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El primer fin del mundo

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TRES AÑOS ANTES

La obsesión global. ¿Dónde estabas cuando sucedió? ¿Dónde estabas cuando te viste expuesto por primera vez? Pero ¿cómo trazas una raya en la arena que separe el antes del después? El problema de la arena, piensa Cole, es que se mueve. Se embarra.

Disneyland. Vacaciones del verano de 2020. Organizaban una gran reunión familiar entre hemisferios cada pocos años con su cuñada profesora de matemáticas, Tayla, y su marido programador, Eric, de modo que Miles conociera a sus primos estadounidenses: el delgaducho y torpón de Jay, el mayor, al que Miles seguía como un perrito faldero; y las gemelas de diez años, Zola y Sofia, que toleraban elegantemente a su primo y le permitían ganarlas a los videojuegos. Se suponía que Billie iría con ellos, pero se rajó en el último momento, o quizá no tuviera intención de ir desde el principio. Eso es muy propio de ella. Solo había visto a la otra parte de la familia unas cuantas veces. En la boda de Cole. En Navidad, en Johannesburgo, dos años después de eso.

Los recuerdos se cristalizan alrededor de los momentos en los que podría haber dado media vuelta. Como cuando estaba en la interminable cola de inmigración en el Hartsfield-Jackson. Volaba sola porque Devon había ido una semana antes, y a Cole se le había olvidado lo largos y arduos que eran los vuelos entre Johannesburgo y Atlanta, y lo suspicaces que eran los agentes de inmigración.

—Veo que tiene un visado conyugal. ¿Dónde está su marido? —le preguntó el hombre de uniforme del aeropuerto mientras los observaba a los dos, agotados por el viaje, con jet lag, Miles muerto de vergüenza, sin camiseta y envuelto en una manta tipo poncho de la aerolínea porque se había mareado y había vomitado en su ropa y en la muda de repuesto que Cole llevaba por si acaso.

—En una conferencia en Washington D. C. Es ingeniero biomédico —añadió con la esperanza de impresionarlo.

—¿Y usted?

—Artista comercial. Escaparates, trabajo editorial para revistas. No bellas artes.

Le gustaba bromear y decir que algunas personas tienen el síndrome del impostor, mientras que ella tenía el síndrome de los pósteres. En las fiestas le preguntaban mucho si se pagaba por eso, y ella respondía rápidamente con un edulcorado: «¿Por qué crees que me casé con un ingeniero? Alguien tiene que financiar esa afición tan tonta». Después miraba a Devon con cara de hastío porque algunos de sus encargos doblaban el sueldo mensual de su marido. Aunque no era demasiado fiable ni práctico ni cambiaba vidas, no como fabricar esófagos artificiales para ayudar a los bebés a respirar.

«Sí, pero no es arte», respondía Devon cuando ella sacaba el tema, y ese era uno entre una infinita cantidad de motivos para amarlo. Junto con lo de salvar el mundo.

Se habían conocido en una charla científica sobre ondas gravitatorias en el planetario de la Universidad Wits en agosto de 2005, al final del invierno de Johannesburgo, cuando las noches eran tan frías que se te cortaba el aliento. Ella era la que había fabricado con lana las alegres representaciones del universo que decoraban el vestíbulo; él era el desaliñado estudiante de doctorado estadounidense (bioinformática: secuenciaba el ARN de la malaria en Sudáfrica con una beca de una fundación importante) que se tomaba una cerveza sin compañía alguna. No fue amor a primera vista, sino más bien que le dio pena aquel tío que bebía solo, pero que resultó tener un sentido del humor encantador e irónico. Tardaron unas cuantas semanas en ponerse las pilas y salir a tomar algo en el garito preferido de Cole en Parkhurst, donde se metieron tanto en la conversación que sucedió lo impensable y los echaron del Jolly Roger porque había pasado de sobra la hora del cierre.

Se fueron a vivir juntos muy pronto, apenas seis meses después, porque a ella se le acababa el alquiler y él tenía una casita en Melville. Y, además, era algo temporal, ya que Devon regresaría a Estados Unidos cuando acabase el doctorado y quizá ella podría ir a visitarlo, ¿no? Cosa que hizo, y lo intentaron lo mejor que supieron; sin embargo, a ella no la dejaban trabajar allí y se planteó estudiar algo, pero no era capaz de quedarse sentada en el sofá de Devon todo el día, así que rompieron y ella regresó a casa, veintidós horas para volver a Sudáfrica, aunque estar separados fue un infierno. Dieciséis largos y horribles meses después, él encontró el modo de volver: un trabajo con una empresa de dispositivos médicos que, por desgracia, pagaba en rands, aunque patrocinaba todos sus permisos.

No iba a contarle todo aquello al agente de inmigración.

—Ya —masculló el tío tras levantar la mirada de sus pasaportes sudafricanos; «mambas verdes», los llamaba su mejor amiga, Keletso, porque te muerden con las tasas de los visados de todos los países a los que no te permiten entrar sin más—. ¿Y piensa regresar a Sudáfrica después de las vacaciones?

—Sí, vivimos allí —respondió, orgullosa de ello.

Lejos de los nazis cotidianos y de los tiroteos en las escuelas, que eran tan frecuentes que casi formaban parte del calendario académico junto con el baile de graduación y la temporada de fútbol americano; lejos de la muerte lenta de la democracia, de los polis con el gatillo fácil y del terror de criar a un hijo negro en Estados Unidos. Pero ¿cómo podéis vivir allí?, le preguntaba la gente a ella y, sobre todo, a Devon, su marido estadounidense, refiriéndose a Johannesburgo. ¿No es peligroso? Y ella deseaba responder: «¿Cómo podéis vosotros vivir aquí?».

La geografía del hogar es accidental: donde naces, donde creces, la atracción y los vínculos de lo que sabes y lo que te ha dado forma. El hogar es fruto de la casualidad. Pero también puede ser una elección. Habían construido su vida en Sudáfrica, con sus amigos y los amigos de Miles, con buenos trabajos y una escuela estupenda, y su destartalada casa en Orange Grove, con vidrieras en las ventanas y suelos de madera que crujían y siempre los avisaban cuando Miles estaba a punto de saltar sobre ellos en la cama, y la humedad creciente contra la que luchaban cada año, y el jardín descuidado en el que su gata, Mewella Fitzgerald, jugaba a acechar entre la alta hierba hasta que se te lanzaba a los tobillos. Habían elegido aquel hogar, su vida, su gente. A propósito. Así que, sí, claro que pensaba regresar, gracias por preguntarlo, tío de inmigración.

No tientes a la suerte.

—Por favor, ponga la mano derecha en el lector de huellas digitales. Mire a la cámara. Tú también, hombrecito. —El agente examinó la pantalla, estampó sus mambas verdes y les hizo un gesto para que pasaran—. ¡Que disfruten de Disneyland!

¿Se habían contagiado allí mismo? ¿En el lector de huellas, que nunca había visto limpiar? ¿O en el botón del ascensor del hotel del parque, que les había costado un poco más pero les permitía ser los primeros en entrar? ¿Al introducir el código en el datáfono del restaurante? ¿En la barandilla del Incredicoaster? ¿O se lo habrían pasado Goofy o Chewie a los niños a través de los guantes? Lo único que sabe es que, a los pocos días, los ocho tenían gripe. Entonces no conocían el VHC. Nadie lo conocía. Ni lo que la cepa llevaba dentro, como una bomba sorpresa en forma de oncovirus.

Se pasaron todo el fin de semana moqueando y arrastrando los pies de la Splash Mountain al Harry Potter World, dopados con un cóctel de anticongestivos y medicamentos para la gripe que ella había metido en el botiquín de la familia.

«Al menos no es el sarampión», bromeó Devon. Habría sido una buena historia, todos metidos en las habitaciones interconectadas del hotel. Jay organizó al resto de los niños para construir un fuerte con mantas, volcando los sofás y colocando los edredones encima. Pidieron servicio de habitaciones, vieron películas y fue una experiencia que los unió más a todos, ¿no? «Unidos por la mucosa», bromeó Cole, e incluso la Intimidante CuñadaTM, Tayla, sonrió y gruñó con aquel chiste tan malo.

Y, cuatro meses después, Jay recibió su diagnóstico. ¿Qué posibilidades había de desarrollar cáncer de próstata a los diecisiete? Era como ganar la peor lotería del mundo. Devon regresó a Estados Unidos por Navidad; Cole y Miles se reunieron con él en Chicago, en febrero, cuando el viaje por avión seguía siendo una molestia conveniente en vez de una rareza para la gente muy rica o con buenos contactos. Miles insistió en ir a ver a Jay al hospital con la chapa de ¡QUE LE DEN AL CÁNCER! que le había pedido a Cole que le comprara en internet.

«¿No podías haber comprado algo más discreto? —se quejó Devon—. No mola que un niño lleve eso. ¿Y los demás pacientes?».

«Estoy absolutamente convencida de que piensan lo mismo».

Miles y ella se habían preparado en el avión. Si se pudiera hacer estallar los tumores con la rabia generada por la injusticia del asunto, habrían curado a Jay y a todo el mundo en un radio de más de mil kilómetros.

Había cambiado de canal cuando apareció en las noticias (las cámaras hambrientas buscando a los hombres y niños demacrados de las plantas oncológicas, los gráficos con el seguimiento de los nuevos casos mundiales, las desalentadoras estadísticas), y se había justificado diciéndose que lo hacía para proteger a Miles, pero se las había chutado en vena con fervor de yonqui en cuanto el niño se fue a la cama.

«Una epidemia global sin precedentes» era una de las frases que se escuchaban mucho, junto con «los expertos están considerando los posibles factores medioambientales» y, la favorita de Cole, pronunciada por un aturdido oncólogo: «Es que el cáncer no funciona así». Esa se ganó un meme. Pilló a Miles viendo el remix con Auto-Tune en YouTube, sobre un ritmo tecno que iba cada vez más deprisa e imágenes de una película de zombis.

Cuando llegaron al piso de dos plantas de la familia de Devon, apestosos y con jet lag, Tayla le dio un abrazo demasiado fuerte, demasiado largo. Su aspecto desaliñado la alarmó: llevaba un jersey holgado con vaqueros y las trenzas recogidas en un moño desordenado, en vez de en los complicados recogidos que solía lucir, y tenía el rostro ceniciento y demacrado, con ojeras. Esto es lo que te hace el miedo, pensó Cole. El miedo y la tristeza. Eric sonrió mucho, les ofreció café y, cinco minutos después, de nuevo café, y las gemelas estaban apagadas, caminaban de puntillas alrededor de sus padres; el terror era otro invitado molesto en casa. Pero, por supuesto, no aguantaron mucho tiempo. Se llevaron a Miles a su dormitorio, y las alegres carcajadas que brotaban de allí eran como cuchillos para los adultos que seguían sentados abajo, bebiendo una sola taza de café (gracias, Eric).

Sin embargo, ni siquiera eso la preparó para ver lo frágil que estaba Jay cuando empezaron las horas de visita en el hospital. Como si le hubieran chupado la vida. Tenía la piel tirante alrededor de los huesos, los ojos hundidos y sin brillo. Tayla y Eric esperaron fuera… porque el hospital no permitía más de tres visitantes a la vez, y, además, su cuñada había insistido en que tenía que corregir exámenes. Se aferraba como podía a la normalidad. Ahora, Cole sabe perfectamente lo que es eso.

Jay sonrió al ver a Miles, aunque era una versión macilenta de su media sonrisa de siempre, en la que los labios solo se elevaban una pizquita. Las arrugas en el rabillo del ojo bien podrían haber sido de dolor. En los libros de cuentos se advierte sobre las brujas con manzanas envenenadas y los ministros traidores que vierten sustancias letales en el vino del rey. Intenta explicarle a un niño de diez años que los doctores introducen adrede veneno en las venas de Jay para matar el otro veneno que crece en lo más secreto y profundo de su cuerpo, los tumores que brotan de sus células como esas capsulitas que crecen hasta convertirse en esponjas con forma de animales al echarlas en la bañera.

—Eh, renacuajo —dijo Jay mientras alargaba la mano para tocar la chapa de Miles—. Me gusta tu pin.

—Hola, Jay —fue lo único que consiguió responder Cole antes de que se le atragantaran las palabras en la garganta.

Con la cabeza calva, sin cejas y sin pestañas, los ojos del chico parecían enormes.

—¿Quieres sentarte aquí, conmigo? —preguntó Jay mientras le daba unas palmaditas a la cama.

—No sé si es buena idea…

—No pasa nada —dijo Devon—. Tayla dice que las niñas lo hacen continuamente. Pero quítate los zapatos, colega.

—Cuidado con los tubos y demás. Espera, deja que suba el respaldo. Si quieres, pulsa tú el botón. Pero no demasiado, que tampoco quiero que dobles la cama por la mitad.

—¿Cómo es? —preguntó Miles mientras se sentaba al lado de Jay, aunque sin tocarlo.

—Me duele al hacer pis. Mucho. Y la quimio es una mierda. De todos modos, no está funcionando.

—Jay… —le advirtió Devon.

—¿Qué? No voy a mentirle. —Estaba enfadado. Comprensible—. Puedes soportar la verdad, ¿a que sí, renacuajo?

—¡Sí!

—¡Que le den al cáncer!

—Que le den al cáncer —dijo su hijo, aunque primero la miró a ella como si necesitara permiso para decir palabrotas en voz alta.

—Oye, Jay, Miles te ha hecho un cómic.

—Venga ya —respondió el chico mientras cogía el iPad de su primo. Cole se fijó en lo mucho que se le veían las venas y en las costras de los pinchazos de innumerables jeringuillas—. ¿Me has hecho un cómic?

—Es de unos bebés monstruosos que conquistan el mundo.

—Ah, ya lo veo. ¿Quién es este tío? Da un poco de miedo.

—Es Eruptor, tiene cabeza de volcán y, cuando se enfada, ¡bum! ¡Lava fundida y rocas ardiendo por todas partes! Te derrite la cara.

—Así me siento a veces.

—Y este es Sssss. Es una serpiente con brazos y puede disparar arañas con las manos.

—¿Una clase de araña específica, como las viudas negras o de esas que tenéis en Sudáfrica y dan tanto miedo?

—¡Arañas lobo! ¿O arañas babuino? Son las que parecen tarántulas. ¡Sssss puede disparar todo tipo de arañas!

—Ah, guay, guay. —Jay empezaba a decaer.

—Y esta es su archienemiga, Nanáfono, que es una anciana malvada con cabeza de gramófono. Quiere adoptar a todos los bebés monstruosos y llevárselos en su máquina del tiempo de vuelta a los días en que todo era en blanco y negro y ni siquiera había internet.

—Esa época suena fatal. Oye, renacuajo, estoy muy cansado. Seguimos hablando después, ¿vale?

—Vale —respondió Miles mientras se bajaba de la cama.

Cole no estaba segura de cuál de los dos se sentía más aliviado.

—Vamos —dijo mientras rodeaba con un brazo a su hijo—. Volveremos mañana.

Pero Cole solo lo llevó dos veces más a ver a su primo. Multitud de palabras horribles se interponían entre ellos y él. Adenocarcinoma. Escala de Gleason. Metástasis distante. Terapia adyuvante. Recrudecimiento. Testamento vital. Y una de la que solo hablaban en casa: muerte asistida.

Descubrió que los humanos usan la palabra «insoportable» con demasiada ligereza. Resulta que lo insoportable es vivirlo. Jay murió en casa, mientras dormía, un mes después. La morfina lo hizo posible. Si tenías suerte de conseguirla, si eras de los primeros.

No había nada que decir, salvo lo innombrable. La culpa era un animal salvaje que daba vueltas y le gruñía dentro de la caja torácica. Temía abrir la boca por si se le escapaban las palabras del animal. «Gracias a Dios. Gracias a Dios que ha sido tu hijo y no el mío». Y sabía que Tayla y Eric estaban pensando en la respuesta del rencor: «¿Cómo os atrevéis a tener un hijo que todavía vive y respira?».

Cualquier cosa puede convertirse en un agujero negro si se la comprime lo suficiente. Así fue como reaccionó Tayla: se contrajo bajo la densidad de su tristeza y absorbió toda la luz. Eric tomó el camino contrario: procuró mantenerse ocupado para mitigar el dolor; intentaba animar a las niñas, se ocupaba de la casa, de cocinar y de limpiar. Si alguien se ofrecía a ayudar, en realidad le quitaba lo único a lo que podía aferrarse. Devon lo intentó, pero solo conseguía que Eric se metiera en otra habitación y se enfrascase en otra tarea.

Cole no llevaba bien que Eric, de repente, se fijara en Miles (si entraba en un cuarto y lo veía sentado en el sofá con las niñas, todos concentrados en la tele como si la publicidad fuera lo más interesante del mundo) y diera un respingo. Todas y cada una de las veces. Miles también lo notaba. Estaba de los nervios, se le caían las cosas, tropezaba en la escalera. «¿Cuándo nos vamos a casa?», preguntaba a menudo.

Tendrían que haberse ido a casa.

«Este no es nuestro sitio», le discutía ella a Devon en acalorados susurros. Había más familia: los padres y las hermanas de Eric, que estaban deseando ofrecer su apoyo. Miles necesitaba estabilidad. Necesitaba estar en casa. Necesitaba la plena atención de su padre.

Y ella temía que fuese contagioso. No sabía que ya era demasiado tarde. Llegaron a una solución de compromiso: un trabajo de tres meses en Oakland, para que Devon estuviera más cerca de Tayla y de la familia. Pero entonces Eric enfermó, y también Devon, y ya no se podía volar a ninguna parte. Es inimaginable lo que el mundo puede cambiar en seis meses. Inimaginable.

Afterland

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