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El día que murió Devon

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HACE DOS AÑOS Y MEDIO

Todo guardado, listos para marcharnos. La pena es como una maleta extra que cambia de peso a su antojo, entre demasiado ligera y con toda la masa del mundo. Cole sale del dormitorio con su equipaje y ve a Miles sentado con las piernas cruzadas en la alfombra, al lado de la bolsa plateada para cadáveres, modelo estándar, que está medio desabrochada y se abre como una crisálida. Está mirándole la mano a su padre, no la cara, mientras le lee en voz alta una novela gráfica que apoya en el regazo.

—Y entonces Nimona dice: «¿Por qué iba a bromear sobre la desintegración?».

Traslada el dedo a la siguiente viñeta siguiendo la trayectoria por la fuerza de la costumbre, porque su padre no va a mirar los dibujos en el futuro próximo. Ni nunca.

Ella ha puesto la pegatina de AVISO DE DEFUNCIÓN en la ventana delantera hace veinticuatro horas. Una enorme pegatina amarilla y negra con galones reflectantes. PLAGA. VENGAN A RECOGER EL CADÁVER. No, hace más tiempo. Treinta y dos horas. Demasiado para dejarlos con un muerto. Demasiado para dejarlos ahí, a dieciséis mil kilómetros de casa.

Se deja caer en el suelo junto a sus dos chicos, el vivo y el muerto. El rostro de Devon le parece vacío y extraño sin su vida dentro. El valle inquietante de un muñeco impreso en 3D con la forma de su marido. Llevan tanto tiempo viviendo con la expectación, invitándola a la habitación con ellos, a todas sus conversaciones, incluso bromeando sobre ella, que la realidad de la muerte, aquel invitado soez e intenso que llega tarde a la fiesta, es una decepción. Piensa: «Ah, ¿ya está? ¿Ya está?». Morir es difícil. Vivir es difícil. ¿La muerte? Sobrevalorada. Antes había una persona, ahora ya no la hay. Sabe que esa actitud es una forma de defensa propia. Está cansada, nada más. Cansada y entumecida; la tristeza se entreteje con la rabia. «La peor pulsera de la amistad del mundo».

Cole alarga una mano para tocar el rostro de ese que ya no es su marido. La tensión del dolor se le ha borrado de los ojos y de la boca. El pelo cortado al uno está suave. Se lo afeitaba cada lunes por la mañana. Las rutinas les daban una sensación de normalidad, les servían para llevar la cuenta de los días, incluso cuando el cáncer se le metió en los huesos y le arrancaba gritos de dolor. No volvería a raparlo ni a enjuagar la hoja del cortapelos y contemplar el remolino de bonitos cabellos oscuros en el lavabo como limaduras de acero.

Prepararon el cadáver según las instrucciones ilustradas de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA) de Mercy Park, que venían con raciones de comida, un botiquín básico de primeros auxilios y una pajita purificadora de agua. Ella enganchó la etiqueta de identificación, escribió su nombre, su número de la seguridad social, la hora y la fecha de la muerte, y su confesión religiosa, si procedía, para la rápida ceremonia que tuvieran preparada. En el folleto no se explica lo que pasa después, aunque han visto grabaciones de las nuevas incineradoras y de los contenedores refrigerados sobre los que se apilan las bolsas para cadáveres. La primera vez fue una conmoción. Sin embargo, ¿qué otra cosa se puede hacer con mil millones de cadáveres, una cifra que va en aumento? Las cantidades siguen sonando inverosímiles. Irreales. Sin incluir «otras muertes relacionadas». Esa expresión tan espeluznante.

Añadió varias capas de ritual para contrarrestar la burocracia impersonal y poder despedirse. Le lavaron la cara y las manos a Devon, y le pusieron encima su anorak. Fue idea de Miles: «Por si tiene frío». Crearon réplicas en origami de cosas que quizá necesitara en la otra vida y las metieron en la bolsa, alrededor de su cuerpo (idea de Cole), y organizaron una vigilia con barras luminosas para contarse historias sobre la vida de Devon, sus favoritas, las más tontas y las mejores, hasta que Miles se quedó muy callado y quieto, y ella se dio cuenta de que todo aquello era una forma de entretenerse que no borraría la verdad esencial. Eran uno menos.

Su hijo levanta a medias la novela gráfica hacia ella, como una ofrenda.

—¿Quieres leerle un rato?

Ella lo rodea con un brazo: su hijo, vivo y cálido, a pesar de las ojeras y de la tristeza que le hunde los hombros como un buitre.

—¿Cuánto tiempo llevas sentado con él?

—No sé —responde, y se encoge de hombros—. No quería que se sintiera solo.

—¿Ya le has leído todo el libro?

—Me he saltado algunas partes. Quería llegar al final antes de…

—Sí. —Se levanta—. No hay nada peor que una historia sin terminar. Bueno, creo que deberíamos comer. Una última comida antes de salir de este antro. La gente de la FEMA llegará pronto.

No echará de menos esa casa anónima idéntica a otras mil casas más en las afueras tecnológicas de Oakland, diseñadas para trabajadores temporales en estancias cortas.

—¿Tortitas? —pregunta Miles esperanzado.

—Ojalá, tigre. Raciones de California, como ayer.

—Y anteayer.

—Y el día anterior. Ya podrían variar un poco.

Ya podrían haberlos dejado volver a casa. Todos los correos y las llamadas al consulado sudafricano desde la biblioteca Montclair, donde se habían juntado apresuradamente en busca de internet, de un teléfono fijo. «Este no es nuestro sitio». La respuesta automática las pocas veces que sus mensajes lograban llegar: la crisis global, bla, bla, bla, muchos ciudadanos fuera del país; estaban trabajando para ayudar a todos los que podían; era imposible responder a todos los mensajes en esos momentos. Por favor, rellene el formulario e incluya todos los detalles posibles sobre sus circunstancias actuales, y nos pondremos en contacto con usted a la mayor brevedad. Enjuagar y repetir. El mundo entero está ocupado. Esto de morir es un infierno administrativo.

No ha salido desde que Devon enfermó. Lleva semanas sin pasar por la biblioteca, no sabe qué vecinos siguen ahí, si es que queda alguno. En aquel barrio ya de por sí aislado, las reuniones comunitarias se fueron espaciando hasta desaparecer. Los que pudieron huyeron; los que se quedaron cerraron filas, se ocultaron en sus casas para atender a sus moribundos y a sus muertos. Mientras llegaran los paquetes de raciones del gobierno…

Cole sirve dos cuencos de avena con leche en polvo y barritas de proteínas. El desayuno-comida-cena de los supervivientes. La voz de Miles en el salón, ahora con acento de villano malvado, irónico y sarcástico, interrumpe sus pensamientos.

—¡Tenían que elegir la habitación llena de sustancia mágica mortal! —Después, sobresaltado—: ¡Mamá!

Unos faros recorren la ventana del salón y se reflejan en el galón reflectante de la pegatina.

—Quédate aquí —dice ella mientras deja los cuencos.

—¿Por qué?

Miles, el preguntón.

—¡Por si acaso!

Devon había intentado tranquilizarlos diciendo que la testosterona era el ingrediente clave en los peores incidentes. Como si las mujeres no fueran capaces de mierdas malvadas sin ayuda de nadie. «Qué machista, Dev», lo reprende mientras sale a la calle.

«Los hombres no tenemos ni un respiro, ni siquiera muertos», responde ella misma por él.

La furgoneta de la FEMA ha aparcado fuera, con el motor encendido, y los halos gemelos de los faros apuntan a la puerta principal, así que tiene que protegerse los ojos al salir. Dos mujeres se bajan con movimientos torpes por culpa de los voluminosos trajes NBQ. «Plagonautas», piensa Cole. No les ve la cara por culpa del brillo de los faros, solo el cristal vacío de los cascos.

La más grande de las dos chilla, agresiva:

—¡Quédese donde está!

—No pasa nada —dice la otra—. No está armada.

—¡No lo estoy! —responde Cole, y levanta las manos.

—Hay que tener todo el cuidado del mundo, señora —se disculpa la alta y ancha, que se acerca y bloquea la luz con el cuerpo. Hay que ser fuerte en esta clase de trabajo para ir por ahí cargando con cadáveres—. ¿Dónde está el cuerpo? ¿Es usted una familiar?

—Es mi marido. Está dentro.

En ese momento siente una réplica del anterior terremoto de tristeza y está a punto de derrumbarse porque están ahí, la ayuda está ahí, y eso parece darle permiso para desmoronarse y dejar que otra persona se encargue. Pero Miles. Siempre Miles.

—Control. Un adulto —dice la más baja de la pareja por la radio.

—¿Tenía alguna enfermedad previa que debamos saber?

—¿Como qué? —pregunta Cole, a punto de echarse a reír.

—Cólera. VIH. Sarampión. Sangrado o descomposición excesivos. Si pesa más de ciento treinta kilos o cualquier cosa que nos dificulte moverlo.

—No.

—¿Cuántos días lleva muerto?

—Casi dos. Se han tomado su tiempo.

Cuesta ocultar el rencor. Distingue por fin los rostros a través del cristal: una señora blanca achaparrada con labios apretados en forma de corazón, mientras que la más alta es latina o puede que polinesia, lleva el pelo remetido bajo un plástico arrugado que le rodea la cabeza como un gorro de ducha y se le ve purpurina azul en los párpados. Es ese detalle lo que la termina de desestabilizar.

—Estándar —dice Achaparrada sin hacerle caso—. Menos de cuarenta y ocho.

—¿Les queda alguna compasión humana en esa furgoneta?

—Se nos acabó hace tres semanas —replica Achaparrada.

—Sentimos su pérdida, señora —dice Purpurina Azul—. Y nosotras también tenemos las nuestras. Comprenda que estamos en primera línea.

—Lo siento. Claro. Lo siento. Es muy difícil asimilar todo esto.

—Estamos igual, señora. Aquí tiene los papeles. Lo llevaremos a la central de procesamiento para las pruebas obligatorias. Puede reclamar el cadáver dentro de tres días o podemos encargarnos de la incineración y avisarla cuando sus cenizas estén disponibles.

—No. Ya nos hemos… despedido. No hace falta que me avisen. Nos vamos de inmediato.

Ya está repasando la lista de lo que lleva en la bolsa, empaquetado y preparado. Ropa, comida, 11.284 dólares en distintas monedas (dólares estadounidenses, rands sudafricanos y libras esterlinas) enrollados y sujetos con gomas elásticas, y, por favor, que baste con eso, además de un contrabando mucho más valioso: codeína, Myprodol, Nurofen, Ponstan; era la farmacopea de viaje de medicamentos con receta que se había llevado de Sudáfrica, donde se podían comprar libremente, además de otros artículos básicos (medicinas para el resfriado y la gripe, pastillas para el mareo, antiinflamatorios, antihistamínicos) que por suerte llevaba en el neceser cuando se quedaron tirados en Estados Unidos tantos meses atrás.

Los había metido en la maleta con toda la inocencia del mundo porque recordaba su primer viaje al país con billete de estudiante: le bajó la regla antes de tiempo y los calambres le estaban apuñalando las tripas, pero el irritado farmacéutico del mostrador del CVS le dijo que el Ponstan que en casa podía comprar como si fuera una simple aspirina no estaba disponible, ni siquiera con receta. El menguante alijo que habían llegado a adorar, que Dev solo usaba cuando el dolor era tan malo que su respiración se convertía en una serie de gemidos entrecortados. Estaban guardando todo lo que podían para Miles. Por si acaso. Para cuando ocurriera.

—Usted decide —responde la mujer más grande—. Le aconsejo escribir sus datos de contacto de todos modos, la dirección a la que enviarlo o algún familiar cercano. La gente cambia de idea.

—De acuerdo. —Es muy sencillo seguir instrucciones—. Ah —recuerda de repente—, ¿podrían ayudarme a arrancar el coche con pinzas? He intentado llamar al servicio de ayuda en carretera, pero no me contestan. No sé ni para qué lo pagamos.

Es una broma, pero es cierto.

Al parecer, se han suspendido todas las cosas que daban por sentadas, como una conexión a internet fiable, ayuda en carretera y acceso a la atención médica.

—En realidad no forma parte de nuestro trabajo… —empieza a decir la blanca achaparrada y gruñona.

—Claro que sí, no hay problema —la interrumpe su colega.

Se mete en el asiento del conductor de la furgoneta y le da la vuelta para pegar el morro al capó del coche de Cole. Habría resultado muy oportuno en aquel interminable día de mierda que no sucediera nada al enganchar las pinzas, pero el motor arranca y se pone a ronronear.

—Déjelo en marcha, señora —dice Purpurina Azul—. Que se cargue un poco.

—Gracias, se lo agradezco mucho. Estoy deseando salir de aquí —exclama Cole casi eufórica («gracias por arrancarme el coche y, oye, gracias también por llevaros el cadáver de mi difunto marido»), a punto de dejarse llevar por la histeria ahora que por fin tiene la huida a mano.

La plagonauta ha vuelto al lío.

—Firme aquí y aquí, por favor. —Pero entonces ve la cara de Miles asomada a la ventana, redonda y asustada, y se ablanda—. ¿Su hijita?

—Mi hijo.

—No debería viajar con él.

—Sigue siendo un país libre, ¿no?

Un surco de preocupación se forma entre las cejas de Purpurina y tira de sus labios hacia abajo.

—Señora, mi consejo médico profesional es que no lo mueva mientras esté enfermo. ¿Quiere que se le muera en el asiento trasero del coche?

—Sería mejor que aquí. Aunque no es asunto suyo. —Entonces pronuncia las palabras de las que se arrepentirá para siempre—: Además, no se está muriendo. Ni siquiera está enfermo.

Afterland

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