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CAPÍTULO 1

Atrapada

Quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

Adolfo Bioy Casares, 1948

BOGOTÁ, COLOMBIA

Atrapada

Así me siento y sé que no soy la única. Estoy encerrada en una ecuación vital cuya incógnita no existe. Conozco los términos. Sé la respuesta. La siento en mí. No necesito un motivo, aunque lo tengo. Alcanza con decir que soy la dueña de mi vida y que tengo el poder sobre mi presente y mi destino. Entonces aparece con su ingobernable sinsentido “el amor”, me atraviesa y me lastima. Define mi estado de ánimo y lloro porque después de haber superado momentos terribles, la diferencia irreconciliable parece ser lo único que hoy nos une. Escribo esta columna para todas las mujeres que, como yo, no saben qué hacer con tanto amor que se enfrenta lapidario a un conflicto, a posturas rivales, a una decisión, o debo decir: ¿A dos? En ese caso, ¿esto era todo? ¿Así finaliza una historia de amor, todavía amándose sin límites, solo por un imposible acuerdo? ¿Quién determina lo que debe ser? ¿Acaso ambos tenemos razón? Quiero una tregua. Irme de mí para no necesitar estar con él. Soy la última mamushka, pero la vida secuestró y amarró con una cuerda a la primera. A la grande, a la que protege a las demás. Y una a una, todas ellas, hasta llegar a la que soy, sienten la presión y el encierro; no se puede salir. Un nudo marino lo impide. Y yo estoy aparentemente entera en el aislamiento, pero más rota que nunca en la realidad que supone no ser libre. No puedo juntar mis pedazos porque no tengo la posibilidad de estrellarme contra la nada. ¿Es esta la prisión de los miedos? ¿Son estas las rejas cotidianas de los que sufren…?

Pausa. Manos quietas. Habían regresado las mamushkas a su inspiración.

Detuvo la escritura. Elevó su mirada buscando algo que no estaba allí. El simbolismo la asfixiaba. El poder de sus propias palabras la enredaba entre sus miedos y sus convicciones. Solo la imagen de una puerta cerrada y un candado se le venía encima. La asombró la naturaleza exacta de su inconsciente.

Isabella esbozaba el ensayo de las primeras líneas de su columna de opinión semanal. Su carrera iba en ascenso. Vivir con Matías Zach había sido el paraíso durante tres años. Con veintisiete ella y veintinueve él, se amaban, sin embargo, había llegado el inevitable “pero” que pone en crisis a todas las relaciones importantes en algún momento. El tema había tomado tal magnitud que era el tercero en discordia en la casa. Desde lo dicho y, también, desde el silencio subyacente. Era en las miradas, en las súplicas que no serían y en el encuentro mudo de sus cuerpos que preferían comunicarse sin causa. Hacer el amor era, paradójicamente, el único modo de sentirse cerca, porque allí, entre las sábanas, la razón dormía y dejaba espacio a lo que eran juntos en un escenario tan efímero como profundo. Todavía podían empujar fuera del dormitorio sus diferencias mientras duraba el placer. Aunque cada vez era más intenso el después, porque entonces, el silencio les gritaba la verdad de cada uno, y en sus ecos las posturas peleaban a matar o morir.

En ese contexto, el tono de llamada de su celular le robó su atención.

–Hola, Lucía.

–Hola, Isabella, tengo grandes noticias para ti. Sé que es tarde pero no puedo esperar a mañana –se la oía ansiosa y feliz; tenía la voz de los portadores de buenas noticias. No se había equivocado, su sexto sentido de editora había reconocido el potencial de Isabella desde el principio. Luego, la sensibilidad, entrega y talento de la joven, unidos a la columna de opinión dedicada a las mujeres, con su foto en primera página de la revista, se habían convertido en un éxito que se mezclaba y renacía con más fuerza en un mundo de lectoras que se multiplicaban diariamente. Isabella López Rivera era un estilo en sí misma. Una suerte de marca registrada. Su voz era la de muchas, y de todas sus columnas la titulada “Mamushkas” había sido, sin duda, su consagración. Luego, era inherente a ella llegar al nervio de los temas sobre los que escribía con una sensibilidad universal.

–¿Qué sucede? –preguntó sin demasiado entusiasmo. En ese momento escuchó que Matías había cerrado el grifo de la ducha.

–¡Nueva York!

–¿Nueva York?

–¡Sí!

–¿Por qué estás eufórica? Hasta donde yo sé, tú conoces esa ciudad y no creo que me llames para contarme que viajarás y que yo debo reemplazarte. Eso ya ha sucedido antes –agregó con una sonrisa. Habían logrado cierta confianza luego de compartir tiempo en la revista.

–Recibí una propuesta de trabajo… –comenzó a contarle Lucía.

En un primer momento, Isabella sintió una sensación egoísta. Solo eso le faltaba: cambios en su trabajo, cuando esa era el área que, en ese momento, funcionaba sin incertidumbre ni pesar. No quería más responsabilidades, aunque fueran temporales. De inmediato, quitó de su mente la idea inicial. Ella no era así.

–Dime –continuó–, te escucho.

–Bueno, no acepté.

–¿Entonces? No veo qué es lo que no pudo esperar hasta mañana. No me malinterpretes, aprecio la confianza y tu llamada, pero sigo sin comprender.

–Te he propuesto a ti, y luego de analizar tu trayectoria aceptaron. ¡Esa es la gran noticia! Serías directora editorial de una revista en Nueva York; hablas inglés a la perfección. Se llama To be me, tiene excelente tirada y distribución. Quieren una mujer creativa en el puesto. ¿Qué me dices? –Isabella se había quedado pensando en la traducción To be me o lo que era lo mismo: Ser yo, se parecía bastante a una señal. Siempre la unía a Lucía Juárez un hilo invisible que enlazaba su presente a sus indicaciones laborales. Esa no era una orden, pero ¿qué era? Justo en ese momento, ¿y Matías? ¿Estaba él incluido en el viaje? ¿Por qué pensaba en eso? Ni siquiera sabía si deseaba ir. No conocía la propuesta y su vida estaba a merced de un conflicto sin solución–. ¿Estás allí? –preguntó Lucía.

–Sí, claro, sigo aquí. No vivo mi mejor momento… perdóname. Se han mezclado varias cuestiones en mí.

–Quizá sea esta la respuesta para ordenar un poco el enredo, Bella –dijo con esa sabiduría emblemática que casi siempre definía su discurso. Hacía días que intuía inestabilidad en el ánimo de su protegida–. Hablaremos mañana en mi oficina. A primera hora. Debemos responder esta semana. Es una gran oportunidad para ti. No digas nada todavía.

–Bien. No lo haré porque ahora mismo mi respuesta sería un “no”.

–Justamente por eso te llamé, para que llegues a la conversación con otras opciones. Te conozco.

–Mejor que yo, tal vez –agregó–. Buenas noches.

El tiempo pareció detenerse. Isabella permaneció inmóvil observando el espacio sin fronteras que la habitaba. Necesitaba una señal, una brújula personal que la ubicara en el centro de sus emociones. Un beso en la frente la trajo de regreso.

–No me respondiste –dijo Matías. Evidentemente le había preguntado algo y ella no lo había escuchado. Lo miró, tenía un paquete en sus manos–. ¿Quieres abrir esta sorpresa que tengo para ti?

–Claro –seguía siendo él, dulce y protector. Traía un regalo pequeño, porque lo grande era su amor. Matías se acercaba desde otro lugar.

Isabella tomó el envoltorio rectangular y lo abrió. El impacto visual la llevó de inmediato a su infancia, pero también la enfrentó, con sorprendente claridad, a su vida adulta. Se trataba del ejemplar de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll que había leído y amado cuando era niña. Desteñidos los colores de la portada y amarillentas sus páginas, lo acercó a su nariz y reconoció el olor del pasado. Cerró los ojos por un instante. Viajó en el tiempo y regresó.

–¿Dónde hallaste este libro? –preguntó con curiosidad.

–Yo no lo hice. Fue tu madre. Hoy estuve con ella y lo encontró mientras ordenaba su biblioteca. Me contó cuánto te gustaba de pequeña y entonces quise traerlo a nuestra casa. Fui yo quien lo envolvió –Matías solía ir a la casa de Gina y compartía con ella un café mientras conversaban; él no tenía madre y le encantaba escucharla. Consideraba que era cool, divertida y muy sabia. A Isabella le gustaba que se llevaran tan bien.

–¿Sabes que es considerada una de las mejores novelas del sinsentido? –preguntó haciendo caso omiso al relato doméstico ya que era habitual que él visitara a su madre, otro gesto por el que lo amaba más si eso era posible. Había leído y analizado la obra siendo adulta.

–Lo sé, por su simbología, su aparente locura y sus juegos lógicos –agregó–: Creo que será un texto inspirador para ti.

–¿Por qué?

–Porque es un real “sinsentido” todo lo que dices que nos separa.

–No lo digo yo, lo dicen los hechos. No quiero hablar ahora de eso, pero gracias… me quedo con el libro –no lo dijo, pero pensó en el paralelismo. La novela cuenta la historia de Alicia, una niña que al caer, de forma accidental, por un agujero llega a un peculiar mundo de criaturas con apariencia humana; una obra capaz de conquistar a seres de cualquier edad.

Abrió una página al azar y leyó: “O el pozo era muy profundo, o ella caía muy lentamente, porque mientras descendía le sobraba tiempo para mirar alrededor y preguntarse qué iría a pasar a continuación”. Definitivamente, soy Alicia, pensó.

–Te amo. Vamos a acostarnos. Es tarde –dijo Matías con una sonrisa. Ella accedió.

Sin hablar, sobre la suavidad de la cama, se fundieron en un abrazo silencioso. Ambos eligieron callar. Era mucha información para ponerla en palabras en ese momento.

Las otras verdades

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