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CAPÍTULO 6 Transición

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El secreto del cambio es enfocar toda tu energía no en luchar contra lo viejo sino en construir lo nuevo.

Frase atribuida a Sócrates,

Grecia, 470 a.C.-399 a.C.

BUENOS AIRES

María Paz se había quedado dormida junto a su hija bajo la luz de las estrellas de la habitación pensando en aquel cielo que la había cubierto ocho años antes en Johannesburgo. Su historia la definía. Amaba la naturaleza, los animales y ser libre. Desde pequeña había soñado con recorrer el mundo. Así, desde muy joven dedicaba todos sus ahorros para viajar a lugares exóticos. No llamaban su atención los destinos tradicionales, la atraía el magnetismo de los sitios que gritan una realidad diferente, lugares que guardan sus misterios y parte de su historia como un tesoro individual, que se ofrecen a ser conocidos pero no vulnerables.

Fue en una escala en el aeropuerto de Johannesburgo, durante un viaje con destino final en Singapur, cuando encontró el lugar que necesitaba su alma. Lo supo de inmediato. Cuando la primera impresión es tan intensa, no deja opciones para cambio alguno de opinión, y transforma los deseos en certezas.

Atraída por los colores de la gran variedad de artesanías, había ingresado a un local que la enamoró y la transportó por alquimia a donde no estaba. Una espiritualidad milenaria la envolvió y la hizo parte de lo que no conocía, pero deseaba. Comenzó a escuchar tambores que parecían hablar su propio idioma, empezó a oler la magia de una tierra de lucha, se conectó con la calidez de su gente, amó la libertad de su fauna y sintió cómo sus latidos se unían al ritmo de un país que había redefinido el concepto de paz. Recordó lo poco que sabía de Nelson Mandela. Muchos años en prisión, elegido el primer presidente negro al ser liberado, había unido una nación fragmentada al borde de una guerra civil. ¿Por qué nunca había investigado más? ¿Por qué? Quizá porque las cosas suceden cuando deben hacerlo; ni antes, ni después. Supo que ese negocio llamado El espíritu de África cambiaría su vida para siempre. Lamentó no haber planeado quedarse allí, pero entre su corazón y sus emociones la vida escribió la seguridad de cuál sería su próximo destino. Miró sobre el mostrador y vio una pila de libros. Instintivamente, como si estuviera segura de que algo decía allí para ella, tomó en sus manos un ejemplar de Ébano de Ryszard Kapuściński.

El vendedor del local percibió su interés y se acercó a ella.

–África es imposible de definir de una sola manera. Es un mosaico de contrastes, de vidas, diversidades, te enamorarás de ese continente –le dijo luego de saludarla.

María Paz le sonrió con cordialidad, al tiempo que abría el libro al azar y leía en el prólogo: “En la realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe”. Leer eso dominó su atención. Quería saber más, quería saber todo. ¿Cómo que no existía? ¿Por qué?

–¿Qué puede contarme, usted? No me quedaré ahora, estoy de paso –le aclaró–, pero volveré.

–Es un continente en el que por desgracia hay muchos denominadores comunes marcados por el sufrimiento, la pobreza, las guerras, los golpes de Estado, pero créeme que decir solo eso sería ser injustamente simplista. Hay más, muchísimo más en África.

–¿Usted nació aquí?

–No, pero vivo desde hace muchos años –María Paz esperaba que continuara con su relato. El hombre lo hizo–. ¿Sabes?, es cierto que hay brujería, supersticiones como enterrar a los muertos cerca de los vivos buscando protección, cucarachas de diez centímetros, tuberculosis, oscuridad, misterios inquietantes, pero también hay música y una alegría infinita. El canto y las voces en coro son excepcionales, nunca escucharás algo igual de bonito en el mundo. Y, además, ese rasgo característico que me ha llevado tiempo comprender.

–¿Cuál?

–Una increíble capacidad de espera. Todos aguardan en paz por algo. Creo que la espiritualidad del universo vive aquí y está esperando por ser descubierta. Ese libro te dirá mucho –dijo con referencia a Ébano–. Lo escribió un arriesgado reportero polaco, que vivió aquí no como un turista feliz, sino como un auténtico africano.

–Lo llevo –dijo, sin dudarlo–. Es usted muy amable.

Lo había leído en el avión por primera vez. Desde ese día, Sudáfrica, conocida como la “Nación del arcoíris” por su riqueza cultural única, desde su historia y su gente, hasta hacer un safari, fueron el siguiente objetivo de María Paz. Se había informado sobre la existencia de once idiomas oficiales, uno de ellos –el xhosa– que se habla con sonidos onomatopéyicos. Todo lo relacionado con esa cultura despertaba su curiosidad inmediata. Quería viajar para conocer ese continente en el que convivían una increíble diversidad de costumbres, artesanías, bailes y canciones locales. Sabía que el apartheid había marcado una división étnica rotunda. Se había dedicado a investigar sobre el sistema de segregación que había privado del mestizaje y las uniones interraciales. A María Paz le costaba creer que todavía existieran suburbios y vecindarios diferenciados de acuerdo al color de piel de sus habitantes.

Su profesión de periodista, y su excelente manejo del idioma inglés, acompañaban sus inquietudes en todo sentido. María Paz llevaba la habilidad de conocer y saber en su ADN.

Desde esa escala en el aeropuerto de Johannesburgo, un hilo invisible la había unido a África de una manera inexplicable. Mientras otros soñaban con conocer París, o su hermana Emilia se maravillaba con la cultura japonesa, ella continuaba anhelando ese continente. A sus treinta y seis años había viajado allí en tres oportunidades y sabía que su destino estaba ligado a la extensa sabana.

Al pensar en Sudáfrica, fue Johannesburgo el lugar que aceleró sus latidos. Sin embargo, volver allí con sus pensamientos se relacionaba con él. Con Obi, el padre de su hija, el amor más fuerte que había sentido jamás; su rostro era lo que acudía a su memoria cuando pensaba en ese país cuyas costas bañaba el océano Índico.

Con Obi se habían conocido de manera simple, tan casual que parecía mentira que de una pregunta que cualquiera pudo responder hubiera nacido una historia como la que los unía. En una esquina, que pudo ser otra, pero que fue la del hotel donde se alojaba, en el vecindario de Sandton, María Paz necesitó saber la hora para calcular si estaba a tiempo de tomar una excursión.

Excuse me. Can you tell me what time is it? –entonces una mirada se había metido directamente en su corazón. Antes de responder, un hombre desconocido, de contextura fuerte y sonrisa dulce, la observaba, absorto–. Are you ok? –preguntó ella.

I think so.

Y así, con un diálogo tan simple y una energía que los recorrió enteros y a la par, comenzó la historia de amor. Durante ese primer viaje, María Paz compartió todo con él. Se enamoraron, de esa manera, sin explicación ni futuro que se presentara fácil. Obi trabajaba en la cocina del hotel donde ella se hospedaba. De hecho, iba camino a su empleo cuando se produjo el encuentro. Junto a él, María Paz había descubierto la sensación de comodidad en un país objetivamente incómodo debido a las limitaciones de todo tipo; lugares, horarios, peligros, las grandes deudas internas que aún permanecen socavando en la gente, y lo más lamentable: la diferencia entre negros y blancos. Esa verdad que habita en la mirada del alma de algunas personas, como un triste filtro que las mantiene lejos del concepto de igualdad y humanidad. Para María Paz la igualdad consistía en entender que todos eran igual de únicos y diferentes. Tal vez la violencia y la avaricia, que forman parte de la convivencia de realidades tan opuestas en África, tuvieran su origen en la mirada inundada de prejuicios de la minoría.

Cuando sus ojos se detenían en Obi, veían al hombre del que se había enamorado, y sus características físicas no marcaban ninguna diferencia respecto de cualquier otro hombre del mundo. Para María Paz el amor era un sentimiento universal. Sin embargo, África era la evidencia de que esa verdad que defendía no era la de la mayoría. Muy por el contrario, todo estaba signado por el contraste de esos dos colores, en perjuicio de la mayoría. Incluso desde la palabra.

Obi tenía planes, pero los escribía en el agua o los ejecutaba desde su particular concepción del tiempo. Sin embargo, el tiempo real transcurría y África y Argentina quedaban todo lo lejos que era posible; mientras María Paz no era capaz de mudarse para allá, Obi prometía que él lo solucionaría, que había que esperar, pero lo cierto era que en los hechos nada se concretaba. Así, el amor había subido a María Paz a dos aviones más con destino a verlo, y en el último viaje él la había sorprendido con una “Star Bed”: la posibilidad de dormir bajo el cielo de la sabana, en una reserva, como experiencia previa al safari que realizarían a la madrugada.

Las camas con vista a las estrellas pertenecían a un exclusivo lodge llamado Shepherd’s Tree, y estaban diseñadas de manera espectacular: hechas a mano sobre una elevada plataforma de madera, y parcialmente cubiertas con un techo de paja y un mosquitero. La habitación elegida estaba en lo alto de un kopje, así se llaman las pequeñas colinas rocosas a las que se accede por una escalera para que ningún animal pueda subir.

Al llegar allí, María Paz fue feliz. No pudo pensar en nada que no fuera aferrarse a Obi como si siempre fuera ese día. Quería detener el tiempo en su sentimiento; él parecía haberlo hecho en ella. Observaron la extensa sabana desde una terraza y se amaron sin condiciones en la privacidad paradójica de un aire libre con todas las comodidades. Soñaron, rieron y se devoraron la vida a sorbos tan profundos como el amor que compartían.

Al llegar la noche, y frente a ese espectáculo africano, sin salir de la cama, María Paz elevó su mirada a ese cielo y sintió un escalofrío. Entonces, de una estrella cayó una palabra. “Sí”. Llevaba tiempo pensando en sus deseos de ser madre y sabía que más allá de las dificultades que los separaban, Obi era el amor de su vida, entonces le propuso no tomar precauciones y esperar esa bendición.

Escuchando los sonidos de la naturaleza en la bella y remota África, entre la nada y el universo que caía sobre ellos, en medio de una reserva natural, lejos de todo lo urbano y efímero, dos seres se amaron sin límites y concibieron la felicidad en su estado más puro.

María Paz volvió a su presente y observó el cielo inventado entre las paredes de la habitación. Era evidente que le había pedido a su niña que mirara al cielo porque en el fondo de su ser le deseaba una historia así. Al menos, el comienzo.

Besó a Makena y se fue a su dormitorio.


Necesitaba un cambio. Continuar. Hacía mucho tiempo que Obi, a fuerza de esperas eternas, parecía haberse convertido solo en el padre de su hija. Tristemente, el hombre de sus sueños no había cumplido sus promesas, y más allá de conocer a Makena por videollamadas y hablar con ella a diario, nunca había aportado ninguna ayuda económica para su crianza; y la niña, si bien sabía que era su padre, no llevaba su apellido. María Paz no lo juzgaba, entendía que la realidad de Obi era acorde a la lucha de su país y de sus ancestros. Si bien se había informado sobre la esencia de la tierra del padre de su hija y había terminado comprendiendo un poco mejor, no por eso dolía menos.

Veía un paralelo claro con la sabana: en África todo ser viviente debe ser fuerte para sobrevivir. Algo de esa verdad era parte de su vida, porque tenía una hija afro. Pero María Paz se sentía sola y ya no quería eso. No lo pensaba en términos de pareja sino de plenitud. A excepción de su pequeña, casi nada despertaba en ella gran interés. Había perdido su brillo, sus ganas de ser la que había sido. Solía pensar que entre la María Paz que amó bajo las estrellas en África y la que vivía ocho años después en Buenos Aires no había nada en común. Solo las unía la memoria. Y eso no le gustaba.

Ese presentimiento que le anunciaba angustia se mezclaba con otra sensación de vértigo. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? No lo sabía, pero tenía claro que era importante.

A la mañana siguiente llegó al periódico; había tomado una decisión.

–Juan Pablo, necesito hablar contigo –si bien no eran amigos, la relación que los unía con el director editorial del periódico estaba basada en la alta estima de años de trabajo en común en la redacción.

–Dime, ¿en qué puedo ayudarte?

–Siento que estoy atrapada en mi escritorio. ¿Podrías tenerme en cuenta si surge algún viaje para cubrir la noticia que sea?

Su jefe se sorprendió.

–Fuiste tú, en esa misma silla, la que me pidió permanencia en la ciudad, ¿recuerdas?

–Sí. Lo recuerdo muy bien. Pero Makena ha crecido y mi perspectiva es otra. En aquel tiempo, mi prioridad era la estabilidad.

–¿Y ahora quieres irte?

–Lo dejo en manos de mi destino. Estoy abierta a lo que pueda surgir.

–Bien. Solo te daré un consejo que no me pides.

–¿Cuál?

–Ten en cuenta que nuestras dudas viajan con nosotros –dijo–. No me digas nada, solo recuérdalo cuando sea el momento –agregó.


Esa transición que ocurre entre un estado y otro, ese devenir de las circunstancias que se enreda con el deseo común de la mayoría de los seres humanos, ¿acaso no debería ser una misión naturalmente posible ser feliz para los que creen que esos momentos son lo único importante que hereda la vida?

¿Por qué las dudas? ¿Por qué el vacío? ¿Por qué la distancia y el sinsabor?

Las otras verdades

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