Читать книгу Las otras verdades - Laura G. Miranda - Страница 14
ОглавлениеCAPÍTULO 3
Rota
Estoy bien… bien hundida, bien decepcionada, bien vacía, bien harta, bien rota, bien fracasada, bien inestable, bien cansada; definitivamente estoy bien.
Frase atribuida a Frida Kahlo,
México, 1907-1954
BUENOS AIRES
Emilia Grimaldi sentía el peso de ese gris atardecer sobre su espalda. Todo dolía incluso la lluvia que golpeaba su rostro. Gotas tan duras como su realidad se mezclaban con sus lágrimas. Siempre había vivido al servicio de la seguridad que dan los planes. No le gustaban las sorpresas y había tratado de que el futuro no disparara cuestiones imprevisibles sobre su vida… Sin embargo, eso ya no sería posible, el destino había cambiado los ejes de sus certezas y, entonces, sus planes habían fracasado intempestivamente.
Ya nada ocurriría como ella esperaba y debía aceptarlo. La felicidad ya no tenía rostro. El almanaque no tenía fecha y su corazón estaba roto en trozos que rodaban por el camino incierto de su futuro. Los planes y el tiempo eran una falsa premisa, solo un par de muletas que necesitan los seres que pretenden vivir en la tranquilidad de una vida segura, trazada milimétricamente por convicciones y hechos que carecen de garantía a perpetuidad.
Y esa sensación de que no debería estar donde estaba, de que algo se había desordenado en su alma sin hallar su exacto lugar. Ese frío en su corazón, esa lágrima apretada contra su voluntad, y las dudas… siempre las mismas, azotando su capacidad de resistir. Esa noche Emilia debía estar donde ya no podía ir… La vida había empujado sus planes desde un abismo. Todo lo que había sostenido en su mente desde que recordaba había caído al vacío. No sabía cómo dar el siguiente paso. No podía llamarlo, no tenía esa opción. No podía decirle. No habría celebración ni besos ni paraíso que los encontrara en una felicidad que había imaginado de mil modos diferentes.
Unos minutos, quizá menos, habían sido la fracción de tiempo en que había actuado el destino para demostrarle que era capaz de mutilar su vida.
No era posible revertir las consecuencias de esos fatídicos minutos. No podía cambiar lo sucedido, la vida se había vuelto difícil, inundada de ausencia, de interrogantes que tristemente no concluían en unos minutos, ni en horas, ni en días, quizá tampoco en meses. Pensó que no tenía tanto tiempo. Había aprendido a fuerza del golpe recibido que nadie era dueño de la vida que creía y, por eso, había que honrar la posibilidad de vivirla mientras era dada. Aunque ella ya no quería su vida ¿Para qué?
Lloraba lágrimas que, como un desgarro, le quitaban trozos de su corazón roto mientras los recuerdos en su memoria eran la peor implosión de injusticia. Lloraba y le ardían los ojos, no menos que la herida abierta de su alma porque él se había ido. El hombre al servicio de quien había puesto, con incondicional amor, los mejores años de su vida, ya no estaba. Aunque aún permanecían sus cosas en la casa, aunque no había habido despedidas, aunque nadie había pronunciado la palabra “adiós”.
Él se había ido. No regresaría esa noche ni cenaría en su mesa para luego dormir en su cama. No se enteraría lo que tenía para contarle. No era parte de su vida, ni de sus sueños, ni de sus proyectos. La había sacado abruptamente de su mundo. La había abandonado.
Emilia, con sus treinta y ocho años, se había quedado vacía en el mismo momento en el que el telón había caído de sus ojos y había visto la verdad. Le dolía vivir, le dolía pensar, le dolía ser… Estaba tan sola en su dolor…
Todo era nada o la nada era todo. ¿Cómo podría ser más fuerte que sus miedos? ¿Sería capaz de vencer a ese tsunami que la arrastraba hacia el lugar donde todo termina mal? Solo le había dicho cuatro palabras que todavía no cobraban sentido: “Se acabó el amor”.
Alejandro, el amor de su vida, con quien había estado de novia más de dos años, se había casado hacía siete, y a quien aquel día iba a decirle que finalmente lo habían logrado y que estaba embarazada, estaba armando un bolso cuando llegó a la casa.
Recordó lo sucedido antes de que ella escapara de su hogar en busca de oxígeno y otra verdad que no encontró. No había podido enfrentar la escena después de que lo había visto partir.
–¡Hola, mi amor! ¿Otra vez tienes que viajar? –en el último tiempo la agencia de autos le imponía viajes cada vez más frecuentes–. Por favor, hoy no –había pedido–, necesito que te quedes, hay algo importante que tengo que decirte –la mirada le brillaba, inmersa en la ilusión de la noticia.
Alejandro no levantaba la cabeza y evitaba todo contacto visual. Continuaba acomodando sus pertenencias en el interior del bolso. El celular comenzó a vibrar en la mesa de noche. Él lo tomó, miró la pantalla y lo guardó en su bolsillo sin atender.
Emilia sintió miedo.
–Alejandro, ¿qué te pasa? ¿Por qué no me respondes?
Solo silencio por unos instantes que detuvieron el tiempo en la incertidumbre de una respuesta que no llegaba, pero que podía intuirse fatal.
Él por fin la miró. Emilia no reconoció en sus ojos al hombre con quien compartía su vida desde hacía casi diez años.
–También tengo algo que decirte y prefiero que sea rápido.
–Preparo el almuerzo, tengo todo freezado y hablamos –dijo intentando dilatar el momento.
–No voy a comer.
–Pero ya pasó el mediodía –señaló–. Yo nunca estoy a esta hora, podemos aprovechar para estar juntos y me cuentas lo que sea que tengas que decir.
–Tengo muy claro que nunca estás aquí a esta hora, por eso… –la miró y no pudo decirle que era la razón por la que armaba su bolso y partía en ese momento porque no quería enfrentarla. El sonido de la vibración de su celular podía escucharse entre ambos. No atendió.
–Por eso, ¿qué?
–Me voy, Emilia –dijo Alejandro de manera absoluta. No cabía ni silencio, ni pausa, ni opciones, ni nada entre esas palabras cerradas.
–¿Adónde? No entiendo… –alcanzó a decir justo cuando em pezaba a comprender.
–Me voy de la casa. Se terminó.
–¿Qué cosa terminó? –la realidad no era una opción que pudiera procesar su lógica.
–Se acabó el amor. Ya no te amo. Tengo cuarenta años y quiero ser feliz. Por eso me voy. No quiero más esta vida.
Emilia se quedó muda. No podía articular palabra, el nudo en su garganta se enredaba con el sabor amargo y la incredulidad. Se negaba a aceptar lo que había escuchado. Intentaba asimilar la situación. No podía. Alejandro continuaba cargando algunas cosas más del baño. Su desodorante, su perfume y su cepillo de dientes. Parecía un desconocido abandonando un hotel temporal.
–No puede ser cierto lo que dices –dijo ella con un hilo de voz.
–Lo es –respondió rotundo–. Hace tiempo que estamos mal, solo que tú no quieres verlo porque tus planes son el matrimonio feliz, hijos, una casa, dos autos, tal vez un perro. Ahorros. Viajes al exterior, milimétricamente planeados. Vacaciones en la costa, almuerzos familiares y bodas de oro. Pero ese es “tu plan” –remarcó–, no el mío. Nunca lo fue.
–Alejandro, ¿te volviste loco? –dijo Emilia sin poder contener las lágrimas.
–No. Nunca estuve tan seguro de algo en mi vida. Lo siento, no quiero lastimarte, pero es mejor que seguir con esta farsa. No tenemos hijos y eso lo hace más fácil. Es una suerte que no hayas quedado embarazada –era honesto. Eso pensaba. No la amaba, pero tampoco disfrutaba dejarla, sabía lo que eso significaría para ella. Esas últimas palabras fueron un golpe bajo que le quitó la respiración.
–¿Tienes otra mujer? –preguntó ella sintiendo que todo era una pesadilla. La estadística adelantaba la respuesta. Era evidente que él había enfocado su deseo en otra mujer, quien con seguridad lo había hecho sentir tan diferente como para tomar esa decisión. Pero... ¿y las señales? Siempre había. Se distrajo unos segundos en esa reflexión antes de volver a mirarlo de forma inquisidora.
–Sí –dijo con rotunda e inesperada honestidad.
Para Emilia era una respuesta letal que significaba el derrumbe de su vida entera. Convertía su matrimonio en un número más de las estadísticas de infidelidad y ruptura. Para él, apenas dos letras que lo liberaban del tiempo y los planes familiares.
–¿Cómo fuiste capaz? ¿Desde cuándo me engañas? –su tono era más alto, pero no alcanzaba a ser un reproche; el dolor no le permitía expresarse. Sentía que un tren había pasado sobre cuerpo. Pensó en la vida que crecía dentro de ella, no podía decirle a un hombre que no lo deseaba que sería padre. ¿Qué sentido tenía intentar retenerlo con ese motivo que los unía cuando todo lo demás los separaba?–. ¿Qué hice mal? –preguntó asumiendo una autoestima inexistente y toda la culpa.
–No lo sé. Simplemente “se acabó el amor”–repitió.
–¡No el mío!
–Ojalá pudiera cambiar eso –fue cruel sin darse cuenta.
–¿Desde cuándo, Alejandro? –insistió, como si saber eso modificara en algo el rumbo de los acontecimientos.
–No importa –dijo, mientras se dirigía a la puerta de la casa con su bolso en la mano.
–A mí sí me importa –Emilia gritó y se puso delante de él im pidiendo que avanzara. Otra vez vibraba su celular en el bolsillo de su jean.
–Desde que “se acabó el amor” y me di cuenta de que tus planes no son los míos –respondió. Abrió la puerta y se fue.
Emilia corrió detrás de él, suplicándole. Alejandro no dijo nada más. No hubo despedida alguna. Solo un hombre partiendo. Así, en la acera de la casa que habían soñado juntos y que habían logrado comprar hacía dos años, lo vio subir a su auto en marcha, que lo esperaba enfrente. Conducía una mujer. Rubia, con lentes oscuros, alcanzó a ver.
Seguía lloviendo.