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capítulo 14

Origen

Una historia no tiene comienzo ni fin:

arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia

desde el cual mira hacia atrás o hacia adelante.

Graham Greene

Noviembre de 1988. Montevideo, Uruguay.

Renata Fablet estaba cansada. Sabía que nadie más que ella tenía la culpa de sentirse así. No era agotamiento físico o sí, pero no debido a actividad extenuante, sino a que ya ni su cuerpo soportaba la espera. Sus pensamientos no resistían tantas expectativas en vano, noches de insomnio, promesas rotas, palabras de amor encerradas en una clandestinidad que por derecho no merecía. Lágrimas que le quemaban los sueños y esa decisión de poner fin que se alejaba cada vez que sentía que era capaz de hacerla propia. Las dudas sobre su determinación y, a la vez, el miedo de enfrentarse a sí misma y a su debilidad. ¿Sería suficiente el escenario que había elegido? ¿Era París una buena idea?

Llegó a la oficina. Solo estaba Elías Fridnand. Analizaba un caso importante. Era el abogado dueño del estudio jurídico. En pleno auge de su carrera profesional, había contratado a Renata porque había reconocido en ella potencial. Nunca imaginó que, además de eso, caería rendido ante su belleza y encanto natural. Hasta ahí todo podría haber sido el inicio de una linda historia de amor, pero no. Elías era casado, padre de dos niños pequeños y con una vida casi perfecta.

Al verla, se puso de pie y la besó antes de que pudiera reaccionar.

–Te esperaba…

–¿Para qué?

–Para esto –dijo y volvió a besarla–. Te extrañé.

Renata no podía resistir la cercanía de sus latidos sin que eso la envolviera en la ceguera de olvidar, mientras duraba el tiempo a su lado, que no era la única mujer en su vida. Tampoco la más importante.

Elías tomó el rostro de ella entre sus manos.

–¿Qué sucede? –preguntó. La conocía bien.

–Estoy cansada de compartirte. Me enamoré. No quería hacerlo, pero evidentemente no supe evitarlo.

–Shh… –la calló acercando su cuerpo al de ella. Con caricias suaves y atrevidas que recorrían su intimidad, comenzó a desabotonarle la camisa y a provocarle con los labios sus pechos, que reaccionaron de inmediato–. Pídeme que te haga el amor aquí, sobre el escritorio, y lo haré –susurró.

Renata se entregó a la irresistible pasión de lo que sabía que sería dolor solo minutos después. Lo atrajo hacia su boca y lo besó con intensidad. Con las manos le acarició la espalda y se detuvo en los glúteos ejerciendo presión hacia ella. Sintió sobre su pubis la hombría perfecta.

–Hazme el amor, ahora, aquí –pidió entre la agitada respiración y la humedad que crecía.

A horcajadas y a medio vestir, Elías la apoyó sobre su mesa de trabajo, recorrió con su lengua la incipiente excitación y luego entró en ella. Sintió que su lugar en el mundo era allí, entre sus piernas. La quería, la deseaba y reconocía que era la mujer con la que hubiera deseado compartir todo. Segundos después, un orgasmo diferente se anunciaba. Renata se arqueó y se sujetó con una de sus manos del borde del escritorio. Los expedientes cayeron al suelo con su movimiento. Ella estalló en mil partículas de placer.

–Te amo… –dijo él.

Renata no respondió porque se entregó a sentir cómo la tibieza de ese amor se derramaba en su interior sin que ninguno de los dos pensara en el futuro.

Agitados todavía, se levantaron, acomodaron su ropa y se miraron. Había que hablar. Ella tenía algo que decir y lo hizo.

–Elías, me voy.

–¿Adónde?

–Contraté un viaje. Me voy a Francia. Necesito distancia.

–¿Cuándo decidiste eso? ¿Por qué tan lejos? No puedo estar sin ti, lo sabes.

–Ayer –respondió a la primera pregunta–. Me voy porque tampoco puedes estar sin ella. Quizá me valores o puedas tomar una decisión en mi ausencia.

Elías sintió un nudo en la garganta. Hablaba en serio. Lo decía su expresión más que sus palabras.

–Tú eres mi vida.

–Déjala y me quedaré. Mejor aún, podemos viajar juntos.

Silencio. Aire asfixiante. Energía densa. Cobardía. Esperanza. Estadísticas. Lo de siempre.

–No puedo. Tengo dos hijos. No les haré eso.

–Te has cansado de decirme que tu mujer no te da lo que yo…

–No quiero hablar de ella contigo. No deseo lastimarte.

–Lo haces.

De pronto, y contra toda previsión, Elías la abrazó y se puso a llorar.

–Me encantaría irme a París contigo, pintar un cuadro juntos, ser desordenado y poder improvisar tu alegría. Ser lo que no somos y hacer las cosas que nunca fuimos capaces de hacer con nadie –confesó como si fueran sueños imposibles–. Pero no puedo. Nunca dejaré a mi familia, jamás me atreví a dar una pincelada y soy completamente previsible.

–¡Me amas! ¿Por qué no puedes permitirte hacer las cosas que te harían feliz?

–Porque te conocí tarde. Mereces más de lo que yo puedo darte. No es justo para ti. Quisiera ser capaz de animarme, pero no lo soy. Perdóname.

Mereces más. Las palabras más absurdas del mundo.

Renata no pudo contener las lágrimas, lo besó en la boca y se fue sin mirar atrás.

***

París, Francia.

Dos días después, estaba en París mezclada entre otros turistas. Descansaba sobre el césped frente a la Torre Eiffel, observando la ciudad del romance y pensando en Elías, cuando un extraño se sentó a su lado. También parecía estar más adentrado en sus recuerdos que en la inmensidad perfecta de una torre que se elevaba segura delante de sus ojos.

Era otoño en París, las temperaturas descendían durante el mes de noviembre. Renata cerró los ojos y suspiró. Llevaba un gorro de lana que combinaba con su bufanda y guantes de color rosa pálido. No sentía el frío que en verdad hacía. A veces, la nostalgia conlleva el calor de lo que se extraña. El hombre que se había sentado a su lado tomaba algo caliente en un envase térmico. Olía a café. Sin mirarla, le convidó acercando el recipiente a la altura de sus manos. Ella aceptó sin decir nada. Hablaban el lenguaje del silencio y miraban en el mismo sentido. Se sintió cómoda.

Unos minutos después, ella le devolvió el café y se recostó sobre el césped. Miraba el cielo interrumpido por la torre. El extraño hizo lo mismo.

–¿Por qué miramos hacia arriba si podríamos subir? –preguntó Renata y llamó su atención.

–Supongo que Antonio Porchia tenía razón. Miramos hacia arriba porque de otro modo creeremos que somos el punto más alto –respondió en español.

–Tiene sentido. ¿Cómo te llamas?

–Santino Dumond. ¿Y tú eres…?

–Renata.

–Es evidente, Renata, que a los dos nos sucede algo de lo que no queremos hablar.

–Perdóname, pero no eres muy intuitivo. Estamos solos, suspirando en París y compartimos un café en silencio frente a la Torre Eiffel. ¡Yo diría que no hace falta un adivino aquí para llegar a esa conclusión! –sonrió.

–Tienes razón –admitió y sonrió también–. ¿Entonces?

–¿Entonces qué?

–¿Lloraremos en un rato o inventamos algo?

–No voy a llorar y no se me ocurre qué podríamos inventar –dijo con curiosidad.

Empezaba a disfrutar la compañía de ese tal Santino. Lo miró. Vestía un jean y un abrigo grueso. Sus ojos eran oscuros y tenía el cabello ondulado. Le pareció bohemio y atractivo. No lo hubiera mirado en Uruguay, pero estaba en París.

–¿Qué haces aquí? –preguntó ella.

–Vine a buscar respuestas. Cuando algo me agobia, tomo mi libro favorito y vengo aquí. Es la “torre del poder”.

–¿Por qué la llamas así?

–Porque todo es más pequeño cuando la miro desde este lugar. Piensa en lo que recordabas cuando te sentaste aquí. Ahora mira la torre. ¿Acaso no es pequeño el tamaño de tu pensamiento?

Renata lo hizo. Era verdad, comparado con la imponente estructura de hierro, Elías era solo un paso en miles de kilómetros. El extraño se ganaba su protagonismo.

–¿Qué libro trajiste?

El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.

–Tienes personalidad. No cualquiera interpreta a Hemingway –respondió.

Santino sintió un impulso y lo siguió.

–Te propongo algo: vivamos aquí y ahora, como si no tuviéramos pasado ni futuro. Ganémosle la partida a la angustia que nos hizo mirar el cielo.

–¿Y cómo sería eso?

Santino tomó su mano, corrió su guante en busca de la piel y la besó con dulzura. Necesitaba sentir qué le provocaba el contacto físico con esa hermosa mujer, aunque fuera mínimo. Quería percibir su energía antes de ir por su locura. Renata sonrió y el beso tuvo sabor a olvido. Solo pensó en sus latidos que se aceleraron con la sorpresa. ¿Quién era ese desconocido que había echado de sus pensamientos el recuerdo de Elías aunque fuera por solo ese momento?

–Sería así: subimos a la torre, caminamos, corremos, no sé, lo que nos dé la gana. Solo por hoy –dijo. Se puso de pie y estiró su brazo para que ella tomara su mano y aceptara el desafío de esa felicidad temporal–. Sin preguntas.

Renata pensó que no tenía nada que perder.

No solo subieron a mirar París desde los observatorios del tercer piso de la torre, sino que caminaron, conversaron y rieron. Bebieron chocolate caliente en un típico café parisino, visitaron la librería Shakespeare & Company y se besaron varias veces antes del atardecer.

Una Renata que no conocía habitó su cuerpo y su alma. Fueron a Montmartre y, delante del muro de los "Te quiero", fue ella quien buscó su boca y desató lo que luego no pudieron detener durante los siguientes días. Nunca supo de qué manera llegó a una pequeña vivienda muy cerca de allí. Entre muchos objetos y música en francés, ese hombre desapegado a las estructuras, llamado Santino, despertó su sentido más profundo de libertad. Hicieron el amor o algo parecido al amor los hizo a ellos dos. Habían conseguido desarraigar de sus memorias las razones por las que habían observado la Torre Eiffel en silencio, respirando el frío de la soledad y la desilusión, aquel día de noviembre.

***

Pero, como suele suceder con los encantamientos, aquello terminó el mismo día que un pasaje de regreso, poco tiempo después, traía a Renata a enfrentar la decisión más importante de su vida.

Los primeros días del mes de diciembre, un resultado positivo confirmaba su embarazo. No lo deseaba. No quería pensar en las posibilidades.

¿Cuál era el origen de esa vida que le arrancaba el futuro? Un mundo de dudas se atrevía a latir y crecer en sus entrañas.

Ecos del fuego

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