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CAPÍTULO 11

Madrugada

No supongas. No des nada por supuesto.

Si tienes dudas, acláralas. Si sospechas, pregunta.

Miguel Ruiz, 1997

BUENOS AIRES

La tristeza de Emilia no cedía y la incondicionalidad de Adrián sostenía no solo su negocio sino también su alma rota. Él, fiel a su idea de que había un momento para todo y de que las cosas sucedían en el exacto tiempo en que debían ocurrir, ni antes ni después, no preguntaba. Esperaba que naturalmente una confesión le diera las razones de tanta tristeza. Aunque no le gustaba conjeturar, era evidente que la cuestión se relacionaba con el matrimonio ya que ella dormía en el Mushotoku desde la fatídica tarde en la que había ingresado a la recepción con lentes oscuros ocultando su angustia, y desde ese momento Alejandro no había ido más al hotel. Habían pasado varios días desde esa primera noche en la que ella había llorado sobre su hombro sin decir nada.

Algo lo empujaba a pensarla continuamente. Suponía que la causa podía ser que estaba a cargo del hotel y tomaba muchas decisiones de las que siempre se ocupaba ella, pero ¿por qué a la noche? ¿Por qué la recordaba y pensaba el modo de ayudarla a superar su problema justo cuando debía descansar y no tenía obligación de hacer nada? Siempre la había admirado y respetado, ninguna de esas dos cosas explicaba lo que sentía.

Eran las tres de la madrugada cuando se dirigía al dormitorio que él ocupaba a veces, cuando se le hacía muy tarde para regresar a su casa, y volvió a escucharla llorar. Golpeó con suavidad la puerta de su habitación. Del otro lado, Emilia llevaba largo rato observando la nada. En ese lugar cerrado donde habitaba su soledad no necesitaba disimular. Le había hecho bien conversar con su madre; aunque le había trasladado una gran preocupación, también significaba que a partir de que Beatriz sabía, Emilia podría ir a su casa y, simplemente, desplomarse en su hombro o compartir largos silencios que se parecían, por instantes, a la paz que necesitaba.

Alejandro la había llamado solo una vez, pero ella no había respondido. No tenía fuerzas, y él no había insistido. Evidentemente, la comunicación era por culpa, no por algo concreto.

Supo que era Adrián quien golpeaba. Le abrió, enfundada en un pijama azul con la angustia como señal en su mirada verde. Sonrió levemente. Casi una mueca que desentonaba con el resto de su rostro.

–¿Qué haces aún despierto? –sabía que había un ingreso en un horario fuera del habitual, pero creía que habían pasado horas. Sumida en su dolor, no reconocía la dinámica del tiempo.

–Una última recorrida. Por excepción, aceptamos el check in de unos pasajeros que llegarían de madrugada. ¿Recuerdas? Vienen justamente de Japón.

–Sí, es que estoy algo desorientada con la hora –justificó–. ¿Les gustó su habitación?

–Sí, mucho.

–Me alegro –respondió.

La noche estaba agradable. Sin ponerse de acuerdo se habían sentado en los sillones enfrentados ubicados en el balcón; ella, en el de doble cuerpo; él, en uno individual.

–Ya es tiempo –dijo Adrián de pronto.

–Es lógico. Te debo una explicación. Trabajaste por ti y por mí, todos estos días. Lo reconoceré en tu paga, pero supongo que sí, que ya es tiempo de que te cuente lo que me sucede.

–No. No quiero más paga de la que hemos convenido, y cuando digo “ya es tiempo” no me refiero a que llegó el momento de que me cuentes lo que te pasa. Eso sucederá o no, según tus sentimientos.

–Entonces ¿ya es tiempo de qué?

–Es tiempo de que enfrentes el tema, de que hagas las preguntas necesarias y obtengas las respuestas. Que dejes de encerrarte en suposiciones, porque eso haces, ¿verdad?

Emilia pensó un instante. Estaba confundida.

–No lo sé. No… Creo que todo es muy claro, no hace falta suponer.

–Ya es tiempo de que busques la explicación adecuada para poder hacer lo que corresponda y seguir adelante.

–¿Por qué supones que no tengo respuestas?

–Porque te has mudado a una habitación en tu hotel, lloras a escondidas y estás hablando conmigo, aquí, de madrugada. Eso es tristeza, y siempre hay interrogantes en torno a ella. Acaso no te has preguntado ¿por qué a ti?

–Eso sí –reconoció–. ¿Y qué es para ti una explicación adecuada cuando todo es muy evidente?

–No todo es lo que parece, Emilia. Menos aun cuando las emociones están en un extremo casi fuera de control. Una explicación adecuada es la que llega con la calma. Cuando es posible dialogar, cuando se puede pactar sinceridad, sin rencores ni crueldades innecesarias. Si vives aquí, el conflicto es con tu esposo; debes hablar con él.

Emilia se quedó reflexionando sobre eso. La única respuesta que tenía era se acabó el amor y la imagen de Alejandro subiendo a su auto, conducido por una mujer rubia. Así, breve, sin gritos ni cuestionamientos. Luego, largos días de ausencia y silencio. Ni siquiera se había ocupado de buscar sus cosas o pedirle la mitad de todo, nada. ¿Había más para interrogar? ¿Había mayor calma posible que esa? ¿Cuál era el “momento de calma” en ese escenario de absoluta y rotunda indiferencia?

–Yo creo que las cosas son lo que son, Adrián, no parecen nada, son… –silencio. Era su modo de invitarla a continuar–. Me da mucha vergüenza lo ocurrido –vergüenza: turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción humillante. Frecuentemente supone un freno para expresarse. Nada más perfecto que esa definición para explicar el modo en que se sentía.

–¿Vergüenza? “Vergüenza es robar” decía mi madre. Aquí se trata de tener el valor para enfrentar las situaciones sin buscar atajos o excusas. Tú no eres capaz de nada que sea una vergüenza –repitió la palabra haciendo énfasis en ella. Emilia buscó en su memoria el significado literal de lo que sabía que no hacía. Enfrentar: hacer que alguien se mantenga en actitud de oposición ante un problema o situación difícil, sin eludirlos, asumiendo el esfuerzo que suponen y luchando de acuerdo a las exigencias.

–Dicho así… Eres tan vehemente –agregó. Era cierto. Lo miró. Sus ojos celestes, su paz. Su espalda ancha, sus hombros bien torneados, un hombre que no era lindo pero atraía como un talismán. Seducía su energía. Tomó de su mirada algo de ese valor del que le hablaba, como si Adrián hubiera hecho una ofrenda con su expresión. La de siempre, de entrega absoluta, pero esa noche, más profunda todavía–. Alejandro me dejó –dijo por fin. Esperaba una reacción que nunca llegó–. ¿No vas a decir nada?

–Te escucho, supongo que eso no será todo.

–¿Te parece poco? Acabo de decirte que me abandonó. ¡Se fue!

–Entendí muy bien.

–¿Por qué no dices nada entonces?

–Porque todavía no me contaste las razones.

–Ah… eso –respondió con ironía–. Es una sola, muy corta por cierto: “Se acabó el amor”. Eso dijo.

Adrián continuaba observándola. Emilia estaba enojada, herida, y por mucho que hubiera llorado, toda su furia permanecía intacta junto a la frustración adentro de su cuerpo en el que podía adivinar infinitas lágrimas todavía.

–Y ahora, ¿no vas a decir nada?

–Creo que el amor no se acaba de un día para otro.

–Parece que sí, porque estábamos bien y cuando regresé aquel mediodía estaba armando su bolso en un horario en el que se suponía que yo no volvería a la casa. O sea, de no haber llegado, ni esa diminuta explicación habría tenido, supongo.

–¿Estaban bien? –hizo una pausa invitándola a repensar la pregunta–. Te lo dijo de la noche a la mañana, pero tuvo que haber señales, indicadores de que ese amor enfermó, que agonizaba o que había muerto en él. ¿O vas a decirme que se acabó así nada más? ¿Que ni tú ni él lo vieron apagarse?

–Sí, estábamos bien –negadora: que niega. Ella misma había pensado en las señales que nunca vio. Adrián tenía razón y no merecía que iniciara con él una batalla verbal que debió, en todo caso, tener con Alejandro–. No sé… yo creía que estábamos bien. Nunca se quejó de nada.

–¿Estás segura? Piensa.

–Viajaba mucho. La empresa le exigió de pronto eso.

–Eso pudo ser una señal. Sus ausencias más prolongadas que lo habitual –omitió decir que eso podía ser a causa de no querer regresar con ella o de querer estar con alguien más–. ¿Alguna otra?

–Realmente no sé. Yo me ocupaba de todo. La casa estaba en orden siempre, la cena preparada de acuerdo a sus gustos, los almuerzos listos en el freezer, los vencimientos pagos. Los cumpleaños, las vacaciones, la casa, los autos, cada cosa que una familia sueña la teníamos. Como mujer siempre estoy atenta a mi aspecto y cuidados.

–¿Qué soñaba él, Emi? –preguntó con toda la ternura de la que fue capaz, intuía la causa.

Silencio.

Silencio.

Dudas.

Dudas.

Miedo repentino.

Miedo fatal.

Recuerdo de sus palabras, una y otra vez. Se habían grabado en la memoria como el padrenuestro.

Me voy de la casa. Se terminó.

Se acabó el amor. Ya no te amo. Tengo cuarenta años y quiero ser feliz. Por eso me voy. No quiero más esta vida.

Hace tiempo que estamos mal, solo que tú no quieres verlo porque tus planes son el matrimonio feliz, hijos, una casa, dos autos, tal vez, un perro. Ahorros. Viajes al exterior, milimétricamente planeados. Vacaciones en la costa, almuerzos familiares y bodas de oro. Pero ese es “tu plan” –había remarcado–, no el mío. Nunca lo fue.

Nunca estuve tan seguro de algo en mi vida. Lo siento, no quiero lastimarte, pero es mejor que seguir con esta farsa. No tenemos hijos y eso lo hace más fácil. Es una suerte que no hayas quedado embarazada.

Al revivirlas en su mente todas juntas sintió que no eran solo cuatro palabras. Se acabó el amor era la síntesis. Como si hubiera corrido el telón del escenario de una vida que no parecía propia, en ese instante pudo ver todas las señales en su discurso que no había advertido nunca antes.

Llanto inevitable.

Derrumbe emocional.

Mujer rota.

–Siempre supuse que queríamos lo mismo…

Lágrimas. Millones de ellas.

¿Cómo podría la furia reprochar a las decisiones el tiempo perdido en imaginar malogrados planes? ¿Por qué la vida tenía el poder de desintegrarse en una realidad inesperada, en una traición imprevisible, en el sinsabor de una estocada en el centro del alma?

Adrián tomó su mano y la apretó con fuerza dándole valor. No hacían falta palabras.

–¿Podrías, quizá, abrazarme? –pidió ella completamente indefensa.

Adrián se puso de pie, se acercó al sillón doble, se sentó a su lado y la abrazó con ternura. Una vez más, Emilia se desahogó sobre su pecho. Sin que se diera cuenta, su protección llenó cada espacio de las infinitas grietas de su corazón, y su olor seguro como un refugio se grabó en sus sentidos. Cuando se quedó dormida, agotada de llorar, Adrián la tomó en brazos, la acostó sobre la cama y permaneció allí mirándola y perdiendo la noción del tiempo que se devoró la madrugada.

Emilia despertó muy temprano, con el sonido de la fuerte lluvia. Adrián no estaba allí; en su lugar, un día igual al que Alejandro la había abandonado. Gris, lluvioso, inesperado.

Era una de esas mañanas que amanecen cargando en su mochila más preguntas que respuestas. Hay días en los que es difícil creer o encontrar razones. Días en que, además, y por si hiciera falta agregar tremendismo a los hechos, llueve. Llueve intensamente. Como un método diseñado por el destino para asegurarse de que los hechos ocurridos con ese marco climático volverán a la memoria de quien corresponda cada vez que llueva. Cuando los ecos de la lluvia rememoran lo sucedido, una y otra vez, porque el sonido conduce al recuerdo por asociación, y este, al irremediable dolor. Cuando la memoria trae el pasado al escenario presente, entonces la soledad se convierte en un abrazo helado que recuerda las ausencias, las heridas, y lastima.

Las otras verdades

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