Читать книгу Las otras verdades - Laura G. Miranda - Страница 19
ОглавлениеCAPÍTULO 7
Amantes
Ella es impredecible.
Nunca sabes si te va a amar o te odiará, si va a huir o te pedirá que no te vayas nunca.
Miguel Gane, 2016
BUENOS AIRES
Alejandro apoyó los brazos sobre los cerámicos blancos y permaneció así unos minutos, no supo cuántos, rememorando la manera en que había dejado a Emilia. Sentía el agua de la ducha, primero sobre su rostro, y después desvaneciéndose sobre su cuerpo cansado. Las gotas, como un recorrido inevitable y letal, seguían el camino de sus formas para morir en la superficie plana que lo sostenía. Pensó que cualquier hombre estaría aliviado y feliz por no tener que ocultar la existencia de otra mujer en sus sentimientos, ni fingir que todo estaba bien con su esposa. Cualquier hombre, pero no Alejandro Argüelles. No podía olvidar la expresión desesperada de la mujer con quien, alguna vez, había decidido pasar el resto de su vida. Esa de quien creyó haberse enamorado. Muchas veces le había dicho “te amo” y había imaginado que era para siempre. “Te amo, Ems”, entre sábanas blancas, en un parque, de viaje en Nueva York, en París, en el campo, en la playa, en la sala de guardia en la que esperaban para que le enyesaran un brazo cuando se había caído de la escalera, en Aspen, aquella inolvidable Navidad, en sus cumpleaños…, en Tokio besándola en el castillo de Yuri, y en otros tantos lugares en los que habían compartido momentos. “Te amo”, le había dicho, “te amo”, dos palabras que salían de sus labios naturalmente, como si no hubiera otra verdad posible, pero había.
Nunca le había mentido. No sentía que fuera un traidor. Desde que Corina Soler estaba en su vida los “te amo” habían sido reemplazados por extenuantes y culposos silencios. Solo quedaba la manera en que la llamaba, “Ems”, pero vacía del sentido que la motivara la primera vez. Por eso la había dejado, porque ella merecía su honestidad por brutal que fuera. Siempre era mejor ser sincero. Así, en el cruce de un tango ya escrito, un abrupto dos por cuatro había puesto el punto final. Había cambiado dos palabras, “te amo”, por cuatro bien diferentes, “se acabó el amor”. Un compás que sonaba con lágrimas vivas.
La rutina, los planes exactos de Emilia, sus horarios, su compromiso ininterrumpido con su hotel, su necesidad de que todo fuera perfecto en su trabajo y en la casa. Esa obligación tácita de dar respuesta siempre. Sus estructuras y horarios para cada actividad, incluso la ausencia de creatividad en la intimidad, esa permanente condición de saber cómo y cuándo ocurriría cada suceso lo había agotado.
Emilia controlaba pasado, presente y futuro. Era equilibrista de situaciones y nada, jamás, caía de las bandejas que llevaba sobre ambas manos con copas de cristal simbólicas, llenas de decisiones y planes, que representaban cada vínculo, responsabilidad y día en el almanaque de su existencia. Ninguna cuestión escapaba a su control. No tenía mala intención, eso era seguro, pero ¿lo hacía por ella? ¿Por los otros? ¿Por miedo? ¿Por qué?
El control incuestionable al que Emilia sometía su vida había erosionado de manera lenta el amor que los unía, hasta reducirlo a nada. Un día, ese amor se había acabado, no era un amor roto, herido o desgastado. No era un sentimiento que pudiera sanar o volver a latir. No era un amor que agonizaba. Simplemente no estaba allí; en todo caso era un amor ausente. Un amor que había partido al lugar donde se supone que van los restos de los amores perdidos en medio de los errores humanos y las señales que no fueron vistas. Había, tenía que haber, en algún lugar de la tierra, un cementerio de amores que no lo lograron. Un lugar como aquellos en los que descansan los soldados que no vuelven de la guerra. Allí estaban esparcidas las cenizas del que había sido el amor de Alejandro y Emilia. No se sentía contento por eso. No era agradable fracasar en ninguna de sus formas, pero era todavía peor permanecer en la comodidad de lo que no funciona, resignando en ese acto vano la felicidad que espera en otro sitio. Justo al lado de un amor imprevisible y vertiginoso que le devolvía vida a su cuerpo, a su alma y a sus emociones.
El matrimonio que Emilia había adoctrinado con la finalidad de que cumpliera el plan previsto y deseado había empujado los ojos de Alejandro hacia Corina, un ser que vivía la vida como se presentaba porque había aprendido, a fuerza de un gran golpe, que nadie es dueño del tiempo o de los planes. El opuesto literal y preciso de su esposa.
En ese escenario emocional, una mañana, casi seis meses antes, la había encontrado en los bosques de Palermo, muy temprano, en su jornada de running. Un día sucedió a otro con el mismo horario. Primero, una sonrisa a la distancia al reconocerse, luego, un saludo distante y simpático. El misterio. El paulatino interés. Y, casi de inmediato, las ganas de encontrarla. Recordar su imagen. Afeitarse y perfumarse. Pensarla. La irresistible y silenciosa atracción que, supo después, había sido recíproca. El engaño mental, ese con el que para algunos se consuma la infidelidad más peligrosa. La que tiene oportunidad de conllevar sentimientos y compromiso.
Correr a la par. Competir. Reír. Disfrutar el aire, el cielo, la vida. Charlas sobre el césped, cosas en común, placeres con los que Alejandro había fantaseado y que Corina gozaba y le hacía vivir en plenitud.
Una historia trágica, detrás de una mujer de treinta y tres años y una viudez repentina. Tres años atrás, Corina se había casado y fue feliz lo que duró su luna de miel, porque al regresar de Europa, en su primera semana de matrimonio, un accidente automovilístico se llevó la vida de Leonardo.
Corina sobrevivió al peor dolor que había tenido que enfrentar en toda su vida. Horas de psicoterapia, amigas leales, soledad, deporte, lectura y cursos. Llenaba los vacíos que otras mujeres ocultan detrás de las compras, con cursos. De lo que fuera: repostería, novela negra, inglés, italiano, zumba, fotografía. El máximo considerado desde su inutilidad, dejando a salvo que saber siempre suma y no resta, fue el de sommelier de té. Lena, su hermana, le decía: “Si te hace bien, hazlo, pero en todos lados te sirven un té común, ensobrado; salvo que viajes a Japón o a Londres no podrás usar esos conocimientos jamás”.
Concluida la etapa de cursos y aferrada al running cada día más se había mudado e iniciado una nueva vida. Corina, que era psicóloga, había decidido cambiar de domicilio su consultorio. Subalquiló uno en una casa también en el vecindario de Palermo, donde atendían otras tres colegas; una de ellas, su mejor amiga, Verónica Marino.
Corina vivía el momento, llevando al máximo su capacidad de disfrutar. No tenía cuestiones pendientes con nadie dado que sabía muy bien que la fatalidad estaba acechando siempre, y le resultaba terrible imaginar la pérdida de un ser querido habiendo dicho palabras que no quería decir o cosas que no sentía, o peor aun habiendo callado lo que debía ser dicho. Por suerte, nada de eso había sucedido con Leonardo.
Sin embargo, ella era imprevisible, esa era su cicatriz. Había sellado su duelo con la íntima decisión de que haría lo que tuviera ganas y que nada se proyectaría más allá de la noche del mismo día. Era muy simbólico que esa convicción conviviera con su necesidad diaria de correr. ¿Por qué lo hacía? ¿Adónde quería llegar si creía que no había más que unas horas seguras por delante?
Alejandro era el primer hombre que le había interesado de verdad luego de la muerte de su esposo. Corina lo deseaba para sí y no le importaba el precio que hubiera que pagar. Simplemente porque para ella la felicidad valía todo lo que tenía. Cuando el destino quería algo se lo llevaba sin consideración alguna, entonces, ¿por qué no podía ella ser como el destino?
Ella llevaba la tristeza inevitable en su historia, pero no cargaba mochila alguna de sufrimiento y reía. Reía con tanta fuerza cuando algo le provocaba ganas de hacerlo, que brillaba y era imposible no pensar que definía la felicidad plena con su gesto.
Las jornadas de running se sucedían en los bosques de Palermo y sumaban empatía, chistes, risas, intercambio de números de celulares, roces, halagos prudentes, suspicacias y deseo contenido. Cada día los encuentros eran una cita tácita que ambos esperaban, incluso y mejor cuando llovía. Una mañana, ella fue por más.
–Alejandro, me gustas, te gusto. El juego de seducción es ya insostenible. Si no me besas en el próximo minuto, creo que no vendré más a este lugar…
El cielo se había puesto gris por completo. Antes de que pudiera terminar, Alejandro tomó su rostro entre las manos a plena luz del día, olvidándose de quién era y la besó.
Comenzó a llover. La escena no podía ser más romántica y provocadora. Sus labios eran un elixir de atrevimiento. Las lenguas hallaron su par, y en el instante siguiente nada más importó. Se sintió tan vivo, tan intenso, que Corina creyó que su corazón iba a salir de su cuerpo para estallar libremente y organizar una fiesta.
–Vamos a mi casa –susurró ella. Y allí fueron, empapados de agitación. Se descubrieron, se desnudaron, se acariciaron, se besaron, se entregaron al todo o nada, que es la vida a veces. Fue en la piel la confirmación de lo que ambos habían sentido ya repetidas noches antes de dormirse, aunque no estuvieran juntos.
Y en la misma ducha, que ahora lo relajaba del tormento, habían hecho el amor con la lentitud que imponen las ganas de querer detener el tiempo, y la pasión de lo prohibido que se desea a perpetuidad.
El agua seguía golpeando su rostro cuando Corina, vestida con una camisa blanca y un pantalón corto, entró a la ducha y lo sacó de sus pensamientos.
–¿Estás bien, amor? –sonrió mientras la tela de la camisa, como consecuencia del agua, comenzaba a adherirse a sus pechos resaltando el sujetador también blanco.
–¿Estás loca? ¿Qué haces vestida en la ducha?
–Hago lo que quiero: besarte –respondió. Y lo hizo. Lo besó como si no hubiera un mañana.
Alejandro la desnudó. La subió a horcajadas y sus cuerpos se amoldaron al deseo. El agua que los recorría agudizaba sus sentidos y, juntos llegaron, sin salir de la ducha, al lugar donde vive el placer de los amantes. Algunos le dicen “paraíso”. Para Corina era solo “aquí y ahora”. Para Alejandro era “algo desconocido”.