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El rescate del erizo

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Todo en blanco. La oscuridad. Algo tira de ella. Hay alguien en el coche con ella. Una forma. Una voz.

—Perdone.

Alguien le sacude el hombro a Billie. Mierda. Parpadea con fuerza. Se le nubla la vista como si estuviera bajo el agua sin gafas de buceo.

—Perdone, señorita. Señorita, ¿está despierta? ¿Me oye, señorita?

Cada quejumbroso «señorita» acompañado por otra ligera sacudida. No lo soporta ni un segundo más.

—¿Quiere parar de una vez?

Billie se endereza y aparta la mano. El sol brilla demasiado. ¿Dónde coño están sus gafas de sol? La mujer que le habla parece un erizo: rostro alargado y nariz puntiaguda que parece fuera de lugar en un cuerpo tan rotundo. Tiene aspecto simplón. Y suena como si lo fuera, con ese tono quejumbroso y esos balbuceos.

—Ha tenido un accidente. Hay…, bueno, mucha sangre, y creo que debería llevarla a un hospital. No sé…

Billie la aparta de un empujón y se asoma por la puerta del coche para vomitar un chorro acuoso que le deja las tripas tensas por el esfuerzo.

—Tiene que ir a un hospital. Puedo llevarla. Creo que no está en condiciones de…

—San Francisco —responde Billie con voz rasposa.

Tiene la garganta en carne viva. Se toca con cuidado la nuca. Pelo apelmazado y sangre seca; de nuevo las náuseas al volver a descubrir el trozo de cuero cabelludo que le cuelga de un lado de la cabeza. Vomita de nuevo. Esta vez no sale nada.

El coche se ha salido de la carretera y está metido entre la maleza, con el morro contra un árbol. Podría haber sido peor. Podría haberse estrellado a toda velocidad y estar sentada dentro de un coche destrozado en un cuerpo roto. Procura llegar viva. Si tienes una herida en la cabeza, no conduzcas. Mierda. ¿Cuánto tiempo? Intenta orientarse por las pistas visuales de la luz. Pero hace el mismo sol a cualquier hora del día. ¿Horas? ¿Un día entero? Aunque se siente más despejada. Necesitaba la siesta.

—No me pilla de camino —dice el manojo de nervios, el enorme erizo evasivo.

—Ayúdeme —le pide Billie mientras se apoya en el volante para poder salir del coche siniestrado.

El suelo parece correr a su encuentro. Qué granuja. ¿De qué lado estás?

—Sí, sí, perdón. —La chica erizo se mete bajo su brazo para cargar con ella y gruñe un poco por el esfuerzo—. ¿Quiere un poco de agua? Llevo una botella en el coche. No se preocupe, no es del depósito.

—¿Tiene botiquín?

—No. Debería. Lo haré. Compraré uno.

—¿Vendas?

—No, lo siento. Tengo algunos pañuelos de papel. Vaya. Está sangrando.

No me digas. Nota el hilillo de calor bajarle por el cuello.

—No pasa nada.

—¿La ha atacado alguien?

—Tengo que llegar a San Francisco. Es una emergencia.

—Ya —dice la mujer, y se muerde el labio, pesarosa—. Es que no está en mi ruta. Pero la clínica sí…

Dramarama, el juego al que jugaban Cole y ella en sitios públicos. Improvisaban una escena como las del programa de Jerry Springer para ver cómo reaccionaba la gente. Discutían en el supermercado sobre el padre de su inexistente bebé porque una se lo había robado a la otra, o fingían ser amantes lesbianas para sacar de quicio al taquillero del cine. Una vez representaron una detención por robo en una tienda: Billie empujó a su hermana contra la pared e hizo como si la esposara, y todo fue genial hasta que un segurata de verdad intentó inmiscuirse. Cole se acobardó después de aquello y no quiso volver a jugar. Cobarde. Zorra.

No lo olvidemos.

—Emergencia policial. Se le recompensará por su ayuda. Porque es una emergencia —repite Billie, porque pronunciar cada palabra es como arrancar a un pulpo reacio de una cueva submarina.

Es la peor resaca del mundo. Esto ya lo ha pensado antes. Cuándo. Ayer. Esta mañana. A oscuras.

—Me gustaría, de verdad que me gustaría —responde la chica erizo, que de nuevo se muerde el labio—. Pero estoy trabajando. Saneamiento.

—Le he dicho que es una puta emergencia. —Inútil tarada de mierda, piensa—. O me ayuda o la detendré por obstaculizar una investigación.

—No hace falta ese lenguaje —murmura la chica erizo.

Dios, dame fuerzas, joder. Vuelve a palpitarle la cabeza. Un tétrico ritmo de bajo.

—Lo siento, estoy herida. Lo siento. Necesito su ayuda. Le pagarán bien si me lleva a San Francisco. Más de lo que valgan sus repartos. Se lo prometo.

—Es saneamiento. Fosas sépticas.

—Ya veo —responde Billie.

En la parte de atrás de la camioneta abierta hay cuatro gigantescos bidones de plástico llenos de mierda. Que le den. En peores cosas se ha montado. En Kyle Smits cuando estaba en el instituto, por ejemplo. Pobre chico. Ahora estará muerto, como todos los demás tíos que se tiró.

—Necesita un hospital.

—Cinco mil dólares por llevarme a San Francisco.

La señora Amato lo pagaría por su regreso, ¿no? O se lo descontaría de su parte. Ahora mismo es algo insignificante.

—Es mucho dinero, pero…

—Diez mil. Y, además, sabiendo que actúa en interés de la seguridad nacional.

La mujer vacila. Se da cuenta de que es una mala costumbre suya. Una vida entera de malas decisiones. «Piensa en lo lejos que podrías llegar si no dudaras ante cada oportunidad que se te presenta envuelta en papel de regalo y servida en bandeja de plata, chica erizo». Va a tener que insistir más.

—No quería contárselo —añade bajando la voz—. No quiero ponerla en peligro. Es por un niño desaparecido.

—¿Un niño desaparecido? —repite como un loro la otra.

—Las secuestradoras están escapando. Me echaron de la carretera. Pero no saben que llevan un dispositivo de seguimiento. ¿Me ayudará, erizo?

—No me llamo erizo.

—Será mejor que no me diga su verdadero nombre. Que yo no le dé más detalles. Cinco mil dólares y será una heroína.

—¿No había dicho diez? Acaba de decir diez.

—Se equivoca.

—Vale —responde la tontaina—. Vale, lo haré. Pero solo si allí van a darle los cuidados médicos que necesita.

—Sin duda.

Billie intenta sonreír, pero la boca le sabe a bilis.

Afterland

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