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El embrión exponencial

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Cuando mi esposa estaba embarazada de nuestro primer hijo, ambos nos obsesionamos, como muchos futuros padres primerizos, por tratar de descubrir qué sucedía en el interior de su vientre. Pedimos prestado un monitor cardíaco de ultrasonidos para poder oír los latidos del corazón de nuestro bebé; nos inscribimos en ensayos clínicos para que le hicieran más ecografías de las que le correspondían, y leímos uno tras otro un montón de sitios web que describían lo que le estaba sucediendo a nuestra hija a medida que crecía y hacía vomitar a mi esposa a diario. Entre nuestros «favoritos» figuraban los sitios web del tipo «¿Cuán grande es tu bebé?», en los que se comparaba, para cada semana de gestación, el tamaño de un bebé nonato con una fruta, hortaliza u otro alimento común de las dimensiones apropiadas. En este tipo de sitios se pretende dar consistencia física a los fetos nonatos de los futuros padres con afirmaciones como «Con un peso aproximado de 40 gramos y una estatura aproximada de 9 centímetros, tu angelito tiene más o menos el tamaño de un limón», o «Tu pequeño y precioso nabo ahora pesa unos 140 gramos y mide unos 13 centímetros de largo de la cabeza a los pies».

Pero lo que realmente me sorprendió de las comparaciones de estos sitios web fue la rapidez con la que cambiaba el tamaño de una semana a otra. En la cuarta semana, el bebé tiene aproximadamente las dimensiones de una semilla de amapola, pero en la quinta su tamaño se ha disparado hasta alcanzar el de una semilla de sésamo. Esto representa un aumento de volumen de aproximadamente 16 veces en el curso de una semana.

Pero quizás este rápido incremento de tamaño no debería resultar tan sorprendente. Cuando el espermatozoide fertiliza el óvulo, el cigoto resultante empieza a experimentar varias secuencias sucesivas de división celular (lo que se conoce como segmentación o clivaje) que se traducen en un rápido aumento del número de células del embrión en desarrollo. Primero se divide en dos; ocho horas después estas dos se subdividen en cuatro, y al cabo de ocho horas más las cuatro se convierten en ocho, que pronto se convierten en 16, y así sucesivamente; exactamente igual que ocurre con el número de nuevos inversores en cada nivel del esquema piramidal. Las divisiones posteriores se producen de manera casi sincrónica cada ocho horas. Así pues, el número de células crece en proporción a la cantidad de estas que conforman el embrión en un momento dado: cuantas más células hay, más células nuevas se crean en la siguiente división. En este caso, dado que cada célula crea exactamente una célula hija en cada división, eso significa que el número de células del embrión se multiplica por dos; en otras palabras, el tamaño del embrión se duplica en cada generación.

Durante la gestación humana, el período en el que el embrión crece exponencialmente es —por fortuna— relativamente breve. Si el embrión siguiera creciendo a la misma tasa exponencial durante todo el embarazo, las consiguientes 840 divisiones celulares sincrónicas darían como resultado un superbebé integrado aproximadamente por 10253 células. Para entender qué supondría algo así, piensa que, si cada átomo del universo contuviera en sí mismo una copia de todo nuestro universo entero, el número total de átomos de todos esos universos sería aproximadamente equivalente al número de células del superbebé. Obviamente, la división celular se ralentiza a medida que se coreografían eventos más complejos en la vida del embrión. En realidad, la cantidad media de células que forman un bebé recién nacido se puede aproximar a la cifra relativamente modesta de dos billones. Este número de células podría alcanzarse en menos de 41 eventos de división sincrónica.

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