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Planta rodadora

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—Hemos hecho algo horrible —dice mamá mientras sale disparada de la ciudad como un piloto de NASCAR y deja atrás, en una nube de polvo, el Bullhead Bar. Como si no llevaran todo el rato sonriendo los dos, hasta arriba de adrenalina—. No volveremos a hacerlo. Le enviaremos el dinero al bar. O lo pagaremos haciéndole un favor a otra persona. A alguien que lo necesite de verdad.

—Nosotros lo necesitamos de verdad.

A Miles le latía el corazón a mil por hora y le cosquilleaban las manos. Pero le había resultado muy sencillo. Un juego de manos. Y en cuanto había tocado los billetes, sacarlos fue… puro. Todo se había detenido y se había vuelto nítido, y había notado cómo cambiaba la realidad por aquella decisión espontánea, por aquel momento de control.

—Sí. Y lo has hecho muy bien y estoy orgullosa de ti, pero…

—No se convertirá en una costumbre —dice.

Pero podría. Añadirlo a su catálogo. Menú desplegable, aprender habilidad nueva: ladrón.

—En serio. —Se ha convertido en un trol de la preocupación con el ceño fruncido. Ojalá no lo hiciera. Está fastidiando el momento—. Tu padre se enfadaría mucho conmigo.

—Sí, bueno.

Miles se encoge de hombros, irritado. Aquel interminable paisaje de matorrales era siempre igual, como si se hubieran quedado atrapados en bucle en la misma zona de un juego de plataformas en 2D.

—He estado pensando —dice su madre al cabo de un rato.

—Oh, no —gruñe él, aunque es como mínimo un cincuenta por ciento de broma, así que ella sabe que la ha perdonado.

—Deberíamos dejar este coche. Cambiarlo por otro. Si vamos a ser unos forajidos, deberíamos ser lo más auténticos posible, ¿no? ¿Qué te parece?

—Sí. —Miles se endereza—. Sí, está claro.

—Y dirigirnos a la frontera con México.

—O con Canadá.

—O a Nueva York y coger un barco a casa.

—¿Eso no sería un montón de horas en coche?

—Sí —responde mientras lo observa—. Pero es una opción.

—Creo que México —dice Miles, y se acomoda otra vez en el asiento.

—¿Quieres volver a repasar tu tapadera?

Miles suspira.

—Somos de Londres, por eso nuestro acento es raro, porque los estadounidenses no saben distinguirlos. Vamos a Denver, en Colorado, evidentemente ni a México ni a Canadá ni a buscar un barco que nos lleve a Sudáfrica, porque mis abuelos dirigían un campamento de vacaciones en las afueras de la ciudad y queremos estar con la familia.

—¿Y nuestro nombre?

—Mila Williams, y tú te llamas Nicky, y tengo catorce años, porque esa clase de detalles hará que sea más difícil localizarnos ya que buscan a un niño de doce. Pero, mamá, es una tontería. La gente se va a dar cuenta enseguida.

—No si los despistas con detalles equivocados que sean fáciles de recordar. Soy entrenadora de tenis en institutos, no de nadie famoso, aunque una de mis chicas casi entró en la selección de Estados Unidos. El campamento al que vamos es de nuestra familia desde hace años, y los padres de tu padre lo convirtieron en Campamento Catalizador, un destino de vacaciones para que las empresas fomenten el espíritu de equipo: hacían rapel, bajaban en tirolina al lago y aprendían técnicas de supervivencia. Es increíble lo mucho que le gustaba a la gente trajeada saber cómo se encendía una fogata o se fabricaba un refugio.

—Espera, ¿es un sitio de verdad?

—No, pero ya ves a lo que me refiero. Acribíllalos a detalles que nadie se inventaría. Como que el paquete más popular de CC, que es como llamaremos con cariño al Campamento Catalizador, por cierto, era el tema de supervivencia zombi para grupos de entre diez y treinta adultos, que incluía tres comidas al día. Tú solías interpretar a una niña zombi cuando íbamos de visita, pero ahora eres demasiado mayor para eso y te parece una tontería.

—Y una vez apareció un caimán en el lago, pero al final resultó ser una iguana que se le había escapado a alguien.

—Pero la leyenda sigue viva, y por eso las camisetas llevan el dibujo de un caimán.

—Pero ¿y si alguien googlea Campamento Catalizador?

—Muy bien pensado. Evitaremos mencionar nombres, salvo el nuestro.

—Y el de papá, por supuesto. El excelentísimo profesor Eustace Williams tercero.

—¿Eustace? —Mamá se ahoga de risa—. ¿De dónde narices has sacado ese nombre?

—¿Quién sabe de dónde nace la inspiración?

Le devuelve la sonrisa mientras agita una mano en el aire para indicar el misterio divino del asunto.

—Hum. ¿Qué tal Alistair Williams? Periodista deportivo de una ciudad pequeña. Encaja con mi entrenadora de tenis.

—Mamá. No sabes nada de deportes.

—Ya. Bien visto. Vale. Tu padre, Al, era un enfermero en Los Ángeles, y yo era diseñadora de paisajes orgánicos: creaba huertas para urbanizaciones.

—Vaya, mamá, qué… saludable.

—Pero no mencionaremos al resto de la familia, ¿vale? No queremos meter la pata.

Se le tuerce el gesto, como si hubiera probado algo agrio, y ese fuera el momento de preguntar, piensa Miles. «¿Qué ha pasado con Billie?». Pero no puede. No quiere saberlo. Si hubiera sido algo muy malo, mamá se lo habría dicho, ¿no? O si no hubiera sido gran cosa. En cualquier caso, la culpa la tiene él. Lo sabe.

—Mamá, ¿por qué no vamos con tía Tayla y las niñas, a Chicago? —suelta en vez de lo que está pensando. Ella se relaja un poco y pierde algo de la tensión en los hombros—. ¿No pueden ayudarnos?

—Puede que sí. Es una buena idea. Analizaremos nuestras opciones cuando nos paremos y encontremos internet.

—Pero ¿podemos ir?

—Ya lo veremos, tigre. No quiero…

—¿Qué?

—Ponerlas en peligro.

Y ahí tiene otra oportunidad perfecta para preguntar. Por un momento cree que su madre se lo va a soltar todo, así que se prepara y se agarra tan fuerte a la manija de la puerta que bien podría arrancarla de cuajo.

—Eh, mira. Es nuestra noche de suerte. Una gasolinera abierta.

Está iluminada como un faro de neón en el desierto y el cartel parpadeante proyecta sombras extrañas en los camiones articulados aparcados en el área de descanso del lateral, con los faros apagados como ojos muertos. Es imposible calcular cuánto tiempo llevan ahí, como cascarones vacíos. Miles se pregunta si ya los habrán saqueado, si alguno tendrá algo útil dentro o si estarán llenos de mierdas tontas de las tiendas de todo a un dólar, como mazas gigantes de plástico y juguetes falsificados.

Espera en el coche mientras mamá entra para meterle dinero al surtidor y comprar algo de comida, porque es mejor que no los vean juntos. Se enciende una luz en uno de los camiones a oscuras y ve la cara de una mujer con la mano ahuecada en torno al cigarrillo que le cuelga de los labios. Es un gesto curiosamente íntimo, así que Miles aparta la mirada. Eso da más miedo que los camiones vacíos, piensa, que haya alguien esperando, observando dentro de las cabinas o en las ventanas de todas las ciudades silenciosas que han visto desde la carretera, donde el cielo es grande y negro, y las estrellas tan frías y brillantes como los LED de Dios.

La feroz sensación de júbilo después de robar el dinero de la cartera ha desaparecido, y ahora está pensando que la arena del desierto parece suave y sedosa, y en qué podría estar arrastrándose sobre sus huesudos codos hacia el faro de neón, oculto entre la maleza. O esperando sentado en la ventana de una de las cabinas a oscuras, con la boca llena de moho y unos largos brazos blancos.

Como Dedos de Cáncer. Que no es real. Ahora lo entiende. Es ansiedad, como los retortijones del estómago. Eran terrores nocturnos, cuando estaba en cuarentena en Lewis-McChord, con las pruebas, y solo le permitían ver a mamá durante las horas de visita, y papá estaba muerto, como todos los demás, salvo Jonas, él y algunos otros chicos con la variante milagrosa. No seas miedica, piensa. Sabe que no hay nada en el desierto. No hay dedos esqueléticos que intentan abrir la puerta del coche para sacarlo y llevárselo a rastras a la oscuridad.

Mamá da un toquecito en la ventanilla, y Miles está a punto de gritar.

—He encontrado otro coche. Vamos.

La ayuda a recoger el conjunto, cada vez más pequeño, de todas sus posesiones en este mundo: de la casa de Oakland al aeropuerto, de ahí a la base militar y de ahí a Ataraxia; la bolsa de ropa de niña, sus últimos aperitivos, velas, una linterna, un conjunto de cuchillos de cocina y el edredón de la cama, todo sacado de Eagle Creek, y la botella de refresco de marca blanca y los pasteles de pollo caseros que mamá acaba de comprar en la tienda.

El olor a comida sustanciosa y salada no basta para distraerlo, y se da cuenta de que mamá lo conduce a lo que está claro que es una furgoneta blanca para secuestrar niños, repleta de antenas y con una parabólica.

—Parece la furgoneta de un psicópata —se queja Miles.

—Meteorología —responde su madre, como si eso la descartase automáticamente como propiedad de un asesino en serie.

Una mujer bajita está llenando el depósito y los saluda cuando se acercan a ella. Tiene una mecha violeta en el pelo alborotado, gafas de ojo de gato y las palabras WEATHERGIRLS NV grabadas en letras góticas en la cazadora vaquera.

—No podemos subirnos en su coche sin más. No la conoces. No sabes nada de ella.

—Señales y significantes que identifican a nuestra tribu, tigre.

—¿Y eso qué quiere decir?

Mamá enumera la lista con los dedos.

—Uno: piel oscura. Dos: pelo morado. Tres: meteoróloga, y nos gustan las científicas. Cuatro: mi instinto, que, permíteme añadir, es excelente. Y está dispuesta a llevarnos hasta Salt Lake City. Dice que allí hay una comuna con internet y que no necesitamos enseñarles ninguna identificación.

—Puede que no la pidan porque son un grupo de asesinas, y así les resulta más fácil ocultar los cadáveres. Y las asesinas en serie también pueden teñirse el pelo, ¿sabes?

—Es de los nuestros, confía en mí. Y, oye, si no lo es, volveremos a cambiar. Tu padre aprobaría este plan.

—Eso no es justo, mamá —empieza a protestar, pero la mujer se acerca y le ofrece una mano que huele a gasolina.

—Hola. Soy Bhavana. Puedes llamarme Vana. Y tú debes de ser Mila. Tu madre me ha hablado de ti.

Lleva un pin dorado con un rayo, y ahora lo entiende. Sí que se parece a las amigas de mamá en Johannesburgo, las que siempre vienen a casa a las cenas, a las noches de juegos de mesa o a las noches de pelis de miedo a las que no lo dejan quedarse. Pero no se puede ir por ahí confiando en cualquiera con el pelo raro.

—Subid, poneos cómodos. Perdonad el desorden, y si queréis tocar el equipo preguntad primero, ¿vale?

La parte de atrás no tiene asientos, sino que está repleta de lo que supone que serán máquinas de meteorología, aunque parecen técnicas y aburridas, y también hay latas de cola light dando tumbos por el suelo. Se encarama en el banco, que está colocado de lado, y mamá se sube delante y le hace el gesto del pulgar hacia arriba.

—Qué fastidio que se os averiara el coche —dice Vana.

La furgoneta cobra vida, y la mujer sale de la gasolinera. Están de vuelta en la carretera. «Adiós, coche», piensa Miles, porque al parecer en eso consiste su vida ahora: en abandonar cosas. En abandonar gente. Como Ella. Como Billie.

—¿Quieres que te recomiende un mecánico? Seguro que podemos arreglarlo, sobre todo si le tienes cariño al coche. Yo vuelvo a Elko la semana que viene, así que podría traerte. O podrías presentar una reclamación en Salt Lake City. Aunque te piden toneladas de papeleo. Patty dice que es porque la industria automovilística todavía espera recuperarse. ¡Como si eso fuese a pasar!

—¿Quién es Patty? —pregunta mamá.

—La mamá de todas en Kasproing, alias mi refugio de Salt Lake City. Son un puñado de anarquistas, socialistas, autosuficientes y otras radicales libres. También hay varios animales. Sobre todo perros, aunque también unos cuantos gatos engreídos, pollos y patos. Son buena gente; os gustarán.

—¿Eres una cazadora de tormentas? —pregunta Miles.

—En esta zona no hacen demasiada falta —responde ella, encogiéndose de hombros—. Pero quién sabe. El cambio climático no se arregló por arte de magia cuando desapareció el cincuenta por ciento de la población. Hay una estación meteorológica en Elko, y eso la convierte en la principal base meteorológica de la zona. Pero tampoco es gran cosa, a no ser que seas fan del equipo especializado en el tema, como yo. Estamos formando a gente.

—¿Para aprender a dar el parte del tiempo?

—Mila, no seas maleducada.

—¡No me importa! Hacemos mucho trabajo comunitario, así que, créeme, lo he oído todo. Como faltan técnicos de satélite, ya que la mayoría eran hombres y murieron, tenemos que encargarnos manualmente del seguimiento de cultivos, irrigación, rutas aéreas, gestión del agua, inundaciones, tormentas… Toda la información vital para las granjas, el transporte y la civilización en general.

—Y lleváis chaquetas guais.

—¡Sí! Nos las hizo Angel. Es otra persona de la comuna.

—¿Tenemos que quedarnos en la comuna?

—Si lo preferís, hay unas cuantas Freevilles…

—¿Qué es una Freeville? —pregunta Miles.

—Ya sabes, ¿hoteles California? ¿Cómo las llamáis en vuestra ciudad?

—No estoy segura… —empieza a decir mamá para disimular.

—Tenéis que conocerlas… Alojamiento transitorio R&R. ¿Hay algo más deprimente que una cadena de hoteles muerta? Pues sí, una que se pone en manos de Remodelación y Reconexión. Y otra vez tienes que enfrentarte a todo el papeleo, a funcionarias que intentan conectarte con los miembros desaparecidos de tu familia o que te hacen preguntas para el futuro censo sobre cuál es tu destino final, si tienes un trabajo esperándote o si quieres uno.

—Una pesadez —coincide mamá, como si ya supieran todo aquello.

—Sé que intentan reunir familias, hacerse una idea de dónde está la gente y qué le ha pasado, pero algunas personas prefieren colarse por los resquicios y pasar desapercibidas. Es bastante habitual.

—¿Las personas que se cuelan o las que pasan desapercibidas?

—Las dos cosas. Algunas personas consideran que es una oportunidad para reinventarse. Por eso me encanta lo que hace Kasproing: ocupa casas abandonadas, mete gente dentro y convierte los jardines en huertos que se adjudican para crear nodos sociales autosuficientes. Están cansadas de esperar a que la máquina se ponga al día, y el gobierno estatal se aferra a los derechos de propiedad como si el capitalismo tardío todavía estuviera de moda.

—Ese cabrón está más pasado de moda que el pelo cardado —bromea mamá, y Bhavana se ríe.

Miles esboza una mueca. ¿Está… ligando? Qué asco. Qué asco más asqueroso.

—Se parece un poco al campamento de la abuela —dice para intentar desviar la conversación.

—¿Ese al que vais, en Colorado? Sí, suena guay. Oye, a lo mejor podéis poneros de acuerdo con Kasproing, montar una residencia de intercambio, enviáis a vuestra gente y nosotros enviamos a la nuestra para compartir conocimientos. ¡Reconstruir la sociedad requiere un trabajo de grupo!

—Estás dando por hecho que tengo conocimientos útiles —responde mamá.

—Pero puedes aprender.

—¡Aprender cosas nuevas a mi edad!

Está claro que coquetea. Puaj. Pero Vana dijo que había perros de verdad, Canis lupus familiaris reales, y eso suena que lo flipas. Mejor que su campamento imaginario de las montañas.

—Oye, Vana —interrumpe Miles—. ¿Puedo usar uno de esos papeles?

—Siempre que no parezca importante.

—Ajá —responde mientras mira las hojas impresas con gráficas y números indescifrables.

—El papel para reciclar está en la pila debajo del teclado —le aclara Vana.

Y también los restos de una barrita energética aplastada, según descubre Miles.

—Mila es una gran dibujante —explica mamá, y entonces recuerda añadir detalles para embellecer la historia—. Ojalá le gustara también la jardinería, pero le va bastante más el arte que el aire libre. ¿Verdad, Mila?

—Sí.

Pero Miles ya se ha desconectado y está esbozando una manada de lobos que persiguen relámpagos, y si hay un rostro en las nubes, oscuro, mohoso y de largos brazos que intentan agarrarlos, no es más que una forma de exorcizar sus demonios.

Y no tiene cáncer. Y no los van a atrapar. No como la última vez. No como cuando murió papá.

Afterland

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