Читать книгу Ecos del fuego - Laura Miranda - Страница 11

Оглавление

capítulo 2

Equilibrio

Hay que buscar el buen equilibrio

en el movimiento y no en la quietud.

Bruce Lee

Abril de 2019. Montevideo, Uruguay.

Lisandro observaba la felicidad en el rostro de su hijo y se sentía pleno. Ese niño era todo para él. El sol caía sobre la plaza mientras, sin apartar la mirada del pequeño Dylan de cinco años que andaba en su bicicleta con rueditas de entrenamiento, hablaba con Melisa.

–Estamos bien. ¡Que tengas buen viaje! –le dijo Lisandro al celular.

–Eres un gran padre, ¿lo sabías? –preguntó ella con ternura.

–Claro que lo sé –respondió. Era poco habitual esa relación con la madre de su hijo. Lo que su amigo, Juan Elizalde, llamaba con cierto humor irónico “una separación soñada y perfecta”. ¿Acaso había algo de perfecto en una pareja con un bebé que terminaba? Su caso era el literal opuesto del de su amigo.

Lisandro Bless y Melisa Martínez Quintana se habían enamorado, siete años antes, durante un viaje a París en el que se habían conocido. Él, un simple turista que viajaba solo y ella, licenciada en Turismo que se alojaba en el mismo hotel. Tenía su propia agencia de viajes, Life&Travel, con sedes en Argentina, Uruguay, Francia, Italia, España y México; negocio que dirigía con su padre. La atracción había sido inevitable. París era el escenario del romance. Allí, una historia de amor, entrega y pasión los había sorprendido. Parecía tener ese sabor de lo que se siente cuando la magia oculta la finitud de su tiempo.

Ya de regreso en Uruguay, los permanentes viajes de Melisa y el trabajo de Lisandro, que era psicólogo especialista en adolescentes, no eran compatibles.

Una noche, sin saberlo, el encuentro de esos dos seres gestó una vida.

Como sucede con los enamoramientos, llegó el día en que la realidad rompió el hechizo, aunque no del todo, y se descubrieron diferentes. Enterados del embarazo, Melisa le confió honestamente, luego de pensarlo muy bien, que le gustaría tener ese bebé, pero que sentía que no podría ser una buena madre. Amaba su trabajo y no imaginaba instalarse en un solo lugar y cumplir ese rol. Ella era nómade, pertenecía al mundo. Su vida transcurría entre maletas, vuelos, hoteles y negocios por el mapa que recorren los seres que aman la libertad en su más extrema expresión. Sin embargo, quería ese hijo. Era una contradicción. ¿Cómo salir de ese laberinto?

En verdad, no conocía demasiado a Lisandro, pero su percepción de la energía que irradiaba le indicaba que, si había de ser madre alguna vez, sería con él. Un ser generoso, dulce y decidido. Se divertían juntos y lo que más le gustaba era que jamás juzgaba a nadie. Parecía tener una sabiduría milenaria mezclada con un hombre simple y apasionado por la vida en cada instante. Muy acorde a su profesión, no lo limitaban las estructuras sociales.

Lisandro la había escuchado atentamente. Sentía que Melisa era así y nunca había disfrazado su forma de disfrutar la vida ni la manera en que amaba viajar, conocer y crecer en su carrera empresarial. Todo lo que habían hablado en París era cierto y continuaba allí. No los habían unido los planes, sino los momentos que compartían.

Entonces recordó la conversación:

–Mel, puede que sea una locura… lo sé… es poco tiempo…

–Nunca hice nada guiada por lo que otros hacen. Generalmente hago locuras… –había interrumpido con una sonrisa. A pesar de su independencia, sus sentimientos le habían enviado esa señal con sus palabras.

–Debes saber que aceptaré lo que tú decidas.

–¿Pero…? –ella sabía que no era todo.

–Pero yo quiero ese bebé. No es un acto de responsabilidad. Lo siento así. Quiero ser padre y no me importa que tú no seas el modelo tradicional de madre.

Unos minutos en silencio hacían su trabajo en el interior de Melisa, que intentaba descubrir la respuesta.

–¿Serías capaz de adaptarte a mi vida? –había preguntado ella, por fin.

–Lo intentaría. Y si no lo logro puedo asegurarte que nunca te reprocharé nada. Continúa con el embarazo, sigamos juntos y yo me haré cargo de todo para que puedas seguir con tu empresa.

–¿Es eso justo para ti?

–Es lo que elijo. ¿Quién dice qué es justo y qué no? ¿Sería justo para ti que yo te exigiera dejarlo todo por ser madre?

–No lo haría. No voy a mentirte.

–Lo sé. ¿Sería justo negarle a ese bebé la oportunidad de dos padres auténticos? –agregó.

–Supongo que no, considerando que no es que no lo quiera. ¿Sabes? Eres distinto y me encanta todo de ti. Comienzo a sentir que me gusta que un hijo tuyo viva en mí ahora y empiezo a pensar que el hecho de que ese hijo mío crezca contigo después, me hará feliz.

–Crecerá con ambos. Formarás parte de su vida. No serás una madre convencional, pero sí una leal a sus ideas que lo protegerá y lo criará a su manera, con mi apoyo.

–Eso es cierto. Estaré para él. Me ilusiona. Me da miedo también, pero correré el riesgo. Confiaré en ti –había agregado con entusiasmo. Así era Melisa, no necesitaba tiempo para tomar decisiones, simplemente seguía sus impulsos.

De ese modo, luego de una larga conversación en la que fueron claros, los dos habían llegado a un original acuerdo y continuaron juntos hasta que Dylan tuvo un año. Para ese entonces, la pareja se había convertido en un par de buenos amigos que se cuidaban y entendían, pero que pasaban poco tiempo juntos. Si bien se querían, una familia era otra cosa. Ambos lo sabían. Entonces, se habían separado razonablemente sin necesidad de trámites legales ya que nunca habían contraído matrimonio. Desde ese momento, Dylan vivía con Lisandro en Uruguay. Cuando Melisa estaba en el país, se iba con ella, y cada día hablaba con el niño por Skype o videollamadas de WhatsApp. Era una madre atípicamente presente del modo que la tecnología y su manera de vivir le permitían. Funcionaban bien de esa manera.

Lisandro volvió de sus recuerdos cuando Dylan pasó frente a él dando su cuarta vuelta a la plaza. Esa tarde, Melisa lo había llamado desde el aeropuerto de Italia mientras esperaba su vuelo a Francia.

–¿Qué hace Dylan?

–Está andando en bicicleta.

–¿Y tú?

–Lo cuido, Mel. Hoy no tengo consultorio.

–Me refiero a si estás bien.

–Claro que sí.

–Okey. Hay dinero en la cuenta que compartimos, por si lo necesitan.

–Está bien. No lo utilizaré pero, de ser necesario, recurriré a ti primero que a nadie. Quédate tranquila –su profesión no le daba un pasar económico holgado, vivía al día pero dignamente y tenía todo lo que quería.

–Bien. Sabes que haría todo por ustedes.

–Lo sé. También yo.

–Dile que lo amo.

–Le diré. Cuídate.

–Te llamaré al llegar. Adiós –se despidió.

Lisandro pensó que era afortunado. La relación con Melisa era tan buena como podía ser. Juan, su amigo, no podía creer que ella hubiera abierto una cuenta conjunta donde siempre había dinero disponible y, menos aún, que Lisandro no usara nada de ese dinero, salvo que Dylan necesitara o quisiera algo que él no podía darle.

Se acercó a su hijo quien se detuvo delante de él.

–¿Era mamá?

–Sí. Dijo que te ama. Está por tomar un avión a Francia.

–¿Cuándo regresa?

–No lo sé, pero nos llamará más tarde.

Dylan se distrajo al observar a dos niños que pasaron rápidamente en sus bicicletas. Cambió de tema, era natural para él que su mamá estuviera de viaje trabajando.

–Papi, ¿por qué no tienen rueditas sus bicis?

–Porque son más grandes y pueden controlar el equilibrio.

–¿Yo no puedo?

Lisandro lo pensó un instante.

–La verdad es que no lo sé. No lo hemos intentado.

–¿Podemos?

–¿Ahora?

–¡Sí!

Lisandro fue hasta la camioneta y tomó del maletero las herramientas necesarias para quitarlas. Le encantaba compartir el tiempo con su hijo y ser testigo del modo en que crecía feliz.

Minutos después, sostenía el pequeño asiento con fuerza mientras Dylan luchaba por no caer hacia los lados.

–Tranquilo, hijo. Estoy aquí, no te soltaré –le repetía una y otra vez. Le parecía mentira estar diciendo las palabras que su propio padre le había dicho a él tantos años atrás. Tan simbólico y tan cierto. “Tranquilo, hijo. Estoy aquí, no te soltaré”. Eso era ser padre, estar ahí para su pequeño y no soltarlo. Sabía que llegaría el día en que tendría que hacerlo, pero de momento faltaba mucho tiempo para eso.

Por breves instantes, cuando advertía que Dylan podía solo, lo soltaba sin decirle para que no perdiera la confianza y corría detrás de la bicicleta para sostenerlo de inmediato si tambaleaba.

–Te soltaré de a poco, hijo –anunció luego de varios ensayos.

–Me da miedo. No me sueltes –respondió dándose vuelta para mirarlo. Entonces perdió el equilibrio y cayó de lado. Raspó su rodilla contra la acera. No lloró, aunque tenía ganas.

–¿Quieres que dejemos esto para después, hijo? –preguntó con cariño mientras lo ayudaba a levantarse–. No es nada. Yo también me caí mientras aprendía.

–¿Con el abuelo?

–Sí.

–¿Y en cuánto tiempo lo lograste?

–Luego de una tarde entera. Después, me animaba solo, pero tuve varias caídas más.

–Sigamos –dijo el niño y montó su bicicleta con determinación. Dylan quería ser como su papá.

Quizá la vida fuera exactamente eso, la posibilidad de buscar el equilibrio con decisión. El justo balance entre lo que somos, lo que queremos conseguir y el mundo que nos rodea con sus desafíos permanentes desde que comenzamos a andar.

Quizá saber qué se desea en la vida y moverse en esa dirección sea la manera más clara de obtener equilibrio.

Dylan y su padre lo sabían.

Ecos del fuego

Подняться наверх