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Punto de fuga

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Se distingue el perfil de la ciudad a lo lejos, a través de la bruma de calor, como un espejismo en el desierto que promete comida basura, una cama e incluso una tele…, si es que todo eso sigue existiendo, piensa Miles. Las carreteras están cubiertas de reluciente arena amarilla y marcadas con al menos un juego de neumáticos, así que alguien debe de haber pasado por allí antes que ellos, de modo que no son las Últimas Personas de la Tierra y no han cometido El Peor Error del Mundo al abandonar la seguridad de Ataraxia, aunque fuera como estar en la cárcel más elegante del mundo. #VidaEnElBúnker. Era mucho mejor que la base militar, eso sí.

—La arena parece polvo de oro, ¿verdad? —dice mamá con su telepatía intermitente—. Podríamos amontonarla, nadar por ella y echárnosla en la cabeza.

—Ajá.

Está cansado de huir y ni siquiera ha pasado un día. Tiene retortijones, aunque puede que sean de hambre. Necesita superar su odio absoluto hacia las pasas y comer las barritas del botiquín que les preparó Billie. Le patina la cabeza cada vez que piensa en el nombre de su tía…

Nota una pesadez mental de la que no logra librarse cuando intenta encajar las piezas de lo sucedido la noche anterior, cómo llegaron hasta ahí. Tiene que abrirse paso por sus pensamientos como Atreyu y Ártax en La historia interminable, y con cada paso que da se hunde más en el pantano. La pelea con Billie. Nunca había visto a mamá tan enfadada. Estaban peleándose por él, por lo que dijo Billie, por su gran idea, y se ruboriza de vergüenza y asco de nuevo. Puaj. Y después: nada. Se quedó dormido en el sofá con los cascos puestos, y de repente mamá conducía como una loca y lloraba, y tenía la camiseta manchada de sangre y una marca oscura en la mejilla, y ahora estaban ahí. Seguramente no será nada. Mamá dijo que todo iba bien. Y le contará todos los detalles cuando esté preparada, le dijo. Cuando estén a salvo. Sigue avanzando por el pantano, piensa Miles. No te ahogues.

Por la ventana ve pasar un campo de cruces caseras, cientos de ellas, pintadas de distintos colores. Más monumentos a los muertos, como el Árbol de la Memoria de la Base Conjunta Lewis-McChord, donde todos podían colgar fotos de sus muertos de VHC: padres, hijos, hermanos, tíos, primos y amigos. Miles odiaba aquel estúpido árbol, igual que le pasaba a su amigo ocasional Jonas, el único niño de su edad que había en la base.

Un cuadrado pálido que se recorta contra el cielo toma forma de valla publicitaria descolorida cuando se acerca, con un tío de pelo canoso y una señora rubia, ambos luciendo polos y contemplando el desierto con devota alegría, como Moisés y la señora Moisés mirando hacia la tierra prometida. Pero alguien ha dibujado garabatos en la cara del hombre, le ha cruzado los ojos con una equis y le ha tachado la boca con unas rayas, como si fuera una calavera o tuviera puntos. Pero ¿por qué suturarle la boca a alguien, a no ser que estés reduciendo cabezas? La imagen lleva impresas unas frases en negrita: EAGLE CREEK: ¡DONDE VIVIR A LO GRANDE ES LO NORMAL! y ¡DESE PRISA! A LA VENTA LA FASE CUATRO. ¡NO LO DEJE ESCAPAR!

—No lo deje escapar —dice Miles para sí, porque así funciona la publicidad, y también se le mete en la cabeza a su madre, puesto que tres kilómetros después, cuando llegan al cartel que dice: EAGLE CREEK: ¡VISÍTENOS!, toma la salida.

—Vamos a echar un vistazo. A refugiarnos el resto del día.

—¡Pero la ciudad está ahí mismo!

—Todavía no estamos listos para la civilización. No sabemos lo que hay ahí fuera. Podría estar en manos de una colonia de moteras caníbales que quieren convertirnos en sabroso beicon humano.

—Cállate, mamá.

—Vale, lo siento. No hay moteras caníbales. Te lo prometo. Necesito descansar un poco y quiero que practiques lo de ser chica.

—Tampoco será tan difícil.

—Oye, a veces ni siquiera yo sé cómo ser una chica.

—Eso es porque eres una mujer.

—Cierto, pero eso tampoco lo sé, ni cómo ser adulta. Todos fingimos, tigre.

—Menudo consuelo.

—Ya. Pero lo intento.

—Con poco éxito, querida.

Era un alivio volver a su antigua rutina de comentarios ocurrentes y respuestas rápidas. Así no tenían que hablar de Lo Demás.

—Hilarante, mon fils.

—Querrás decir fille.

Al menos había aprendido eso en sus seis meses de francés en la escuela de California, aunque se le daba fatal porque, en casa, en Johannesburgo, recibían clases de zulú en la escuela, no de estúpido francés.

—Sí, claro. Gracias por la corrección, capitán Listillo.

El arco sobre la barrera de entrada a Eagle Creek tiene dos águilas de hormigón, posadas una a cada lado con las alas extendidas, listas para alzar el vuelo. Sin embargo, al ave de la izquierda la han decapitado en algún momento, como una advertencia. ¡Cuidado! ¡Retrocede! ¡A la venta la fase cuatro! ¡No lo deje escapar! ¡No pierda la cabeza!

Al otro lado de la barrera han excavado un pozo gigante rodeado de vallas, y hay una excavadora medio encaramada a un montículo de tierra gris con la pala medio llena (o medio vacía) del mismo polvo amarillo, como si el operario que la manejaba se hubiese marchado sin más o hubiera muerto allí mismo, en el asiento, y su esqueleto siguiera sentado en la cabina con la mano en la palanca y el trabajo inacabado para siempre. Y sí, vale, hay casas terminadas, todas iguales, en lo alto de la colina, y otras a medio terminar con lonetas arrancadas que aletean al viento en las hileras de enfrente, pero todo el lugar le produce escalofríos.

—Está abandonado —dice Miles—. No es seguro.

—Mejor abandonado que habitado. Y puede que haya suministros que nadie ha recogido porque han pensado lo mismo que tú.

—Vale, pero ¿y si de verdad hay moteras caníbales?

Intenta que suene a broma, aunque está pensando: «O preparacionistas locas, o enfermos, o gente desesperada, o personas que nos harán daño sin querer porque a veces así es como salen las cosas…, o personas que quieren hacernos daño porque pueden».

—Qué va, no hay marcas de neumáticos. Por tanto, nada de moteras caníbales.

—Pero hace mucho viento. La arena podría haberse acumulado desde ayer.

—Entonces, también borrará nuestras marcas.

Sale del coche sin apagar el motor para levantar la barrera de seguridad.

—¿Me echas una mano? —grita, y él se inclina para apagar el motor porque es una irresponsabilidad dejarlo encendido antes de bajar a ayudarla.

Sin embargo, mientras intentan levantarla, algo silba y chasquea cerca de ellos. Lo primero que piensa él es que se trata de una serpiente de cascabel, lo que sería muy normal en el desierto, y ¿no era de esperar, con la suerte que tienen? Llegar tan lejos para morir de una picadura de serpiente. Pero no son más que los aspersores automáticos, que asoman la cabeza y hacen clic, clic, clic en seco por encima del polvo que ocupa lo que antes era césped.

—Significa que siguen teniendo electricidad. Paneles solares, mira. Supongo que apostaban por una urbanización ecológica con campo de golf. Lo que es imposible, por cierto. Oxímoron.

—Pero no hay agua.

—Llevamos ocho litros en el coche. Vamos bien. Estamos a salvo; tenemos todo lo que necesitamos, sobre todo el uno al otro. ¿Vale?

Miles esboza una mueca por la cursilería, pero está pensando en que no debería haber apagado el motor porque ¿y si no pueden volver a arrancarlo? La puerta de la caseta de seguridad está cerrada, lo que es un alivio: tendrán que irse a otra parte. ¿A una ciudad, por ejemplo? O de vuelta a Ataraxia y sus colegas… Bueno, colega. En singular. En Ataraxia, Ella; en la base militar, Jonas.

Podrían regresar y explicarles lo sucedido (¿qué había sucedido?). Está seguro de que la gente del Departamento de Hombres lo entendería. Siempre le están diciendo lo especial que es, lo especiales que son todos ellos, los inmunes. Jonas decía que podían hacer lo que quisieran. Se librarían de un asesinato. Por eso su amigo se portaba como un capullo con los guardias.

No era asesinato, ¿verdad? ¿Habían matado Billie y mamá a una de las guardias? No soporta el no saberlo. Pero no se atreve a preguntar. Es como si una de esas minas marinas antiguas de la Segunda Guerra Mundial estuviera flotando entre ellos, llena de pinchos, a la espera de estallar en cuanto uno de los dos la rozara. No preguntes, piensa.

Mamá ha conseguido abrir la ventana de la caseta y mete el brazo por ella para pulsar el botón que abre la barrera. Regresa al coche, la atraviesa y la vuelve a cerrar. Después borra las huellas del coche con la chaqueta, como si nada.

—Ya está —anuncia, como si esa barrera fuese a protegerlos de quien pasara por allí, como si no pudieran meter la mano por la ventana como acababa de hacer ella. Pero no dice nada porque, a veces, hablar es peor, porque ponerle nombre a algo lo hace real.

El todoterreno sube hasta la cresta que domina la urbanización, más allá del pozo gigante y de la excavadora hacia la que no quiere mirar por si ve la calavera del obrero devolviéndole la mirada, de las estructuras cubiertas por lonetas que el viento sacude cada vez con más fuerza, levantando remolinos de polvo amarillo que se pega al parabrisas, se le mete en la nariz y le pica en los ojos cuando bajan del coche en la segunda hilera de arriba, donde las casas están terminadas y algunas parecen incluso haber sido ocupadas recientemente.

—¿Alguna vez te habló papá de la habitabilidad planetaria?

Siempre hace eso: mete a su padre en la conversación; como si Miles pudiera olvidarlo.

—Ni demasiado cálidos ni demasiado fríos. Lo justo para que los humanos lo habiten.

—Eso es lo que estamos buscando. Un lugar que no hayan saqueado. No debería usar esa palabra. No saqueado, sino requisado. No es saqueo si nadie va a volver a por ello, si uno lo necesita para sobrevivir.

Está hablando sola, lo que significa que está cansada. Él también está cansado. Quiere tumbarse y echarse una siesta, puede que durante un millón de años.

—Esta —dice ella.

La ventana del porche delantero está rota y las cortinas, empujadas por el viento, se meten entre los barrotes de las ventanas. Se sube al porche elevado. Aunque las cortinas están cerradas, se puede ver el enrejado de la puerta de seguridad, una de esas con cierre automático que todo el mundo tiene en Johannesburgo, pero que no ha visto mucho en Estados Unidos, y eso lo pone nervioso porque ¿de qué querían protegerse los propietarios originales? Mamá echa a un lado la tela para poder mirar el interior. Miles ve una botella de vino en la mesa con dos copas, una volcada sobre una mancha que parece sangre y otra medio llena (o vacía, dependiendo de si alguien se había bebido la mitad o solo la había llenado hasta la mitad, lógicamente), como si los habitantes hubieran salido a pasar la tarde fuera, quizá para jugar unos hoyos en el pozo de la excavación. Sin embargo, el reluciente polvo amarillo que cubre las baldosas gris pizarra rompe la ilusión, igual que el marco de fotos bocabajo rodeado de cristales rotos.

—Que tenga barrotes significa que nadie ha entrado.

—Y que nosotros tampoco vamos a entrar, mamá.

—A no ser…

La sigue hasta la parte de atrás, donde hay un garaje doble con una alegre palmera de cerámica montada en la pared. Una estrecha ventana recorre la parte superior de la puerta de aluminio. Ella salta para mirar.

—No hay nadie en casa. No hay coches, aunque sí un kayak. ¿Crees que puedes meterte por ahí si te subo?

—No. Ni de coña. ¿Y si después no puedo salir?

¿Y si se corta y se desangra en una casa vacía con una palmera de cerámica en la pared y las fotos de otra gente, mientras mamá se queda fuera?

—De acuerdo. No pasa nada.

Mamá cede porque se da cuenta de que se ha puesto serio. Pero después golpea con ambas manos el aluminio almenado de la puerta del garaje, que tiembla como un perro metálico gigante al sacudirse.

—¡Mamá!

—Lo siento. ¿Crees que será muy resistente?

—No lo sé. Pero me has asustado. Déjalo ya.

—Voy a reventarla. Ponte allí.

Se mete en el todoterreno, retrocede y luego acelera. Miles prefiere no mirar. El coche da un salto adelante y se estrella contra la puerta. Se oye un estruendo horrible y un chirrido de protesta cuando el aluminio se hunde como si fuera de cartón.

—¡Mamá!

Corre al coche y se la encuentra sentada en el asiento del conductor, apretada contra la gorda medusa blanca del airbag mientras se ríe como una lunática.

—¡Eso es, coño! —exclama, y las lágrimas le caen por la cara entre jadeos y sollozos.

—¡Mamá!

—¿Qué? Estoy bien. Estoy bien. Todo va bien. Deja de preocuparte.

Se limpia los ojos.

—Has roto un faro.

Examina el frontal del vehículo y, vale, está impresionado de que sea lo único que se ha roto. Parece que su madre ha juzgado bien la robustez del coche y el impulso, y que ha frenado en el momento justo para no acabar atravesando la pared del fondo y salir por el otro lado, como el Coyote. Aunque Miles jamás lo reconocerá delante de ella.

Se meten entre los trozos arrugados de la persiana y a través de la puerta que da al resto de la casa, que no está cerrada con llave. Es como meterse en un videojuego de acción en primera persona, así que los dedos se le mueven como si buscara un arma o, en realidad, un controlador, para pulsar la equis, acceder al menú desplegable y hacer clic en los distintos objetos en busca de información, como el valor de curación de las latas tiradas por el suelo de la cocina. En un videojuego, serían cajas de munición, distintas armas, botiquines y puede que un par de piñatas con forma de llama.

Evidentemente, en un videojuego no notaría el olor. Por la habitación flota el tufo oscuro y dulzón de los tarros rotos que han derramado sus fangosas tripas por las baldosas, entre las plumas de un pájaro que logró entrar. Mamá coge latas, comprueba las fechas y amontona las que están bien, y recoge unos cuantos cuchillos, un abrelatas y un sacacorchos de los cajones. Después abre el frigorífico y lo cierra rápidamente.

—Bueno, eso está descartado del todo.

—Voy a echar un vistazo.

—Mmm, vale. No te alejes mucho.

Más plumas en el salón, donde hay una ventana rota y la cortina se hincha y ondea. Acerca uno de los sillones de cuero para anclar la tela e intentar bloquear el viento, que aúlla suavemente por la casa y sacude las ventanas. Recoge el marco de fotos del suelo, quita los cristales y le da la vuelta para reunir pistas. La fotografía es de un abuelo orgulloso en cuclillas, con su pesca en alto y un niño de cinco años al lado, también con botas y gorra de pescador, que mira el pez con cara de «joder-puaj-qué-asco-qué-es-esto».

—Bienvenido al vegetarianismo —le dice al crío de la foto.

Aunque no sabe si es una fotografía de verdad o de las que vienen por defecto con el marco.

Abre todos los armarios, saca la botella medio vacía de whisky porque el licor se puede usar para limpiar heridas si te quedas sin antiséptico. En el baño, las hojas de una cinta momificada se le deshacen entre los dedos. El armario de las medicinas está abierto, con el contenido revuelto. Al ir a coger un neceser con estampado hawaiano, roza una dentadura postiza de color rosa pálido, reluciente dentro de su caja de plástico, y le da un capirotazo mientras deja escapar un gritito de pánico. Es la misma sensación que tenía con Dedos de Cáncer. Lleva siglos sin pensar en él. Desde la base militar y Niño Cuarentena. No quiero pensar en ello ahora, muchas gracias por todo, cerebro estúpido.

Recoge las medicinas sin molestarse en mirar las etiquetas y las mete en el neceser porque eso es lo que se hace en un juego, a no ser que ya se tenga lleno el inventario. Después de pensárselo mejor, también coge el rollo de papel higiénico y el tubo medio vacío de pasta de dientes de carbón activado.

Encuentra a mamá cuando está a punto de meterse en el dormitorio principal, a oscuras salvo por una pequeña rendija de sol que se cuela entre las cortinas. De repente recuerda perfectamente a papá moribundo, el aire cargado, el olor en la habitación. Eso no te lo cuenta nadie.

—No tenemos que entrar ahí —dice Miles, firme.

Ahora empieza a tener visiones de un bulto en la cama sin hacer, subiendo como la masa en el horno.

—Necesitamos dinero, colega. No te preocupes, seré respetuosa.

Los armarios ya están abiertos y vacíos. Mamá chasquea la lengua, irritada; se arrodilla y mete la mano debajo de la cama. Y es una niñería asustarse de lo que haya debajo de esta; aun así el corazón le da un vuelco. Mamá saca una caja estrecha y la abre.

—Anda.

—¿Qué es?

—Un tocadiscos. De cuerda. ¿Quieres escuchar música?

—Quiero irme. ¿Podemos irnos? ¿Ahora?

—Dentro de un momento —responde ella con una calma sospechosa—. Ahí fuera, en el desierto, hace calor. Deberíamos hacer como los tuaregs y viajar de noche.

—¿Nos están buscando?

—Pueden intentarlo. La regla número uno de la vida de los fugitivos es hacer lo que menos se espera de uno. Como montar una fiesta con música de Kenny G en Eagle Creek.

—¿Es Kenny G?

—Buf, espero que no.

Es peor. Cuando carga con él hasta el salón, lo enchufa a los altavoces portátiles, que están quedándose sin batería, le da a la manivela y baja la aguja hasta el disco, no es jazz ligero, sino una especie de ópera alemana.

—¡Ay! —grita él, haciendo el payaso—. ¡Mis oídos! ¡Están sangrando!

—Al menos no es Ed Sheeran. Venga, baila conmigo.

Cuando era pequeño bailaba el vals sobre sus pies, pero sus enormes pies de preadolescente son ahora demasiado grandes para eso. Así que hace el baile del pollo loco a medio gas, los dos se menean, y él intenta enseñarle el baile del swish, swish oootra vez, pero no hay manera.

—Pareces un pulpo borracho.

—Sigue siendo mejor que Ed Sheeran —responde ella.

Bailan hasta acabar sudando, porque bailar significa no tener que pensar. Mamá se deja caer en el sofá; se le ha agotado la energía eléctrica que la alimentaba.

—Tío, creo que necesito una siesta.

—Vale. Voy a comprobar el perímetro. A vigilar.

—No tienes que hacerlo —contesta ella, aunque lo dice la misma mujer que ha colocado un palo de golf y un cuchillo de cocina bien grande junto al sofá.

—Me sentiré mejor si lo hago.

Miles coge su propio palo de golf y recorre la casa abriendo todos los armarios y dando suaves golpecitos con la cabeza del palo a todos los objetos importantes.

Puede que algún día la gente acuda a visitar las ruinas de aquella casa de la urbanización de golf. Y aquí la guía dirá: «Es la casa en la que el famoso forajido Miles Carmichael-Brady, uno de los últimos niños de la Tierra, se refugió con su madre aquel fatídico día, después de huir de un búnker de lujo para hombres». Los turistas se sacarán fotos sonriendo, y puede que hasta se coloque una placa conmemorativa.

Comprueba toda la casa tres veces, se acurruca en el sillón tapizado para mirar a mamá mientras duerme y, sin poder evitarlo, se duerme también, con el palo de golf sobre el regazo.

—Eh, chaval. —Mamá lo despierta, y entonces se da cuenta de que lleva dormido un siglo. Hay poca luz fuera, el crepúsculo—. ¿Quieres darle uso a ese palo de golf?

Mientras cae la noche, salen al patio y golpean pelotas de golf desde el porche hasta que dejan de ver sus trayectorias en la oscuridad o solo las ven un momento antes de que se las trague la noche.

—Punto de fuga —dice mamá, aunque después se corrige y entra en modo profesora, como si él no lo supiera—. Bueno, en realidad no. Es por la perspectiva, cuando las líneas convergen en el horizonte.

—Quizá necesitemos menos fuga y más perspectiva —bromea él.

Todavía no se ha atrevido a preguntar.

—Auch. Eres más listo de lo que te conviene.

Alarga la mano para cogerle la base del cráneo, y él le empuja la mano con la cabeza como si fuera un gato.

Afterland

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