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Derechos de denominación

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21 de junio de 2023

—Mírame —dice Cole—. Oye.

Comprueba las pupilas de Miles, que siguen enormes; su cuerpo empieza a librarse de la conmoción, el miedo y las drogas. Cole se esfuerza por recordar su formación en primeros auxilios. Utiliza la lista de verificación como salvavidas. Miles puede enfocar la mirada y hablar sin arrastrar las sílabas. En el coche, cuando huían, estaba atontado, pero no tardará en ser capaz de plantearle preguntas difíciles que no está preparada para responder. Sobre las manchas de sangre que tiene en la camisa, por ejemplo.

—Oye —repite, procurando hablar con toda la tranquilidad posible, aunque ella también tiembla por culpa del bajón de adrenalina. Por ver a Billie cargar con el cuerpo de Miles como si fuera un saco de boxeo roto, por pensar que estaba muerto. Pero no lo está. Está vivo. Su hijo está vivo, y ella no puede derrumbarse—. No pasa nada —dice—. Te quiero.

—Yo también te quiero —masculla él.

Es la respuesta automática a la frase, como una invocación en la iglesia. Salvo que la catedral es el baño público de una gasolinera abandonada, donde las hileras de urinarios vacíos boquean como dientes rotos a la luz previa al amanecer; hace tiempo que los vándalos arrancaron los asientos de los inodoros.

Miles sigue temblando; se rodea la caja torácica con los flacos brazos, tiene los hombros hundidos, le castañetean los dientes e insiste en dirigir la mirada hacia la puerta, que, a juzgar por los arañazos y las abolladuras en el contrachapado, alguien ha abierto de una patada antes de que llegaran ellos. Cole también espera que alguien eche esa puerta abajo de un momento a otro. Es inevitable que los encuentren y se los lleven otra vez. La detendrán. Le quitarán a Miles. En Estados Unidos les roban los niños a sus padres. Ya era así antes de todo… esto.

Su reflejo es gris en los fragmentos de espejo. Tiene un aspecto horrible. Parece vieja. Peor, parece asustada. No quiere que él lo vea. Puede que eso sea lo que ocultan los superhéroes detrás de sus máscaras: no su identidad secreta, sino que están muertos de miedo.

Los azulejos azules vidriados de la pared del lavabo están rotos en teselas y la tubería está medio arrancada de su anclaje. Sin embargo, cuando abre el grifo, el agua espurrea después de unos cuantos chirridos y gruñidos.

No es pura suerte. Había visto el depósito de agua en el tejado de la gasolinera saqueada antes de conducir hasta la parte de atrás y meterse bajo el toldo hecho jirones. Devon siempre había sido el organizador de la familia, el planificador, pero Cole ha aprendido a vivir treinta segundos por delante de donde se encontraran y a calcular todas las trayectorias posibles. Es agotador. «Vive el momento» era una filosofía para quien podía permitirse ese lujo. Y vete a la mierda por haberte muerto con el resto, Devon, piensa Cole, y haberme dejado sola en esta situación.

Después de dos años, ¿todavía sigues enfadada, cielo?

Sigue oyendo las bromitas de su marido muerto. Es como una especie de posesión de andar por casa. No es poco frecuente estos días.

Tú reza por que tu hermana no se una al coro de fantasmas.

Se echa agua en la cara para quitarse de la cabeza a Billie y el nauseabundo sonido de metal contra hueso. El agua fría es una terapia de choque, pero en el buen sentido. Esclarecedora. Ya tendrá tiempo para sentir toda la culpa del mundo cuando salgan de ahí. Cuando estén a salvo. Se quita la camiseta ensangrentada y la mete en una de las papeleras para compresas. El pobre cubo habrá visto derrames peores.

El espejo no es más que un fragmento de su estado original, y, en su reflejo, la luz que rebota en los azulejos tiñe de beis el rostro de su hijo. Café sin mucha leche. ¿Qué le dio Billie? ¿Benzodiacepina? ¿Somníferos? Ojalá lo supiera. Espera que sea uno de esos medicamentos que provocan amnesia, como borrar un Telesketch.

Le frota la espalda para calentarlo, para calmarlo, porque ambos necesitan contacto humano. Lo conoce muy bien. La marca de la vacuna triple vírica; la cicatriz blanca que le recorre el codo, de cuando se rompió el brazo al caerse de la litera de arriba; el hoyuelo de estrella de cine en la barbilla, herencia de su abuelo (descansa en paz, viejo, piensa en piloto automático, ya que no pudo despedirse). Y, en algún lugar del interior de Miles, los genes errantes a los que el virus no había podido aferrarse.

Uno entre un millón. No, no es eso. Uno del millón que quedaba en Estados Unidos. En el resto del mundo hay más, aunque no muchos. Un índice de supervivencia de menos del uno por ciento. Por eso lo que estaba haciendo era tan peligroso y tan estúpido. Aunque no tenía elección.

«Santa madre de Dios, Batman, ahí van esos niños. Tenemos que atraparlos a todos». Y quedárselos para siempre jamás. Seguridad para el futuro, la Ley de Protección Masculina, por su propio bien, no dejan de decirle. Siempre por su propio bien. Mierda, está bien jodida.

—Vale —dice, intentando parecer alegre, aunque nota que la decisión le pesa como un ladrillo en el estómago—, vamos a ponerte ropa limpia.

Cole mete la mano en la bolsa de deporte negra que llevaba en el maletero de su coche, junto con agua, una lata de gasolina (los clásicos artículos imprescindibles para fugitivos), y saca una sudadera limpia para ella y, para él, una camiseta de manga larga de color rosa palo con el dibujo de una palmera desteñida tachonada de pedrería falsa, unos vaqueros pitillo con demasiadas cremalleras y un puñado de pasadores relucientes. ¿De qué están hechas las niñas? De unicornios, gatitos y todo lo que tiene brillitos.

—No puedo ponerme eso —dice Miles, que acaba de espabilarse para protestar—. ¡Ni de coña, mamá!

—Colega, va en serio. —Siempre había sido la poli mala de la familia, la que establecía reglas y límites, como si ser madre no fuera el peor juego de improvisación del mundo—. Finge que es truco o trato —añade mientras le engancha los pasadores en los rizos afro. Recuerda el taller al que acudió diligentemente cuando Miles era un bebé: «Madres blancas: Pelo negro».

—Soy demasiado mayor para eso.

¿Lo es? Solo tiene once, no, doce años, se corrige. Casi trece. El mes que viene. ¿De verdad ha pasado tanto tiempo desde el fin del mundo? El tiempo se dilata y diluye.

—Pues finge que actúas. O que somos estafadores.

—Estafadores… Eso mola —cede.

Cole da un paso atrás y contempla su obra. El eslogan resaltado en purpurina rosa encima de la palmera desteñida dice: SIEMPRE REFRESCA y CALIFORNIA. Aunque la sílaba RE se ha borrado, así que se queda en FRESCA, o quizá fuera algo intencionado, a pesar de que la camiseta estaba en la sección de doce a catorce años. Los vaqueros slim fit le hacen las piernas más larguiruchas de lo que ya son de por sí. Ha pegado un estirón y está en esa fase desgarbada en la que son todo extremidades. ¿Cuándo ha pasado?

Mira el reloj de Devon; es demasiado grande para su muñeca y cuesta leer los números entre las constelaciones grabadas en la esfera. Un regalo astronómico de aniversario. Detrás grabó unas palabras: TODO EL TIEMPO DEL UNIVERSO CONTIGO. Aunque resultó ser una mentira cochina.

En fin, habría preferido no sufrir una muerte horrible por culpa de la plaga. No es por nada.

Concéntrate. Los números. Las seis y tres de la mañana. Cuarenta y ocho minutos desde que encontró a Billie cargando el cuerpo inconsciente de Miles en la parte de atrás de su Lada. Cuarenta y ocho minutos desde que cogió la llave de rueda.

No pienses en ello.

Sí, vale, Dev. Nadie tiene tiempo para eso.

El todoterreno estaba justo donde se suponía: en el aparcamiento del centro comercial abandonado de al lado, donde el coche de la huida se mezclaba con los demás vehículos olvidados. Billie y ella habían repasado el plan una y otra vez. Estaba muy impresionada con la previsión de su hermana, con su atención al detalle. Salir de allí, cambiar de coche, conducir hasta San Francisco. Las llaves estaban debajo del tapacubos, el depósito estaba lleno y había provisiones en una caja de seguridad bajo el asiento trasero: agua, mudas de ropa, botiquín de primeros auxilios.

Cole lo hizo todo en piloto automático, tensa y aturdida por el miedo, cubierta de sangre. Salvo que condujo el todoterreno en dirección contraria a la planeada, lejos de la costa y de las benefactoras ricas de Billie que lo habían preparado todo; tierra adentro, hacia el desierto. La ruta menos transitada, menos evidente, la que tenía menos probabilidades de llevarlos a un bloqueo de carretera y a mujeres con metralletas.

Seguía acumulando delitos graves. Le quitarían a Miles, esta vez para siempre; la detendrían y tirarían la llave, o algo peor. ¿Todavía se aplica la pena de muerte con el clima actual y el Acuerdo de Reprohibición para preservar la vida? Puede que poner en peligro de forma imprudente la vida de un ciudadano varón sea el delito más grave de todos. Peor incluso que lo sucedido con Billie. Hace cuarenta y ocho, no, cuarenta y nueve minutos. Estaba tan enfadada, tan asustada…

Nunca me ha gustado esa hermana tuya.

—¿Mamá? —preguntó Miles en voz bajísima, y eso la sacó del recuerdo y evitó que se dejara llevar por el pánico.

—Lo siento, tigre. Me he despistado un momento. —Le sujeta los hombros y admira su reflejo. Intenta sonreír—. Tienes buena pinta.

—¿En serio?

El sarcasmo es sano. Alto funcionamiento. Sin daño cerebral.

—No es necesario que te guste; pero, por ahora, es lo que hay. Eres Mila.

Él bate las tupidas pestañas y frunce los labios frente al espejo. Morritos de desprecio.

—Mila.

Cole piensa, distraída, que debería comprar rímel. Añádelo a la lista. Comida, dinero, gasolina, refugio, probablemente otro coche para seguir cambiándolos y después se acercarán al Sephora local para conseguir todos los productos cosméticos que requiere un niño disfrazado de niña.

—Lávate las manos; no quiero que enfermes.

—Soy inmune, ¿recuerdas?

—Díselo a los demás virus de por aquí. Lávate las manos, tigre.

Cuando entreabre la puerta abollada que da al mundo exterior, no hay ni drones, ni helicópteros, ni sirenas, ni mujeres con chalecos de Kevlar que rodeen el perímetro armadas con semiautomáticas. No los han encontrado (todavía) y el todoterreno sigue aparcado donde lo dejó, bajo el toldo, listo para marchar.

—Despejado.

Lo empuja hacia el vehículo. Perdón, la empuja. Dilo bien. No puede permitirse un error. No puede permitirse más errores.

Miles entra en el coche, obediente. Cole le agradece sobremanera que se esté dejando llevar y que no pregunte nada (todavía) porque, si lo hace, ella se hunde.

—Deberías tumbarte —le dice—. Están buscando a dos personas.

—Pero ¿adónde vamos, mamá?

—A casa. —La idea es absurda. Miles de kilómetros, océanos enteros y, ahora, varios delitos graves los separan de la posibilidad de ver de nuevo Johannesburgo—. Pero, mientras tanto, tenemos que pasar desapercibidos.

Lo dice tanto para ella como para él. Para ella.

—A la fuga. Como forajidos —dice su «hija» para intentar animarla.

—¡Todavía mejor que estafadores! Cole la Vaquera y Mila la Niña.

—¿No es Billie la Niña? ¿No se enfadará mi tía si le robo el nombre?

—Te lo quedas tú hasta que nos alcance. Considéralo una custodia compartida.

—Los nombres no funcionan así.

—Oye, que yo sepa, en el fin del mundo no sirven las reglas normales.

La frivolidad como mecanismo de defensa: causas y ejemplos.

—Mamá, ¿dónde está Billie? No recuerdo lo que pasó.

Mierda.

—Se peleó con una de las guardias cuando nos íbamos. —Demasiado simple. No es capaz de mirarlo. Perdón, mirarla—. Así me ensucié la camiseta. Pero ¡no te preocupes! Está bien. Nos alcanzará después, ¿vale?

—Vale —responde Mila, aunque tiene el ceño fruncido. Y no está bien. En absoluto. Pero es lo que hay.

Se largan de la gasolinera. El cielo sobre Napa es de un azul pastel con pinceladas secas de nubes por encima de viñedos asilvestrados. Campos pálidos de hierba que tiembla, mecida por el viento. Cosas como esas le dan un toque lejano e impropio a un asesinato. La belleza permite la negación verosímil. Puede que esa sea la única función de la belleza en el mundo, piensa Cole: cegarte con ella.

Afterland

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