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Periferia

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Nudillos como nudos de madera clara sobre el volante. Sol enfermizo alzándose, lánguido y blanco. Camino de San Francisco. ¿No hay una canción sobre eso? Billie tararea unas cuantas notas para probar. No sé qué, no sé qué, fantasmas, no sé qué sobre soñar con la Costa Oeste. Conduce con los faros encendidos porque es más seguro, incluso de día. Más visibilidad. Se lo enseñó su padre. Pero las señales de tráfico no tienen sentido. Es algo estadounidense, supone, como lo de las medidas del sistema imperial en vez del sistema métrico. Pero puede que se haya perdido. A veces parpadea y el paisaje cambia, y está bastante segura de que no debería hacerlo.

Evita tocarse la parte de atrás de la cabeza, la sustancia pegajosa de la nuca, pegada al pelo. Sombras en la periferia. Como si hubiera alguien en el coche con ella.

No su hermana.

Que le den a esa vacaburra.

A esa inútil zorra egoísta. Siempre ha sido así. Una puta creída.

«Deberías buscarte un trabajo de verdad, Billie —Dicho en el mismo tono conciliatorio que se usa con un crío de tres años que está enfadado porque tiene que ponerse los pantalones—. No todo el mundo está hecho para los negocios».

Se llama capital semilla, perra. Solo una de cada mil empresas funciona. El resto fracasa una y otra vez, así que tienes que estar dispuesta a volver a levantarte, a limpiarte la sangre de la boca, a regresar al cuadrilátero e intentarlo de nuevo.

Sí que tiene sangre en la boca. Nota el sabor. Hierro amargo. No se quita de la cabeza la idea de que hay alguien sentado al lado (sueña fantasmas), ¿y no ha visto antes esos muertos?

Huertos. No muertos.

Concéntrate. Recuerda conducir por la derecha.

Capital… semilla. Ja.

No es justo. Lleva toda su vida esperando esta oportunidad. No es culpa suya que su hermana sea tan poco razonable. Fue un malentendido. No pensaba secuestrarlo, evidentemente. Después enviaría a alguien a buscarla.

Cole no tenía por qué pegarle.

Ni por qué intentar matarla.

Cobarde. Como siempre.

Billie es la valiente. La que está dispuesta a hacer todo lo que haga falta. Siempre con algo en el horno. Chiste de chef. Ja.

Eso es lo que hacía para el señor y la señora Amato, jefa de cocina, se encargaba de la comida para exclusivas cenas en lugares exóticos en los que la ley era… más flexible, por así decirlo. Desde Manila hasta Monrovia, de Bodrum a Doha. Alguien tenía que alimentar a los ricos sin escrúpulos.

A diferencia de la idiota de su hermana mayor, nunca había sido cándida con respecto a las oscuras fuerzas que se movían por debajo de la superficie de la sociedad educada. Cuando una trabaja en restaurantes, a veces se ve atrapada en esas corrientes, no solo la coca que se vende en el baño (a menudo al personal, puesto que hay que trabajar hasta altas horas de la noche sin perder la chispa) y los cobros de más a las tarjetas de crédito, sino también los chanchullos de los protectores, de esos que daban miedo. Como aquella tarde en La Luxe de Ciudad del Cabo, cuando una flota entera de Mercedes llegó al aparcamiento de primera línea de playa y unos hombres trajeados anunciaron que, a partir de ese momento, su compañía de seguridad privada se encargaría de todas las necesidades del restaurante.

De todos modos, ¿no era todo un chanchullo? Apenas un vello púbico de diferencia entre la industria farmacéutica legítima y el tráfico de drogas, entre la banca internacional y la malversación y el terrorismo financiado por criptodivisas, entre la venta de armas y el tráfico ilegal de armas. Billie tenía una idea bastante ajustada de con quién iba a trabajar cuando conoció a Thierry Amato en un club privado del Soho, con su sonrisa de tiburón y sus turbios colegas.

No hacía falta ser un genio para reconocer lo sospechosos que eran: grupos de hombres hablando en voz baja en las bibliotecas con paredes de madera, guardaespaldas, paquetes misteriosos que, a veces, pasaban por su cocina. Le gustaba que le pagaran por la discreción. Pero se necesitaban agallas y astucia para aprovechar la oportunidad de ascender.

Todo a la mierda. Porque su propia hermana había intentado matarla.

Reprime las lágrimas. La carretera se ve borrosa. Debería denunciarla. Intento de asesinato. ¿Cómo se decía? «Sororicidio».

Tiene que arreglarlo. ¿Y si la señora Amato decide lavarse las manos? Como lady Macbeth. Fuera, maldita mancha. Con semen, en vez de sangre.

La oportunidad de oro de Billie. Para los tres. Tienes que agarrar esas oportunidades por las pelotas. A veces, literalmente. Eso era lo más bonito del asunto, ¿no? No le estaba pidiendo a Miles nada que él no estuviera ya haciendo por gusto.

Jamás le ha puesto una mano encima. Ni lo haría. Joder. Nunca. Pero puede hacerlo él mismo. Es fácil. Puede hacerlo con los ojos cerrados. ¿Qué tiene de malo?

Emisiones naturales. Como meter una espita en un arce. Era su ventana de oportunidad, antes de que descubrieran una vacuna, lo que significaba legalizar la reproducción y volver a abrir los bancos de esperma y las unidades de almacenamiento de embriones. Y, entonces, unos cuantos viales de zumo de chico ya no valdrían millones.

Oro blanco. Creía que Cole estaba a favor del derecho de las mujeres a controlar su propio cuerpo. ¿No incluye eso la posibilidad de quedarse embarazadas? Está bien para unas pocas, las que todavía tienen descendencia viva, pero no todo el mundo es tan afortunado como su hermana. Egoísta. Puta zorra egoísta.

¿Está el cielo más oscuro? ¿Cuánto tiempo lleva conduciendo?

La carretera parpadea. Un efecto de la luz. Está segura de que ya ha pasado junto a los muertos. Y los árboles esqueléticos. Fantasma en el asiento del copiloto. Está bien. Todo va bien. No se toca la parte de atrás de la cabeza.

Puede hacer otros trabajos para la señora Amato. Más o menos ilegales, lo que le pida. Pero este era suyo, joder. Su idea. Su riesgo.

Pero Billie quiere todo lo que le han prometido, todo lo que Cole le ha negado; quiere libertad, poder y el catalizador que lo hace todo posible: dinero en el blanco…

Afterland

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