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Un charrán zarrapastroso observa a Billie y a la chica erizo desde una valla roja, retorcida por los efectos de una tormenta, que se inclina sobre el agua como si estuviera borracha. Todas las casas de tejado a dos aguas a lo largo del paseo marítimo de madera están cerradas y ciegas, y nada le resulta familiar. Billie ve borroso y doble: se dice que es la distorsión de la lluvia al caer sobre el fondo del mar oscuro, pero el caso es que todos los mástiles del club náutico tienen un gemelo fantasma.

No son como el yate de lujo del señor Amato. En comparación, esos barcos son lanchas neumáticas. Estaba a bordo cuando murió, en medio del Caribe, con una tripulación mínima compuesta exclusivamente por mujeres, ella incluida, porque Thierry había esperado en vano que el virus no cruzara el agua. Pero ya estaba infectado o lo portaba una miembro de la tripulación, y en las últimas semanas no le hizo mucha falta su chef privada, porque el cáncer quita el apetito. El resto de la tripulación comía bien, eso sí, y, cuando por fin murió, fue Billie la que insistió en sellar el camarote principal y llevarlo a casa, con su esposa, en vez de echarlo al océano para servir de alimento a los tiburones.

«Qué amable eres —le había dicho la señora A cuando aparecieron en el complejo Amato de las Caimán—. Qué atenta».

Esa soy yo. Atenta. A cadáver regalado no se le mira el dentado.

—Nunca había estado por aquí —dice la chica erizo, que va con los hombros encogidos para protegerse de la llovizna—. Hay casas muy elegantes.

Es Belvedere, no San Francisco. Lo bastante cerca, aunque ha tenido que coaccionarla bastante para conseguirlo. ¿Por qué cruzó el erizo el puente Golden Gate? Porque Billie le chilló y, aunque los gritos le empeoraron el dolor de cabeza, sirvieron para asustar a la idiota lo suficiente para que obedeciera, cosa que debería haber hecho desde el puto principio.

—¿Seguro que este es el sitio?

—Cierra la boca —responde Billie.

Ese era el plan, ese es el sitio. Uno de los pisos francos para las operaciones. Fácil acceso al agua. Había que traer a Miles, meterlo en un barco, dirigirse al sur a través de México y Panamá, y regresar a las Caimán, donde las leyes no se aplican, sobre todo la de reprohibición. Y a Cole también, si lo superaba de una vez. ¿Tan difícil era? ¿Cómo podía joder un plan tan sencillo? La hostia.

Una de estas casas. Sin duda. Está bastante segura. Pero ahora mismo lo ve todo borroso, y poner un pie delante del otro requiere concentración.

Cole y ella dando vueltas por el jardín hasta marearse; dan unos pasos tambaleantes y caen, entre risas. El verde les mancha el culo de los pantaloncitos blancos, y las piernas desnudas les pican con la hierba. Billie quiere hacerlo otra vez y otra y otra. El vertiginoso delirio de salirse de su cabeza. Pero su hermana se rajará demasiado pronto. Siempre.

El charrán extiende las alas y les chilla cuando alza el vuelo y se eleva sobre el agua. El sonido se le clava en la cabeza como un destornillador. Pero están cerca. El tamaño de las propiedades aumenta a medida que avanzan, con la certeza absoluta del dinero, abarcando cada vez más espacio. Todas tienen su muelle privado. La mayoría están abandonadas.

—Deberíamos estar en un barco —masculla Billie.

Los leones marinos, que pasan de todo, están tumbados en la madera como gordos bañistas peludos tomando el sol; su particular hedor dulzón y agrio se mezcla con el aire salado. Así llegó a la casa la primera vez: en barco. La reconocería desde el agua.

Pero la sugerencia alarma a la chica erizo.

—Creo que deberíamos volver. Aquí ya no vive nadie. No es culpa tuya. Creo que te has liado por tener la cabeza así y eso. Pero todavía puedo llevarte al hospital, ¿vale? No tienes que pagarme.

—¡Déjame pensar!

Billie mira hacia el otro lado de la bahía, a la curva de la costa salpicada de olivos. El charrán chilla de nuevo. O puede que sea otro pájaro. Qué más da. Se imagina en el agua, en una estilizada lancha motora que se acerca a la orilla, cinco meses antes. Siempre se le ha dado bien fijarse en los detalles.

Había olivos en la colina. Una caseta azul para barcos. Azul oscuro. Azul marino. ¡Ahí está! Entre la maleza californiana que ha crecido hasta ocultarla en esos meses se encuentra la casa de madera blanca, puro gótico estadounidense, como el resto de las viviendas costeras de por aquí.

—No parece una clínica.

—Calla. Por favor.

Se concentra en caminar hasta la puerta que da al muelle y pulsa con ganas el timbre. La lluvia arrecia y graba una barba incipiente en la superficie lisa del mar. Se le mete en los ojos, le cae por la nuca. O está sangrando otra vez. Un león de mar se deja caer en el agua con un ruidoso chapoteo.

Entonces, alguien aparece en la barandilla, sobre ellas. Lleva una sudadera negra con cremallera, gafas de sol, el cabello rubio dorado recogido en un moño suelto en lo alto de la cabeza, un cigarrillo colgándole de la boca y unos guantes con estampado arcoíris. Reconoce los estúpidos guantes. Como se llame. Una de las nenas de los cárteles que la señora Amato contrató como «seguridad privada» a toda prisa.

Los coleccionistas coleccionan, ya sea arte o mujeres malas, da igual. Reunieron a un buen puñado de ellas. Zara, una «fotógrafa de guerra» de algún país hecho mierda de la Europa del Este, que tenía el aspecto de alguien que ha estado demasiado cerca (pringada hasta las cejas) en distintas atrocidades; y esta, una colombiana bajita, rubia de bote, guapa en plan reina de la belleza. Richie, o algo así.

—¿Puedo ayudaros? —pregunta la Barbie Metralleta mientras se quita uno de los guantes (cada dedo es de un color distinto) para volver a encender el cigarrillo mojado, que protege con la otra mano.

—Soy yo. Billie.

—Llegas tarde. —Rico (por fin recuerda cómo se llama, aunque a saber cuál es su nombre real) se mete el encendedor en el bolsillo interior de su chaqueta y deja entrever un momento la pistolera; muchas gracias por el detalle—. ¿Dónde está el paquete?

—Es una conversación larga que preferiría no mantener bajo la lluvia.

Odia lo gruesa y torpe que nota la lengua dentro de la boca, y odia aún más el tono lastimero que ha usado. De repente está deseando fumarse un cigarrillo.

—Tu amiga está malherida —interviene la erizo—. ¿Tenéis una doctora?

—¿Quién eres tú? ¿Su hermana?

—¿Nos dejas entrar?

—Vaaale, vaaale —responde Rico.

Se aparta del balcón y, un momento después, la puerta que da a la pasarela zumba con fuerza. Ponte como quieras, zorra. No estabas allí cuando murió Thierry. Billie sí. Ella fue la que lo llevó a casa. Vale, ahora llega con las manos vacías, pero sabe lo mucho que la valora la señora Amato. El plan era de Billie, y sí, han sufrido un pequeño contratiempo, pero está ahí para solucionarlo. La señora A lo entenderá. Abre la puerta.

—Zapatos fuera —le indica a la chica erizo cuando entran.

Se quita las deportivas y las deja junto a los taconazos de salir a buscar guerra, incongruentes al lado de unas Timberland marrón claro y unas botas negras militares. Se da cuenta de que lleva uno de los calcetines del revés. Es lo que tiene verse obligada a huir en plena noche. Cole la empujó a actuar. Todo es culpa de esa zorra.

—No tengo que entrar —dice la chica erizo desde el escalón de la entrada mientras restriega sus enormes botas de trabajo en la alfombrilla—. Si me das el dinero, me voy ya.

—Quítatelas —insiste Billie.

Tiene que apoyarse en la pared mientras la otra se desata los cordones de las toscas botas y duda sobre dónde dejarlas. El mareo la ha pillado por sorpresa. Es porque han dejado de moverse. Los tiburones con traumatismos en la cabeza no pueden dejar de nadar. Debe de haberlo dicho en voz alta, porque la chica erizo la mira raro.

Entran en calcetines al salón, con sus sofás de cuero blanco y una enorme cabeza de toro hecha de oro y lapislázuli —arte, supuestamente— que cuelga sobre la chimenea, y llegan a las puertas del patio, donde las espera Rico. Las puertas que dan al jardín se abren a un espacio exterior de estilo marroquí, todo piedra y asientos a ras del suelo, con una estrecha piscina al fondo que se ha convertido en una banda de azules aguas rizadas por culpa de la lluvia. Rico las urge a avanzar por las baldosas mojadas, lo que no está mal para ella, que va en pantuflas con suela de goma, pero los calcetines de Billie se empapan en cuestión de segundos.

Julita Amato las espera en uno de los sofás bajo el toldo, ataviada con un voluminoso kimono con estampado de lirios tigre y el pelo pegado a la cabeza. Mojada de nadar o de cantar bajo la lluvia, a saber. Pero no le gusta estar ahí fuera, con el frío y la humedad.

No se le ven los ojos detrás de las enormes gafas de sol de montura dorada, y eso la pone nerviosa. Sabe que la señora A se ha retocado demasiado las patas de gallo y que se ha arreglado la barbilla, pero las manos la traicionan con su textura de papel crepé y las manchas solares. Tiene sesenta y muchos años, puede que incluso setenta y pocos; es baja y fornida. «Voluptuosa», es como la describía Thierry.

«No como estos palillos de piel y hueso», añadía mientras señalaba con gesto desdeñoso a las jóvenes modelos e Instagirls que se colgaban de los brazos de los otros hombres ricos en las fiestas. La señora A nunca iba en el barco cuando viajaban de un puerto mediterráneo a otro, pero a veces volaba para reunirse con él y lo esperaba en el muelle con un vestido negro que acentuaba su abundancia, y un sombrero de ala ancha que le ocultaba el rostro mientras fumaba sus Gauloises. Lo conducía al coche que lo esperaba, con chófer incluido, para llevarlo al absurdo hotel en el que estuvieran hospedados: el Marmara de Bodrum o el Chedi de Mascate. Billie siempre procuraba averiguarlo y apuntaba los nombres como si fueran una fórmula mágica en su manual de cómo ser asquerosamente rica. En aquel momento no era más que parte del personal de la pareja. Chef excelente o no, dormía en el yate con el resto de la tripulación. Pero no por mucho tiempo.

En la cena de negocios de Doha, Billie se encontró con ella en el jardín tropical de la villa alquilada, que olía a dulce jazmín y estaba atestada de obras de arte, como el perro de globoflexia fabricado en acero inoxidable de color rosa chicle que les daba sombra. Ambas se habían refugiado, una de la fiesta y otra de la cocina, y estrechaban lazos por medio de los cigarrillos.

«—Lo siento, señora Amato. No sabía que estaba aquí.

»—Esta gente es muy aburrida. Tenemos que soportarlos, por supuesto. Pero son muy pesados.

»—¿Me podría dar un cigarro? No he traído los míos.

»—¿Eres la cocinera? —La señora A sacó uno, le dio unos golpecitos y se lo pasó.

»—La chef. Billie Brady.

»—Ah. Háblame de los ingredientes que pides. ¿Son muy exóticos?

»—Intentamos usar productos locales siempre que podemos, así que son frescos, sostenibles.

»—Deberías considerar la posibilidad de incluir más artículos especiales importados. Al señor Amato le gustan esas cosas. Ya sabes cómo son los hombres. Puedo ponerte en contacto con algunos proveedores.

»—Eso sería de gran ayuda; gracias, señora Amato. —Inclinó la cabeza para mayor énfasis, servil».

Esperaba cocaína, abulón, cuerno de rinoceronte o, joder, incluso fusiles de asalto. Podría haber sido cualquiera de esas cosas… Ni lo averiguó ni preguntó. Porque Billie no abrió el paquete envuelto en papel marrón y envasado al vacío que encontró metido dentro de uno de los faisanes congelados del envío. Se lo llevó personalmente a la señora Amato tras solicitar un permiso para bajar a tierra y coger un taxi que la llevara al hotel Chedi.

«—Si va a traer contrabando a través de mi cocina, será mejor que cuente con alguien de confianza para entregárselo.

»—¿No quieres saber lo que hay dentro?

»—Creo que la discreción es un bien preciado.

»—¿Y puedo confiar en ti para que me lo entregues?

»—Por supuesto».

—Señora Amato —la saluda ahora Billie.

La señora Amato no las invita a unirse a ella en el sofá, ni siquiera a sentarse en una de las tumbonas de madera. Así que se quedan frente a ella como campesinas a las que la emperatriz ha concedido una audiencia. La chica erizo está cada vez más nerviosa y juguetea con su pelo mientras la señora Amato alarga el momento de silencio. Rico la guapa está en posición de descanso: ha cruzado los brazos y está apoyada en uno de los postes barnizados. La lluvia cae a su alrededor y las acorrala. Está fría, es incómoda, y a ella no le gusta lo que le dice sobre lo que está sucediendo. Ni pizca.

Claro, por primera vez, no ha hecho su entrega. No le ha traído a su sobrino envuelto para regalo, pero todo el mundo la caga. Lo arreglará. En realidad, todo el plan era idea de Billie. Un chico vivo, familiar directo, alguien a quien podía acceder sin hacerle daño y sin engañarlo. Podían vender su jugo de paja en el mercado negro, hacerse más ricas de lo que jamás hubieran podido soñar y ayudar a un puñado de mujeres destrozadas a quedarse embarazadas, porque la reprohibición es una gilipollez. Hazte rica, salva el mundo. Es casi altruismo.

—Me alegro de verte, Billie —dice la señora A con el cálido runrún del cáncer de garganta incipiente—. ¿Conozco a tu amiga?

—Soy Sandy. Sandy Nevis —se presenta la chica erizo, y le ofrece la mano.

La señora Amato no se mueve para estrechársela. Rico niega un poco con la cabeza. Retrocede, nena. La chica erizo se pega la mano contra el pecho, como si la hubiesen herido.

—La encontré junto a la carretera. Había tenido un accidente de coche. Le dije que tenía que ir al hospital, pero…

—Le contesté que recibiría una recompensa por sus servicios —la interrumpe Billie, distraída por el reluciente brillo de la tormenta que se ve a través de la cortina de agua. Parpadea como una luz estroboscópica.

—Ah, ¿sí? Seguro que podemos arreglarlo. Pero ¿qué te ha pasado a ti, querida? —pregunta la señora Amato. Agita la pajita de acero de su vaso. Tintinea contra el borde. Lima y gaseosa. Le llega el olor cítrico. Billie nunca la ha visto beber alcohol—. ¿Un accidente? Qué traumático —resuella. Su mano, sobre el pecho, parece una araña—. ¿Necesitas un trago?

—Estoy bien.

Aunque eso es justo lo que le gustaría. Muchísimo, por favor, y gracias. Y unos bonitos analgésicos, que un profesional le dé unos cuantos puntos en la cabeza y una cama con sábanas limpias. Pero la falsa preocupación es una nota discordante, como el tintineo de la pajita de acero contra el cristal.

—A mí no me importaría —dice Sandy (antes chica erizo)—. ¿Tiene té helado?

Nadie le hace caso.

—Nos preocupa que hayas llegado sin tu preciado paquete. ¿Verdad, Rico?

—Mucho —responde Rico.

Perrita buena, piensa Billie. Dale una galletita.

—Dije cinco mil dólares. Por la recompensa. Puede que sea mejor encargarse de eso primero para que la chic…, para que Sandy pueda irse. Puede descontarlo de mi porcentaje.

—Hum —dice la señora Amato—. Es una cifra interesante para no haber traído nada.

—¿Sabe qué? Da igual —tartamudea Sandy—. Será mi buena obra del día. ¡Encantada de ayudar!

—Quédate, querida. Deja que los adultos terminen de charlar.

—Oh. No, de verdad que debería…

—Quédate —dice Rico, que enseña los dientes con una sonrisa de concurso de belleza.

La tensión le chirría dentro y Billie no logra controlarla. El gris intenso del cielo a través de la lluvia. El sol detrás de las nubes. En Sudáfrica lo llaman «boda de mono». Es señal de buena suerte, ¿no?

—Señora Amato, con todo el respeto, la situación ya es lo bastante complicada… —intenta decir, dragando las palabras a través del lodo y el brillo.

—Eso es lo que parece. ¿Dónde está el paquete, Billie?

—Mi hermana. Se puso nerviosa. Se lo llevó.

Le suena a excusa mala.

—¿Tu hermana? —pregunta Sandy sorprendida—. No me dijiste…

—Pero no está perdido —la interrumpe Billie. Todavía no. Se protege los ojos con los dedos extendidos en abanico—. Cole se asustó y se fue, pero conocía el plan. Seguiría el plan. Y el todoterreno lleva un dispositivo de seguimiento, ¿no? Así que podemos seguirla, y yo la traeré. No hay problema.

—Ha sido un placer conoceros a todas, pero de verdad es que tengo que volver a mi… saneamiento —dice la chica erizo.

—Ha sido de gran ayuda. ¿Podemos darle su recompensa y concentrarnos en el asunto principal?

—¿Y necesitas ayuda, Billie? —pregunta la señora Amato, que deja el vaso en la mesa. Las diminutas burbujas suben a la superficie, empujadas por sus propias corrientes.

Concéntrate, joder.

—No. Si podemos localizar el coche, yo la encontraré. Puedo traerla. Confíe en mí.

—¿Necesitas un arma? ¿Te sería de ayuda? —pregunta ella. El alquitrán de su voz se vuelve más meloso. Para ahogarte mejor, querida mía.

—No creo que sea necesario.

—Pero tu hermana te atacó. Necesitas protección. Esta mujer necesita un arma, ¿no crees, Rico?

—Sí, señora A. Creo que todo el mundo debería ir armado, por su propia tranquilidad.

—De verdad que no…

—Dale una pistola, Rico.

La guardaespaldas se mete los dedos multicolores en la chaqueta y saca la pistola que lleva bajo la axila; le da la vuelta y pone la culata en las manos de Billie.

—Oh —dice Sandy, que la mira con los ojos muy abiertos, como si nunca hubiera visto una—. Oh. No. —Da un paso atrás sin darse cuenta y resbala sobre las baldosas mojadas.

El peso del arma que tiene de repente en las manos desconcierta a Billie. Está a punto de dejarla caer.

—¿Qué? No, no necesito una pistola. —Se la devuelve a Rico—. No la quiero.

—No quiere la pistola.

Rico se encoge de hombros, le parece justo. Hace el gesto de guardarla. Sandy está retrocediendo hacia la puerta, con las manos en alto. Que todo el mundo se calme. Y, como si fuera fruto de un capricho, de una idea de última hora, Rico levanta el revólver, el metal oscuro entre los dedos arcoíris que lo mantienen firme con ambas manos, y dispara. El ruido sordo la sorprende; es como un coche estrellándose contra el cráneo de Billie. Otro accidente de coche.

—¡Joder! ¡Qué coño haces!

Se agacha e intenta protegerse la cabeza con las manos. Roza con los dedos el cuero cabelludo suelto. Y, en ese segundo, une las piezas. Le han disparado.

Le han disparado.

A ella.

No, a ella no.

A Sandy Nevis, saneamiento. Ha caído de espaldas sobre una de las tumbonas de madera de la piscina; los bajos del mono se le han subido y han dejado al descubierto su piel, con un pie estirado como una bailarina dentro su calcetín mojado. Su rostro es una masa roja. Billie no le encuentra sentido. Es un truco de la perspectiva, que la engaña. Puré de patatas con salsa de tomate, como cuando eran niñas. ¿Cómo podéis comeros eso?, preguntaba papá.

—Ups —dice Rico, y envuelve la pistola en una toalla—. Has dejado tus huellas en mi pistola.

—Qué desastre, Billie —dice la señora Amato mientras agita su bebida, metal contra cristal—. Menudo lío has montado.

—No es culpa mía —susurra.

No puede mirarlas. No puede mirar a Sandy, a su cadáver. De nuevo le palpita la cabeza. La sangre le acude a los oídos, como si estuviera bajo el agua.

—¿Sabes qué odio, Rico?

—Seguro que muchas cosas, señora A. Un catálogo entero.

—Pero ¿puedo decirte lo que odio más que nada? Odio que mi gente no acepte su responsabilidad.

—Sí, eso lo sabía, señora A. Lo odia. La falta de responsabilidad.

—Lo siento —logra decir Billie. No puede levantarse. La gravedad ha cambiado. Ya no cumple su función, igual que le pasa a su lengua dentro de la boca cuando farfulla las palabras—: La cagué. Lo siento. Se lo compensaré.

—Puede que sea demasiado tarde para sentirlo. Aquí estoy, esperando con impaciencia a un niño, y… ¿qué veo? Que no hay niño. No está aquí. Y tu hermana ha huido con él. Y las pruebas, lo que ha hecho contigo, no indican que tengas la situación controlada. ¿Traer a una testigo a mi casa? ¿Crees que soy estúpida? ¿Crees que porque Thierry no esté aquí yo seré la blanda, la tonta? Sabes que las mujeres tenemos que trabajar más para demostrar que valemos. Y ahora más que nunca, tal como está el mundo.

—Puedo encontrarla. Traeré al chico. —Sílabas vacías. Di algo, lo que sea, piensa Billie. Cierra el trato. No las obligues a dispararte en la cara, como a Sandy, la erizo. Los traumatismos craneales, de uno en uno—. Soy la única que puede encontrarlos.

Rico se encoge de hombros.

—Tenemos el dispositivo de rastreo, como has dicho. Si ahora no tienen cobertura satélite, pronto la tendrán.

—No, no lo entiendes. Soy la única. —Dilo como si te lo creyeras o estás muerta, zorra. Con la cabeza llena de puré de patatas ensangrentado bajo la lluvia—. Está paranoica. Cole. Mi hermana. —La voluntad de vivir. La convicción del miedo—. Ha dejado la medicación. Es bipolar.

Mentir siempre le había resultado fácil. Desde que era pequeña y comprendió que podía rehacer la realidad con palabras o, al menos, cambiarla lo suficiente para que otras personas dudasen de ella—. Por eso me atacó. Es peligrosa. Puede que le haga daño al niño. Y ninguna queremos eso, ¿verdad? Soy la única que la conoce. Dejará la camioneta en cuanto pueda. Se dirigirá a México o a Canadá. La conozco. Y a Miles. El chico confía en mí. Si quiere traerlo aquí, me necesita. —Lo repite—. Me necesita.

—¿Qué te parece, Rico?

—Si alguien la ha cagado, lo mejor es que se encargue de limpiar la cagada.

—Con supervisión. Tú te vas con ella. Zara y tú. No, no protestes, Billie, querida. Es imposible que lo hagas tú sola. Ya lo has demostrado.

—Personal de limpieza al pasillo tres —dice Rico con su sonrisa vacía de reina de la belleza, toda dientes con fundas y encías rosas.

Afterland

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