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CAPÍTULO 13

Enfrentar

En asuntos de amor siempre pierde el mejor.

De la canción Seis tequilas, de Joaquín Sabina,

Pancho Varona y Antonio García de Diego, 2005

BUENOS AIRES

Alejandro sabía que tenía que enfrentar la situación. Hablar con Emilia, decidir los términos del divorcio, retirar sus cosas de la casa, hacer todo lo necesario para cerrar el capítulo de su vida anterior. Debía poner fin a las ataduras legales y emocionales que lo mantenían unido a su pasado para ser capaz de comenzar una nueva historia junto a Corina de manera plena.

Era cierto que ya vivían juntos, pero parte de él aún estaba enredada entre la culpa y las palabras no dichas. Era una buena persona que había tomado una decisión; hasta ahí, estaba en su derecho. Lo reprochable era que la había ejecutado de acuerdo al proceder de su nueva pareja y sin considerar que Emilia merecía otra cosa. Sentía que él no hubiera sido capaz, simplemente, de llevarse sus cosas cuando ella no estaba si no hubiera sido por la presión de Corina, que era implacable. El imprevisto de que su esposa –¿o debía decir exesposa?– hubiera aparecido inesperadamente había sido un hecho frente al que no había sabido cómo actuar. Además, cuando Corina la había visto llegar, adrede lo había llamado insistentemente a su celular para que saliera de allí lo más rápido posible, y eso había influenciado sobre las circunstancias imponiendo una cruel celeridad y la falta de explicaciones que tendría que haber dado.

Esa mañana, cuando regresaron de correr por los bosques de Palermo, y mientras desayunaban antes de irse a trabajar, él prefirió iniciar la conversación.

–Amor, hoy voy a llamar a Emilia. Es necesario, ya pasaron muchos días –dijo esperando una reacción.

–¿Y?

–¿Cómo que “y”?

–Sí, ¿y? –insistió–. ¿Qué cambia que hayan pasado muchos días? ¿Me amas menos?

–No, claro que no –de inmediato se preguntó si la amaba. Supuso que sí.

–¿Te arrepentiste de algo?

–No.

–¿Entonces para qué vas a llamarla? ¿Para escucharla suplicar que regreses?

–¿Por qué lo haría? No me ha llamado nunca desde que me fui. Además, tú no la conoces. Es demasiado orgullosa. Nunca haría algo así –omitió referirse al llamado que él sí había hecho para saber cómo estaba y que Emilia nunca había respondido.

–Lo hizo en la puerta de su casa, la vi rogarte y aunque no podía escucharla, tú mismo me lo contaste luego. ¿Te acuerdas? Además, aunque no lo hubieras hecho, ella lloraba y desde lo gestual era innegable la súplica –agregó más técnicamente.

–Sí… –lamentó habérselo confirmado, había sido un modo innecesario de denigrar a Emilia que después de todo era la víctima. ¿Era la víctima? No lo supo. Al menos era la abandonada, eso seguro–. Más allá de eso, hay cosas en la casa que debo ir a buscar –agregó.

–¿Qué cosas? Podemos comprar lo que necesites –era evidente que Corina no quería asumir el riesgo de que Alejandro, al ver a su esposa, cambiara en algo su realidad.

–Corina, hay cosas mías en esa casa que no son reemplazables. Son casi diez años –insistió.

–No te creo –dijo ella poniéndose seria–. La verdad no es esa.

–Es completamente cierto –se defendió–. Mis libros, mi ropa, algunas cosas que eran de mis padres. Todo tiene un valor afectivo que tienes que entender.

–Hermoso discurso, pero no es la razón. Te conozco –se le notaba el enojo.

–No es discurso, Cori. No lo es –trató de suavizar el diálogo que anticipaba difícil.

–¿Son?

–¿Son qué?

–¿Son casi diez años?

–Sí –respondió sin advertir la sutileza. La pelea estaba iniciada, y una Corina que nunca había visto desplazó a la hermosa, interesante e irresistible rubia por la que había dejado todo.

–Te lo diré muy claramente. No son casi diez años. ¡Fueron casi diez años! Que se terminaron en el mismo momento en el que la engañaste por primera vez y después otra, y otra durante seis meses en los que lo único que deseabas era lo que hoy tenemos. Fueron diez años que dejaste atrás el mismo día que decidiste venir a vivir conmigo. Te sientes culpable. Es eso –afirmó.

Alejandro se quedó perplejo frente a su reacción.

–No puedes ser tan posesiva, yo te elegí a ti, pero debes entender que antes de conocerte existí como ser humano y tuve una vida.

–¡Me da igual esa vida que ya no existe, yo defiendo la nuestra! –dijo Corina elevando el tono.

–Es mejor que te tranquilices –comenzó.

–¡No me digas lo que tengo que hacer!

–Tú tampoco –agregó Alejandro con un tono tranquilo que sostenía su verdad–. Corina, lo último que quiero es discutir contigo. Yo te elegí, estoy aquí, vivimos juntos, pero tuve una vida antes, conocí personas, asumí compromisos y debo enfrentar mi decisión de dejarlo todo –insistió sobre su argumento.

–Te sientes culpable. Estoy segura.

–No. No de la decisión, pero reconozco que la forma en que hice las cosas no me enorgullece –admitió–. Solo enfrentando mi pasado, a mi manera, me sentiré bien.

–No quiero.

–¿Por qué?

–Porque la felicidad que logramos juntos es todo para mí. Cualquier cosa podría suceder que me la quite.

–Nada va a suceder que te quite nada –intentó tranquilizarla–. Solo debo actuar como un adulto y ocuparme de lo que tengo que hacer –tomó su mano sobre la mesa. Ella se quedó inmóvil reteniendo las lágrimas que sentía en el alma, pero no permitía que sus ojos liberaran.

–No me gusta que regreses allí. Intuyo que ocurrirá algo que va a dolerme y no quiero –dijo con un hilo de voz.

–Te prometo que solo voy a llamarla para ir a buscar mis cosas –apretó con firmeza su mano. Ella lo soltó–. Empezaré por eso –agregó.

–¿Vas a pedirle el divorcio?

–Sí. Pero no sé si lo haré enseguida. Buscaré el momento.

–Solo quiero saber si estás decidido. En verdad ni me importa un trámite que lleva más tiempo del que muchas personas tienen de vida por delante –dijo. Su pasado siempre le marcaba la relatividad del tiempo y el modo en que un minuto puede derrumbar una vida por completo.

–Creo que sí te importa y que tu coraza se rompió. Ya nada es carpe diem o “aquí y ahora” como cuando nos conocimos –la contradijo de una manera dulce pero firme.

Esas palabras fueron peor que una bofetada. La hicieron reaccionar. Era cierto. ¿Cuándo había cambiado la unidad de medida de su vida de viuda? ¿Por qué tenía tanto temor a perderlo? La cicatriz que le impedía proyectar algo más allá de la noche del día que vivía, el tatuaje invisible de su duelo comenzaba a abrirse para cambiar de forma y dar paso al color negro de su miedo. Pensaba como psicóloga, como si ella fuera su paciente, y era tan clara la escena que no pudo evitar llorar. Su fantasma, la pérdida irreversible la obligaba, una vez más, a observar sangrar su herida y sentir dolor en cada rincón de su cuerpo. Estaba enamorada de Alejandro Argüelles y tenía miedo de perderlo.

Había comenzado a recorrer un camino de ida en el que no le importaba qué obstáculo debía derribar para continuar.

Alejandro corrió hacia un lado la silla y le hizo señas. Ella se sentó sobre sus piernas y enjugó sus lágrimas.

–Cori, nada va a pasar, y si bien me enamoré de tu capacidad de disfrutar y de vivir al día sin planes, somos adultos, vivimos juntos y hay mucho que proyectar –quiso darle tranquilidad.

–No quiero proyectos. Nunca sabré si tendré la posibilidad de concretarlos. Te quiero a ti, ahora.

La besó intensamente. Estaba loco por ella, pero ¿era capaz de vivir al límite de no planear nada? Pensó en Emilia. Supo que había cambiado de extremo, pero ¿cómo quería vivir él? La respuesta no llegó a tiempo. Quizá no lo tenía claro. La discusión terminó hallando su fin entre las sábanas, el lugar donde los problemas se postergan, las palabras se olvidan y las promesas tienen el sabor a eternidad que se devora la ducha o el cigarrillo que no tarda en llegar.


Alejandro subió a su auto y se dirigió a la agencia de venta de vehículos en la que trabajaba, también ubicada en Palermo, con sucursales en otros lugares, que le habían permitido mentir sobre sus viajes. Estacionó. Respiró hondo y llamó a Emilia. Esta vez, ella respondió.

–Hola…

–Hola, Emilia –silencio incómodo. Distancia–. ¿Cómo estás?

–¿Lo preguntas en serio?

–Sí.

Pensó en decirle “embarazada”, “hecha pedazos”, “tratando de armar mi corazón roto”, “viviendo en el Mushotoku”, pero no lo hizo. Su orgullo pudo más.

–¿Qué quieres?

–Debemos hablar.

–¿De qué?

–Ems, han sido diez años.

–¡No me llames así! –sintió dolor en el alma al darse cuenta de que hablaba en pasado–. Supongo que quieres tus cosas. Estaré en la casa el sábado –respondió y cortó. Faltaban tres días para eso. Alejandro no insistió; le daba tiempo para tomar valor.

Las otras verdades

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