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CAPÍTULO 5

Mushotoku

Cuando mi maestro y yo caminábamos bajo la lluvia, él me decía: no camines tan rápido, la lluvia está en todas partes.

Frase atribuida a Shunryu Suzuki,

Japón, 1904-1971

BUENOS AIRES

Adrián Heredia trabajaba en el hotel desde hacía casi tres años. No había planeado ser el encargado del Mushotoku. En realidad, nada en su vida era consecuencia de un plan. Adrián era de los que creían que todo sucedía por alguna razón, que había que estar atento a las señales que las emociones enviaban. Si se enfocaba en su interior, podía ver cómo el destino las colocaba con carteles luminosos a la sombra de los pensamientos.

Para él, planear no servía. Nada salía nunca conforme lo organizado. Nadie era completamente dueño de su vida, solo de la capacidad de buscar felicidad y paz de la mejor manera. No creía en los proyectos a largo plazo. Se enrolaba en los principios del budismo zen, que era más una filosofía que una religión. A través de la meditación, y después de estudiar diferentes religiones y corrientes de pensamiento, Buda llegó a una serie de conclusiones que ayudan al ser a liberarse, que no es otra cosa que evitar el sufrimiento y ser feliz. Y ese era el propósito diario de Adrián. Era un hombre interesante, inteligente y generaba empatía con quien lo escuchaba porque su manera de hablar y el contenido de sus palabras hipnotizaban a quien fuera su oyente.

Tres años antes, su madre había muerto solo un mes después de que le diagnosticaran un cáncer de páncreas. En su lecho de muerte le había dicho: “Hijo, sé feliz. No te unas a ninguna mujer que no pueda ver lo valioso que eres. Te amo”. Luego, sus ojos se habían cerrado para siempre. Adrián sabía de qué hablaba. Tristemente, su madre había sido “invisible” para su padre, siempre. Muchas veces se había planteado qué definía a una mujer ¿La suma de sus acciones? ¿El rol que ocupaba? ¿La capacidad de hacer muchas cosas bien a la vez? ¿Su apariencia? ¿Sus ideas? ¿Lo conseguido? ¿Lo perdido?

Adrián no tenía una respuesta, pero sabía lo maravillosa que era su madre, y le dolía que su padre no la valorara. Ese hombre de pocas palabras daba por sentado y había asumido como cotidiano y normal el gran esfuerzo de esa mujer que había dedicado su vida al servicio de los demás.

Mientras todo marchaba conforme las exigencias tácitas, y la mochila de esa dama resistente se hacía cada vez más pesada, su esposo no veía que crecía también la posibilidad de su derrumbe emocional y físico. Adrián, sí. De chico callaba. De adulto enfrentó a su padre muchas veces. Cuando su madre murió abandonó la que había sido su casa, y en la que permanecía a pesar de tener su propio apartamento solo por ella. Sabía que él era la razón de su vida. Las estructuras sociales arraigadas a su crianza no le habían permitido a Estela pensar en la posibilidad de dejar a su esposo, quien murió tiempo después de que ella falleciera.

Con la partida de su madre, la vida para Adrián cobró otro significado. Las prioridades cambiaron, el eje principal de atención se modificó y los latidos de su corazón dependían pura y exclusivamente de lo que tenía ganas de hacer, siempre guiado por su paz interior y la voz de su corazón. Procuraba que lo definieran hechos, sueños y entrega. Vivía la vida como se presentaba y había dejado sus viejas mochilas emocionales en algún lugar donde se transformaron en olvido.

Luego, cuando falleció su padre, Adrián pensó que quizá también había sido invisible para él, y aceptaba ese hecho como parte de un catálogo familiar que no había elegido. Su padre solo le había reprochado todo lo que no era, pero nunca había sido capaz de ver el hombre en el que se había convertido. Sus actos honestos y nobles, su esfuerzo, su generosidad.

Después de leer mucho sobre filosofía zen, Adrián había entendido que el problema no era suyo y había perdonado a su padre. Tenía cuarenta y dos años y vivía feliz su presente. Reservado, amable y muy selectivo a la hora de elegir compañía. Pocas mujeres podían seguir el ritmo de sus convicciones y su modo de vida; por eso, luego de la última ruptura, estaba solo. Había trabajado durante años en un banco como cajero, primero, como tesorero después, pero siempre sabiendo que ese no era su lugar en el mundo. Renunció cuando Emilia Grimaldi lo entrevistó y le ofreció el puesto de encargado del hotel Mushotoku. Ese nombre era una señal; significaba dar sin buscar recibir, hacer sin esperar nada a cambio, abandonar todo sin miedo a perder, porque se supone que en la ausencia de intención es cuando se obtiene todo.

Había visto el aviso, luego de la muerte de su madre, e internamente algo lo había guiado hasta allí. No se había equivocado; llevaba casi tres años trabajando en el hotel y le encantaba lo que hacía. Casi no recordaba su vida anterior como tesorero del banco.

Ese día, cerca de las cinco de la tarde, Emilia aún no había llegado. Preocupado, Adrián la llamó.

–Hola, Emilia. Disculpa que te llame. Te aviso que todo está perfecto en el hotel, pero como no has venido, quería saber si precisas que me quede más tiempo –así era él, el “hombre de las soluciones”, como ella solía decirle. Prudente. Jamás preguntaba de más y parecía siempre saberlo todo.

–Hola, Adrián… La verdad es que tuve un inconveniente –qué modo sutil de decir que su vida había estallado en mil pedazos. Inconveniente: que no conviene. Impedimento u obstáculo para hacer algo. Había dicho una estupidez. Debió decir fracaso: caída o ruina de algo con estrépito y rompimiento. Eso era exacto. No lo hizo. Solía buscar definiciones en su mente, amaba hablar con propiedad. Emilia era literal.

–Estoy complicada –continuó. Complicada: enmarañada, de difícil comprensión–. ¿Puedes quedarte?

–Sí, por supuesto. No sé cuál sea el inconveniente –remarcó haciendo notar, sin decirlo, que intuía que la palabra minimizaba algo serio–, pero si puedo ayudarte, cuenta conmigo. Si es necesario me quedaré toda la noche.

Lágrimas mudas continuaban cayendo por el rostro de Emilia. Internamente agradeció la presencia de Adrián Heredia en su trabajo, en su vida. Él siempre estaba para ella. Si bien no se contaban intimidades, solían mantener conversaciones muy profundas. Hablaban en general de la vida, de los valores y de los acuerdos con la felicidad. Sin embargo, discrepaban en los planes y el tiempo. Mientras Emilia tenía su vida entera proyectada milimétricamente, Adrián había soltado todas las estructuras sin dejar de ser responsable de sí mismo y de sus acciones. Parecía que sabía vivir, disfrutar, estar para los suyos igual que para el mundo entero. Porque sabía mirar a su alrededor y, entonces, podía ver y apreciar lo que el destino ponía delante de sus ojos.

–¿Qué haría sin ti? –dijo todavía inmersa en sus pensamientos.

–Supongo que si abandonas la idea de planearlo todo, podrías hacer lo que quieras aunque yo no esté –dijo Adrián con cierto humor–. Pero considerando que no eres capaz de soltar el control de nada, es mejor que cuentes conmigo –concluyó.

Sus palabras cariñosas y esa cercanía respetuosa, la hicieron olvidar, por el tiempo que duró la charla, del desastre que era su vida.

–Quizá tengas razón –respondió por primera vez. Adrián sonrió, sorprendido.

–¡No puedo creerlo! Toda una posibilidad que por fin consideres darme la razón.

–Ya conversaremos. No sé a qué hora voy. Luego te llamo.

–Bien. Cuídate –se despidió.

Adrián se quedó anclado en esas últimas palabras por unos instantes. Algo sucedía.

–Disculpe –una pasajera interrumpió sus pensamientos, ¿puedo merendar aquí? –preguntó refiriéndose a la maravillosa sala de estar en la que se ubicaba la recepción.

–En verdad, aquí no. Preservamos este espacio para lectura con música acorde y cuidamos el aroma cuidadosamente en beneficio de los sentidos de los pasajeros. Pero, si gusta, puedo acompañarla al lugar donde funciona la confitería y estará muy bien allí.

–Me gusta aquí –reiteró.

–Deme la oportunidad de mostrarle el lugar adecuado y verá que prefiere quedarse ahí –insistió Adrián con su encantadora sonrisa.

–Bien. Es usted muy persuasivo –agregó la pasajera que debía tener unos ochenta años de caprichos acumulados, además de mucho dinero con el cual comprarlos.

Llegaron al espacio. Sonaba la tradicional música japonesa hogaku. El aroma del ambiente era perfecto, así como las mesas y las sillas con apoyabrazos. Una empleada se acercó a ellos.

–Por favor, Akira, ubica a la señora en nuestro mejor lugar, con vista al jardín –indicó Adrián–. Si está de acuerdo, claro –agregó mirando a la huésped.

La mujer, maravillada con la vista del extraordinario jardín estilo japonés que había diseñado un paisajista, no pudo disimular la sonrisa de aprobación que se dibujó en su rostro.

–Sí, estoy de acuerdo. Creo que, tal vez, usted tenga razón y este sea mejor sitio.

–Tal vez, señora Márquez. Solo tal vez –sonrió–. Ya me lo dirá usted después, si lo desea.

Adrián se retiró, satisfecho. Siempre lograba el mejor resultado de una manera conciliadora. Volvió a la recepción. El rostro de Emilia regresaba una y otra vez a su mente. ¿Qué estaba sucediendo? Pensó en volver a llamarla, pero lo consideró invasivo.


Dos horas después, Emilia, con lentes oscuros, entró al hotel y le indicó al empleado de la recepción que le facilitara las llaves de alguna habitación que estuviera desocupada; dormiría allí esa noche. Adrián se acercó y al mirarla comprendió que ella no estaba bien y que pretendía ocultar su angustia detrás de las gafas. Así, como leyendo su alma, le habló con ternura.

–Te cuento que me quedaré en el hotel toda la noche y no tengo intenciones de dormir; si necesitas hablar, estaré cerca –le dijo. No preguntó. No hacían falta detalles o explicaciones para percibir la gravedad de un problema que, evidentemente, había aniquilado la expresión y había alterado la exacta rutina de Emilia.

–Gracias –solo eso pudo decir. Quería encerrarse a llorar.

Entró a la habitación, cerró las cortinas y se apoyó sobre la pared de la ventana principal. Lentamente fue dejándose caer hasta desplomarse sobre el piso. Abrazada a sus rodillas liberó su agobiante angustia. En ese instante sintió que lo mejor sería morir. Pensó cómo escapar de la vida. Lo imaginó de mil modos posibles, como si, por decisión, su corazón pudiera dejar de latir, y en esa simpleza lograra terminar con el tormento que implicaba la impotencia. Coqueteó con la muerte desde las súplicas, la llamó en sollozos, la invitó a venir por ella, aunque en verdad lo que quería era matar su dolor y no dejar de vivir. Aceptar lo que ocurría no parecía una opción posible.

Había llegado al Mushotoku como alguien que está separada de su peor preocupación latente. De la peor pesadilla que suponía no poder hacer nada para evitar lo que estaba ocurriendo.

Sin darse cuenta, pretendía que la noche, el insomnio y el dolor tremendo de su alma no estuvieran allí, pero estaban. Los sentimientos gritaban sus silencios a la nada.

–Soy yo. ¿Puedo pasar? –dijo Adrián golpeando con suavidad la puerta.

Ella no respondió. Él volvió a golpear.

Emilia lo dejó entrar. Al ver sus ojos hinchados de llorar y la tristeza que había en su rostro, Adrián la abrazó. No preguntó nada. Solo la dejó llorar sobre su hombro largo rato, y cuando sintió que había alivianado un poco su angustia, le preparó un té con el set que había en cada dormitorio.

–Emilia, no sé qué sucede, pero el corazón manda, el nuestro y el de los otros, y es siempre fiel a lo que lleva dentro, el resto es solo cuestión de circunstancias. A veces, duele ver lo que no supimos mirar antes.

Ella seguía llorando. Él se sentó en el piso, a su lado, y la abrazó en silencio hasta que se durmió sobre su pecho. La tomó en brazos, la acostó sobre la cama y se sentó a su lado. Así los descubrió el amanecer.

Seguía lloviendo.

Las otras verdades

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