores proseguían con su rutina diaria, dirigiéndose a las fábricas y oficinas, Akiko llegó al banco donde trabajaba, situado en el centro urbano. Se suponía que las mujeres llegaban media hora antes que los hombres a fin de limpiar las oficinas a tiempo para el inicio de la jornada, de modo que a las 8:10 Akiko ya estaba en el edificio, casi vacío, trabajando afanosamente.

A las 8:14, el puente Aioi, con su característica forma de T, apareció en el punto de mira del coronel Paul Tibbets, que pilotaba el Enola Gay. Se liberó la bomba, de 4400 kg de peso, y esta inició su descenso de casi 10 km hacia Hiroshima. Después de unos 45 segundos en caída libre, la bomba se activó a una altura de 600 metros sobre el suelo. Se disparó una masa subcrítica de uranio contra otra, creando una masa supercrítica lista para explotar. Casi al instante, la fisión espontánea de un átomo liberó varios neutrones, y al menos uno de ellos fue absorbido por un átomo de U-235. Este átomo se fisionó a su vez y liberó más neutrones, que a su vez fueron absorbidos por más átomos. El proceso se aceleró rápidamente, lo que provocó una reacción en cadena de crecimiento exponencial y la liberación simultánea de una enorme cantidad de energía.

Mientras limpiaba los escritorios de sus colegas varones, Akiko miró por la ventana y vio un brillante destello blanco, como una tira de magnesio ardiendo. Lo que no podía saber era que el crecimiento exponencial había hecho que la bomba liberara una energía equivalente a 30 millones de cartuchos de dinamita en un instante. La temperatura de la bomba aumentó a varios millones de grados, una temperatura mayor que la de la superficie del Sol. Una décima de segundo después, la radiación ionizante llegó al suelo, causando daños radiológicos devastadores a todas las criaturas vivientes a las que afectó. Un segundo más tarde, una bola de fuego de 300 m de diámetro, con una temperatura de miles de grados centígrados, estalló sobre la ciudad. Los testigos presenciales cuentan que aquel día fue como si hubiera vuelto a salir el sol sobre Hiroshima. Desplazándose a la velocidad del sonido, la onda expansiva arrasó edificios en toda la ciudad, lanzó a Akiko al otro extremo de la sala y la dejó inconsciente. La radiación infrarroja quemó la piel de todos los seres vivos que se vieron expuestos a ella en un radio de varios kilómetros a la redonda. Las personas que se encontraban cerca del hipocentro de la bomba se volatilizaron o quedaron carbonizadas instantáneamente.

Akiko quedó protegida de lo peor de la explosión gracias a que se encontraba dentro del edificio del banco, construido a prueba de terremotos. Cuando recuperó la conciencia, se dirigió a la calle dando traspiés. Al salir descubrió que el cielo azul y despejado de aquella mañana había desaparecido. El segundo sol sobre Hiroshima se había puesto casi tan deprisa como había salido. Las calles estaban oscuras y llenas de polvo y humo. Hasta donde alcanzaba la vista había cuerpos yacentes en el mismo punto donde habían caído. A solo 260 m de distancia, Akiko fue una de las personas más cercanas al hipocentro del impacto de la bomba que sobrevivieron a la terrible explosión exponencial.

Se calcula que la bomba en sí y las tormentas de fuego resultantes que se extendieron por toda la ciudad mataron a unas 70 000 personas, de las que 50 000 eran civiles. La mayoría de los edificios también quedaron completamente destruidos. Las proféticas reflexiones de Oppenheimer se habían hecho realidad. Todavía hoy, la cuestión de la justificación de los bombardeos de Hiroshima y, tres días después, Nagasaki, en el contexto del final de la segunda guerra mundial, sigue siendo objeto de debate.

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