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La última vez que se alejaron de todo

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DOS AÑOS Y MEDIO ANTES

—No deberíamos dejar solo a papá.

Miles se retuerce para volver la vista atrás hacia la calle, que desaparece en el crepúsculo porque las farolas todavía están apagadas y quizá no vuelvan a encenderse. Lo único claro es la furgoneta de recogida («el camión de la carne», le viene a la cabeza), con sus luces azules y rojas que parpadean, las puertas abiertas para recibir su carga y las dos voluminosas astronautas con sus trajes de plaga al lado, una de ellas hablando con urgencia por la radio.

—No está solo, tigre. En realidad, ya no está ahí.

Cole conduce mientras lleva en el regazo la bolsa de viaje que contiene toda su vida, como si alguien fuera a romper la ventanilla para robársela…, cosa que sucede a veces en Johannesburgo, pero no ha oído decir que también ocurra en California.

—Ya sabes a lo que me refiero. Su cuerpo.

—Pero tenemos que irnos. Esas mujeres cuidarán bien de su cuerpo por nosotros. No lo estamos abandonando.

Lo observa por el retrovisor: Miles nota el calor de su mirada, que se le clava entre los hombros. No se vuelve, se apoya en los codos y observa su casa, la que nunca fue su casa, quedarse atrás. Hay luz en la vivienda del otro lado de la calle, una sombra tras la cortina que mira hacia afuera. Una de las vecinas. Todas se han mantenido alejadas, están ocupadas cuidando de sus moribundos, pero consuela saber que sigue habiendo gente ahí fuera.

Sigue habiendo coches en las carreteras, coches que se mueven, con personas dentro (mujeres) que conducen por ahí y van a sitios. No muchos, pero sí algunos. No le parece bien. ¿Cómo son capaces de seguir con su vida, como si no hubiera pasado nada? ¿Cómo se atreven?

Le gustan más los edificios de oficinas vacíos y oscuros. Se pregunta en qué se convertirán cuando acabe todo eso. Espera que en algo guay, como parques de skate o pistas de paintball de interior. O podrían abrir todas las ventanas y puertas y dejar que la naturaleza se hiciera cargo. Cachorros de coyote en el despacho del director, mapaches saltando sobre las sillas con ruedas y patinando por el suelo. La primera vez sería por accidente, pero quizá después descubrieran cómo funcionaba y echaran carreras de sillas.

—¿En qué estás pensando? —le pregunta mamá para intentar reconciliarse.

—Mapaches.

—Los mapaches podrían ser la nueva especie dominante, seguro. A no ser que se te ocurra otra sugerencia mejor…

—Sí —le suelta—. Los virus.

—Siempre han sido la especie dominante. Ellos o las bacterias. Me confundo. Tenemos que buscarlo. Cuando lleguemos a casa.

Pero Johannesburgo está muy muy lejos, ¿y cómo van a dejar atrás a papá?

La salida para el aeropuerto de Oakland deja atrás un campo de tiendas de campaña que se alarga hasta donde alcanza la vista, repleto hasta la valla a ambos lados de la carretera, bajo unas luces muy brillantes. Alguien ha dibujado un grafiti, en negro, que dice CIUDAD AEROPUERTO sobre el cartel que antes decía ZONA DE RECOGIDA AVIS.

Atraída por los faros, una mujer aparece en la alambrada y se agarra a ella para observarlos.

—¿Por qué está aquí toda esta gente?

—¿Por qué crees?

—Porque están esperando para coger un avión. Para ir a casa.

—Y no pueden pagar el billete o no hay vuelos regulares.

—¿Y nosotros tenemos billetes?

—Tengo mucho dinero para comprarlos. Y medicinas para vender. No te estreses, tigre. Saldremos de esta.

Pero acelera para dejar atrás las zonas de aparcamiento de los coches de alquiler, las chabolas de loneta y a las mujeres que mantienen su extraña vigilia zombi en las alambradas.

La zona de recogida está abarrotada de coches aparcados por todas partes, algunos con las puertas abiertas. Hay enormes vallas publicitarias a intervalos regulares, además de los carteles con las direcciones y los tableros de información de las aerolíneas, que dicen:

¿Quiere donar su vehículo?

Deje las llaves en el contacto.

Se lo entregaremos a alguien que lo necesite.

INICIATIVA POR LA MOVILIDAD

DE LA CIUDADANÍA DE CALIFORNIA

—Qué maleducados —dice mamá—. Claro, dona tu coche, pero no lo dejes en medio de la puñetera carretera.

Aparca con todo el cuidado de mundo en paralelo, en un sitio donde no moleste, y (de verdad, no se lo inventa) escribe una nota y la deja en el parabrisas: DIVIÉRTASE, CONDUZCA CON PRECAUCIÓN Y TENGA CUIDADO, ¡QUE LOS FRENOS SON UN POCO BRUSCOS!

Miles no quiere irse a casa. Lo más probable es que todos sus amigos estén muertos. No las chicas, claro, aunque ¿quién sabe? Sus mejores amigos: Noah, Sifiso, Isfahan, Henry, Gabriel y todos los demás de su clase. El abuelo Frank está muerto. Mamá ni siquiera pudo despedirse de él, salvo por Skype, porque estaban atrapados ahí, y el abuelo Frank estaba en su casa de Clarens, junto al río. Su profesor de arte, el señor Matthews; el tío Eric; Jay; Ayanda, el simpático guardia que los ayudaba a cruzar el paso de peatones del colegio; su cajero favorito en Checkers, el que se parecía a Dwayne «The Rock» Johnson. Muertos, muertos, muertos. Todos muertos. The Rock también.

No sabe por qué él sigue vivo.

—¿Qué impacto económico crees que tendrá el abandono de todos estos coches? —pregunta mamá mientras se echa al hombro su bolsa de viaje y finge no darse cuenta de que él va cada vez más despacio y se aprieta el estómago con la mano.

Gruñe.

—Ahora no te pongas con el cole en casa, por favor.

—El lado positivo —sigue ella, sin hacerle caso— es que hay coches para todos, menos tráfico, menos emisiones, un enorme impacto en el calentamiento global; pero también, mucha basura de cuatro ruedas bloqueando los espacios públicos. ¿Y qué pasa con el impacto sobre los trabajos o con los ingresos generados por los impuestos de la industria del automóvil? ¿O crees que tenemos robots suficientes para encargarse?

—Mamá. No me importa.

Las puertas se abren y entran en la zona de llegadas. Todas las tiendas y las cafeterías están cerradas, aunque se ve a través de las persianas: los estantes están vacíos o casi vacíos; hay muchas revistas, pero nada de comida salvo un paquete abierto de algún aperitivo que derrama sus triángulos naranjas por el suelo. En la caja registradora hay una nota con un emoji triste que dice: ¡LO SIENTO! ¡SE HA ACABADO EL GEL HIDROALCOHÓLICO!

Las cintas transportadoras de equipajes, paralizadas, se curvan sobre sí mismas como milpiés muertos. ¿Cómo los llamaba Sifiso? Shongololos. Sifiso es de Durban, donde tienen tantos que hay que barrerlos de las casas todos los días, aunque a veces se hacen los muertos para que los dejes en paz. Sifiso… era de Durban.

Las ruedas de la maleta vibran sobre el suelo, y ese es el único sonido, junto con los chirridos de sus deportivas. No hay ni anuncios ni música ambiental. Es raro. Mamá tiene una misión, avanza por los pasillos vacíos y entonces, para alivio de Miles, reconoce el suave zumbido de voces humanas cuando siguen los carteles que llevan a la terminal D.

—Ponte la capucha, ¿vale? —le advierte mamá—. No quiero llamar la atención.

Campistas tristes, piensa Miles. Familias instaladas entre sus maletas, con aspecto de estar cansadas, irritadas y aburridas, apoyadas en las ventanas, o en grupos entre las ciegas cintas transportadoras. Todas mujeres. No hay ni que decirlo, ¿no? Se cala un poco más la capucha y mete la barbilla.

Una cola serpentea hacia el único mostrador de venta de billetes. Casi todas están sentadas con las piernas cruzadas o estiradas, como si llevaran esperando bastante tiempo, salvo una señora con una falda negra de tubo y una chaqueta, que está de pie y procura que se note; lleva medias y ha dejado los zapatos de tacón sobre su bolsa con ruedas. La mujer de negocios no se anda con tonterías. En el mostrador no hay nadie. United. Abre a las ocho de la mañana.

—Tío, sí que es el apocalipsis —dice mamá.

«Es una broma», piensa él.

Una agente de la Administración de Seguridad en el Transporte, la TSA, que lleva un cordel amarillo chillón colgado del cuello, los ve mirar a su alrededor y se les acerca dándose golpecitos con la linterna en la pierna.

—Hola. ¿Tienen billete? Deberían sentarse y ponerse cómodas. Seguridad abre por la mañana.

—No, no tenemos billetes, tenemos que comprarlos. Larga distancia, internacional.

—Desde aquí no, corazón, solo desde San Francisco. Es el único aeropuerto en el que tienen agentes para procesar vuelos internacionales. Les sugiero que se vayan a casa, duerman bien en una cama calentita y salgan para el aeropuerto mañana.

—Menudo fastidio —dice mamá con la alegría de la que hace gala cuando está cabreada como una mona—. Menos mal que he dejado las llaves en el coche. Vamos, tigre.

—¿Nos vamos ya a casa?

—No a la casa. Vamos a adelantarnos a las colas del aeropuerto de San Francisco. Acamparemos allí.

Una mujer que parece un personaje de anime, con el rostro alargado y unas llamativas raíces negras bajo el pelo decolorado, se baja de su gigantesca maleta plateada y trota hacia ellos para alcanzarlos.

—Eh, ¡esperad! No he podido evitar oírlo. —Le toca el brazo a mamá como si fueran superamigas—. ¿Tienes que comprar billetes? Puedo ayudarte. ¿Adónde intentáis ir? Puedo arreglarlo.

Mamá suspira.

—No, no pasa nada, gracias.

—Sé que estás pensando que es un timo, y no digo que vaya a salirte barato, pero mi prima trabaja para las aerolíneas y…

—¡Eh! ¡Marjorie! —la llama la guardia de seguridad de la TSA—. ¿Qué te he dicho de la reventa?

—¡Solo estamos hablando! —le chilla la mujer anime, furiosa—. ¡Les estoy dando indicaciones! ¿Te importa?

—¿Quieres que llame a la poli?

—¡No es ilegal! ¡Lo que es ilegal es que oprimas mis derechos y mi capacidad para dedicarme al comercio libre y dar de comer a mi familia! —Entonces da un respingo, como si hubiera recibido la descarga de una pistola eléctrica, y pone cara de incredulidad—. Mierda, ¿de verdad?

—¿Cuántas veces te lo tengo que decir? —refunfuña la agente de la TSA mientras va hacia ella.

Pero Marjorie ha regresado a su nido encima de la maleta, como si nunca se hubiera movido de allí. #carainocente, piensa Miles, y sabe que va a ocurrir algo malo antes incluso de volverse para mirar. Pasos pesados y gritos. Le da un vuelco el estómago.

Un escuadrón de polis con uniforme negro de antidisturbios y unas armas enormes corren hacia ellos mientras gritan:

—¡Al suelo! ¡Al suelo, joder, ahora!

Mamá lo coge de la mano y tira de él para quitarlo de en medio. La cola del mostrador sufre un espasmo, pero se mantiene firme. La señora del traje de negocios ni siquiera se vuelve para mirar. Los miembros de una familia negra que está junto a la ventanilla levantan las manos como si alguien tirara de ellas con cuerdas, y Miles hace lo mismo con gesto vacilante, a medio gas.

Pero se da cuenta de que mamá y él no están en medio: las antidisturbios van a por ellos.

—¡He dicho que al suelo! ¡Abajo! ¡Manos arriba!

¿Qué tienen que hacer, piensa Miles preocupado, levantar las manos o tirarse al suelo? ¿Cómo van a hacer las dos cosas a la vez? Un puño gigante le aprieta el estómago. Recuerda lo que le dijo su primo Jay cuando la familia fue a visitarlos a Johannesburgo: «En Estados Unidos disparan a los críos negros».

—No pasa nada, haz lo que dicen. Con calma. Respira hondo. No pasa nada.

Mamá levanta las manos como si fuera a chocarlas con alguien. Después inclina el hombro para dejar caer la bolsa de viaje al suelo.

Pero sí que pasa, ¿no? Es justo lo contrario de no pasar nada, y deberían haberse quedado en la casa con papá; deberían haberse quedado con su cuerpo, y no haber permanecido en Estados Unidos, aunque Jay estuviera muriéndose; ni tampoco haber ido a ese aeropuerto si se suponía que tenían que ir a San Francisco, y ni siquiera tienen billete, y está rodando por el suelo porque le duele mucho el estómago; empuja los pies contra el aire como un gato porque le duele muchísimo, y alguien grita: «¿Qué le pasa a ese niño?», aunque sigue llevando la capucha puesta, así que no deberían saber que es un niño; y su madre está diciendo con esa voz tranquila y clara que usa cuando está muy enfadada y muy asustada: «Es el estómago, le dan retortijones, es ansiedad, no puede oírlos cuando le duele; por favor, no le hagan daño»; una poli le pisa la espalda a mamá y la aprieta contra el suelo mientras grita: «¿Qué hay en la bolsa?»; otra persona vuelca el contenido, y una mujer (no mamá) grita, un chillido agudo, como en una película de miedo. En general, la gente está paralizada, observa, y los botes de pastillas se derraman por el suelo y la poli grita: «¿Qué es esto? ¿Qué es esto?», y entonces Miles vomita un líquido acuoso en el suelo porque no han comido de verdad, y mamá dice: «Por favor, dejen que lo ayude», pero no pasa nada, ya se siente mejor, y de todos modos no puede ir a ayudarlo porque la poli sigue teniendo la bota entre sus hombros y le apunta a la cabeza con el arma. Otra de las polis, una especie de tortuga ninja con su chaleco antibalas y el rostro oculto por el visor, se agacha al lado de Miles y le da una toallita húmeda que ha sacado de alguna parte (puede que también sea madre) y le dice: «No pasa nada, todo va bien, ahora estás a salvo. Respira hondo».

Entonces, la mujer policía deja escapar un sonido horrible y lo abraza con fuerza.

Al otro lado de la sala, mamá grita: «¡No lo toque!». Y la multitud que ha estado observándolo todo, tan quieta y silenciosa, tiembla como la aguja de un sismógrafo al oír el «lo». En masculino. Un murmullo crece y recorre la sala. Alguien tira del brazo de la soldado, una de las otras, con cara de miedo detrás del visor: «Vamos, Jenna, vamos», le dice avergonzada. Miles se da cuenta de que está asustada, y eso lo asusta también a él. «Vamos, mamá, no te pongas así. No puedes ponerte así. La vas a liar».

Tira hasta que la soldado suelta a Miles, solloza y le da la espalda. Se tapa el visor con las manos, le tiemblan los hombros, y su amiga le restriega la espalda a través del Kevlar y repite esas palabras tan inútiles: «No pasa nada».

—¡Miles!

La voz de mamá, frenética.

—Venga, chico, nos vamos.

Alguien lo empuja; él no puede respirar. Mamá grita su nombre, pero cuesta oírla por encima de las personas que dan un paso adelante. Se oye un disparo fuerte, cerca. Un extraño sabor químico en el aire. Vomita de nuevo y se mancha la sudadera por delante. Después de eso, todo se complica. Detrás de ellos se oye un sonido sordo, como de palomitas al estallar. Mujeres que gritan. Mamá también grita, aunque dice: «No pueden hacer esto», cuando está claro que lo están haciendo de todos modos y da igual lo que ella piense. Una masa de cuerpos blindados lo empuja hacia delante, y salen del edificio casi corriendo, lo meten en la parte de atrás de un camión y mamá está ahí, apretujada entre otra soldado y una paramédica, y lo coge y lo estrecha contra su cuerpo, como si tuviera cinco años. «Te tengo —dice—. Te tengo».

La paramédica le hace preguntas a Miles: cuándo ha comido por última vez, si ha tenido síntomas, si le duele, ¿puede comprobarle el pulso?

—¡No lo toque! —chilla de nuevo mamá.

—Tranquila, estamos de su parte —dice otra soldado por encima del rugido del motor, pero Miles entiende que su madre no quiera escuchar nada que venga de la mujer que hace cinco minutos le ha puesto una bota en la espalda y la ha mantenido pegada contra el suelo—. Debería haber informado de esto. Debería haber ido a uno de los centros de crisis. ¿Es que no ve las noticias? A los hombres que van por ahí solos los están destrozando. Tiene suerte de que los hayamos encontrado nosotras primero.

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