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capítulo 6

Lágrimas

Las lágrimas son la sangre del alma.

San Agustín

Montevideo, Uruguay.

Stella buscó en su celular los periódicos digitales del mundo, y todos informaban la noticia del incendio.

Un fuerte incendio consume este lunes a la Catedral de Notre Dame de París, uno de los monumentos históricos más importantes de Francia, que cada año recibe a millones de turistas de todo el mundo. Las llamas se originaron en la estructura que sostiene el techo del templo, donde se estaban realizando trabajos de restauración, leyó.

No pudo evitar preguntarse si se trataría del ático, sabiendo que ese lugar era el que amaba su amiga. Siguió buscando noticias para saber la respuesta.

El fuego provocó el derrumbe de la aguja central y de la estructura completa del techo, ante la frustración de los bomberos, que no logran llegar al epicentro del incendio.

Y así eran casi todos los titulares. Algo en su interior le gritaba que se trataba del lugar de la fotografía de Elina y su encuentro con Gonzalo.

Cuando Stella llegó a casa de su amiga, ella había abandonado la pintura del cuadro y se estaba dando una ducha.

–Hola, Ita. ¿Te ha dicho algo? –preguntó después de saludarla.

–No, nada. Me preocupa mucho. Hace tiempo que no la veo con una angustia semejante.

–¿Dices que regresó mal y que luego la afectó más lo de Notre Dame?

–Sí. Así fue. Yo la conozco. No me gritó desde abajo como hace siempre y tenía esa expresión… La misma de desamparo que cuando era niña. Me duele tanto… Para peor, el fuego otra vez… y en Notre Dame… –se le caían las lágrimas.

–No llores, Ita. Esto también pasará –la consoló y la rodeó con sus brazos–. ¿Tú cómo estás?

–Bien. Solo mi flebitis y estas várices que no sanan. La diabetes que no deja cerrar mis heridas… ¡Como si tuviera ochenta! –agregó con sarcasmo y cierto humor–. Pero es Elinita lo importante –continuó–. Ve a su dormitorio, yo les prepararé algo para cenar. Te quedas, ¿verdad?

–Sí.

***

–Elina Fablet, ¿qué está sucediendo? –preguntó con cariño cuando entró a la habitación. La llamaba por su nombre y apellido cuando deseaba poner énfasis en su atención.

–Hola...

Stella miró a su alrededor.

–¡Dios! ¿Te entraron a robar? –dijo en alusión al desorden del dormitorio.

Elina sonrió.

–Siempre logras hacerme reír y créeme si te digo que deberás esmerarte mucho de ahora en adelante –tenía la computadora portátil sobre la cama y estaba sentada con las piernas cruzadas delante de la pantalla.

–¿Trabajas?

–No… Busqué mucha información sobre algo y recién miraba imágenes de Notre Dame… Estoy muy triste.

–Bueno, solo se ha quemado una parte, no se ha muerto Gonzalo ni lo que ustedes vivieron… París sigue allí –dijo intentando minimizar la cuestión. Aunque claramente lo que evocaba sus heridas era el fuego más allá de todo.

–Lo sé…

–¿Qué es lo que ocurre? ¿Algún caso de niños abusados?

–No. No adivines… No lo lograrías aunque tuvieras toda la vida.

–Entonces cuéntame.

–Fui al médico… Después de tantas idas y vueltas, de visitar diferentes especialistas explicando cada síntoma, parece que he logrado que me digan qué tengo.

–¿Qué tienes?

–Según mis análisis, biopsia de glándulas salivales, varias pruebas diagnósticas y el test de Schirmer, tengo un raro síndrome. Se llama Sjögren –dijo mientras leía el nombre de la pantalla, le costaba retenerlo.

–¿Qué es eso?

–Es una enfermedad autoinmune, sistémica, reumática y crónica. Con una variedad tremenda de manifestaciones –respondió leyendo de la pantalla las características–. La sequedad en mis ojos, mi cansancio, la poca saliva, que implica la necesidad de tomar mucho líquido… son algunas de ellas. No puedo llorar, no genero lágrimas. ¿Imaginas eso?

Stella se esforzaba por comprender y por no demostrar desesperación. Realmente amaba a su amiga y eso de no poder llorar… ¿Qué locura era esa? Todo el mundo puede llorar.

–¿Qué dices? No exageres, no será para tanto…

–Lo es. Es una enfermedad autoinmune. Por si no lo sabes, eso quiere decir que la ha generado mi propio cuerpo. Algo así como que me ataco a mí misma. Es muy simbólico, ¿no te parece?

–Sé lo que significa “autoinmune”, pero no termino de entender por qué hablamos de eso –era cierto. De pronto, supo por la expresión de Elina que la cuestión no era menor.

–Tengo un síndrome. Y por lo que me ha sucedido hoy y todo lo que termino de leer, es probable que ya no pueda volver a llorar.

Stella trataba de ser consecuente consigo misma y no exagerar. Siempre intentaba darles a los problemas el tamaño real y reaccionar de manera calma cuando algo grave ocurría. Pero se trataba de su hermana del alma, de su mejor amiga. Habían sido vecinas desde la infancia de Elina y amigas desde su adolescencia. Le llevaba diez años y eso suponía que su experiencia siempre era útil. No estaba ocurriendo en ese momento. No era justo otro revés de la vida contra la mejilla de Elina. Mientras sus pensamientos la empujaban a enojarse con el destino, su razón le imponía prudencia.

–¿Qué es lo que dijo el médico y qué has leído? Hasta donde sé, lo peor que se puede hacer con temas de salud es buscar en internet.

–No ha dicho mucho más que lo que te he contado y debo agradecer que, después de tanto visitar médicos de diferentes especialidades, este ha dado con el diagnóstico a pesar de no haber servido de gran contención. Leyendo confirmé que todos mis síntomas se condicen con este raro síndrome que, por suerte, en mi caso no está asociado a otra enfermedad ya que la más habitual es la artritis. Sin embargo, el “ojo seco” y este malestar… –comenzó a sentir angustia y a elevar el tórax para respirar mejor.

Stella la abrazó unos instantes.

–¿Dices que todos tus malestares no eran cosas comunes, sino que todo tiene que ver con esto? –preguntó recordando las distintas cuestiones que habían aquejado a su amiga sin respuesta médica, hasta ese día.

–Sí, eso digo. Yo no estaba loca ni era hipocondríaca.

–Jamás pensé eso.

–Yo sí, por momentos. Estoy muy angustiada –dijo Elina, y su amiga sintió una puntada de impotencia en el corazón al escucharla–. ¿Sabes qué? –continuó–. He querido llorar cuando vi que se quemaba Notre Dame, y no pude… –confesó.

–Nada es tan definitivo. Nadie se queda sin lágrimas. Seguramente, te has sugestionado con el tema. ¿Cuándo fue la última vez que lloraste? –preguntó para demostrar su teoría.

Elina buscó sin éxito en su memoria. Era cierto que evitaba la angustia, pero aun así no era capaz de recordar en un pasado inmediato ni una fecha ni un motivo concreto. Sus penas eran crónicas. Ya no lloraba, pero en ese momento, que sabía que no podía, quería.

–No me acuerdo. Solo puedo decirte que hoy he querido nadar en llanto y no pude derramar ni una sola lágrima –repitió.

–Bueno. Si esto fuera así, que no creo, te daré las mías.

***

Compartieron la cena con Ita, a quien entre las dos intentaron explicarle lo que todavía no lograban entender.

–Elinita, ¡ojalá me quedara yo sin lágrimas! Hay que analizar esto de un modo optimista. Tendrás que ser feliz y expresar tu emoción de otra manera –dijo con sabiduría–. En cuanto a la saliva, toma agua y listo. Además, te prepararé jarras de limonada con menta y jengibre, para que cuando quieras tengas algo rico que beber.

Bernarda había aprendido que toda enfermedad tenía un origen, el hecho de ser autoinmune era algo mucho más profundo. Era evidente que la historia familiar no era ajena a lo que esos análisis mostraban. El cuerpo siempre encontraba el modo de gritar su dolor. Ella lo sabía muy bien. Su flebitis, según su amiga Nelly, era ocasionada por la acumulación de tristezas y experiencias negativas en su vida que no habían sido exteriorizadas ni resueltas. Le decía que constantemente las recordaba y estas invadían todo su ser y su cuerpo. Nelly era una docente jubilada que no cesaba de hacer cursos y de involucrarse con las “otras verdades” como ella las llamaba, “las que había aprendido de vieja”. Seguro le daría tema de investigación con esta cuestión del síndrome de las lágrimas que tenía un nombre tan difícil.

Ita pensó en su hija, Renata, que en paz descansara. Elevó la mirada buscando a Dios y su amparo. Él sabía que no había podido entender su comportamiento. No la amaba menos por eso. Hubiera querido abrazarla. No estaba y su ausencia dolía. En silencio, la evocó y le suplicó que ayudara a su nieta, después de todo era la madre. Si eso no había ocurrido de la mejor manera mientras vivía, que se ocupara de ella al menos desde la eternidad.

Mientras, Stella y Elina miraban las noticias, el presidente francés, Emmanuel Macron, habló ante la prensa, a pocos metros de Notre Dame. Aseguraba que lo peor había sido evitado y advertía que la catedral sería reconstruida.

–¿Lo ves? –dijo Stella–. No debes angustiarte más.

–No es solo París. Es el fuego, no puedo con él. Me trae recuerdos que prefiero olvidar y justamente hoy, que ha sido un día terrible…

Entonces, sonó su teléfono celular. Era Gonzalo.

–Hola…

–Te extraño –dijo su voz que sonaba a música.

Elina sonrió.

Ecos del fuego

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