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Cosas malas

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Cole sabe que ya deberían estar más lejos. Sin embargo, la paranoia te frena, porque evitas las autopistas y la posibilidad de controles de carretera. Los perros son capaces de oler el género. Los policías se enfadan cuando no se les enseña una identificación en condiciones. Seguramente habrán emitido una orden de busca y captura. Asesina. Traficante de drogas. Traficante de niños. Criminal.

«Mala madre».

Mala madre es lo peor que se puede ser.

Pero salirse de la ruta conocida conlleva sus riesgos. Falta de comida y gasolineras, por ejemplo, o árboles caídos en la calzada, lo que significa dar media vuelta y retroceder ciento y pico kilómetros mientras finge no llorar de frustración detrás de las gafas de sol que requisó de la última gasolinera. Lamentable.

Al depósito le queda un cuarto de combustible y necesitan repostar. Y lo puto peor del nuevo orden mundial: necesitas dinero, igual que en el viejo. Se siente traicionada por todos los apocalipsis de la cultura popular que prometían ciudades abandonadas listas para que alguien las saqueara. Aunque, por otro lado, tampoco se habían encontrado ningún muerto viviente arrastrando los pies, ni pequeños refugios utópicos con secretos oscuros, ni salteadoras de caminos, ni milicias enloquecidas. El número de ciudades que todavía funcionan le resulta sorprendente, y siguen circulando coches por la carretera. Pruebas de vida. A luta continua. Pero no van a poder continua mucho más sin dinero en metálico, y los precios que anunciaba la última gasolinera por la que han pasado eran tan altos que tendría que vender ambos riñones para poder repostar. Había visto arder los campos petrolíferos de Nigeria y Arabia Saudí, y las revueltas en Qatar durante esas largas semanas en las que el puto cáncer vació a Devon. ¿Qué es lo peor de actuar como si fuera el fin del mundo tal y como lo conocemos? La incapacidad de imaginarse que pueda no serlo.

Está poco preparada para eso. Miles necesita a Ripley, a Furiosa, a Linda Hamilton en Terminator 2, pero la tiene a ella. Una artista de papel comercial. Una exartista de papel comercial. Por lo menos había aprendido algunas cosas a lo largo de los últimos años. Gracias, cuarentena militar y todos los cursos sobre habilidades antes copadas por los hombres que ofrecían para mantener ocupadas a las familiares supervivientes. Ahora sabe disparar un arma y lo básico para poner a punto un coche, y tiene conocimientos esenciales de primeros auxilios. Pero no sabe pilotar un helicóptero ni falsificar un pasaporte, y si Miles o ella se ponen enfermos de verdad, están jodidos. Lo que necesita es dinero en metálico para pagar la gasolina y una comida caliente, y conectarse a internet para enviar un correo electrónico a Keletso y pedirle ayuda, pensar un plan. La gran huida de Estados Unidos.

O podrías entregarte.

Por encima de tu cadáver, maridito, responde. No es una opción. No después de todo lo que les ha pasado. Sus actos tienen consecuencias. Unas franjas rosas y naranjas recorren el cielo sobre el bosque que bordea la carretera, y toma la salida del lago Tahoe siguiendo un impulso mientras recuerda un anuncio de cigarrillos en el cine de cuando era niña y esas cosas todavía eran legales. No recuerda la marca, pero salían personas blancas de una belleza imposible ataviadas con ropa de esquí de los ochenta, de colores flúor, bajando a toda velocidad por la montaña. Era la primera vez que veía la nieve, y le parecía muy glamuroso y guay. Y la estupidez de eslogan que había envejecido tan mal, ¿cómo era? GENTE QUE SABOREA LA VIDA. Eso es. Esa es ella. Alguien que saborea la vida «y que busca un futuro distinto del que todo el mundo quiere imponerle».

Mientras sube por la sinuosa carretera, pueden ver el lago abajo, las cabañas a lo largo de la orilla y una lancha motora que parece un desgarrón blanco como la nieve en las aguas azul oscuro. En la calle principal hay tiendas de esquí, salones de tatuaje, cafés con internet y mucho trajín. Sería muy sencillo olvidarlo, pensar que la vida sigue como siempre, hasta que de nuevo te das cuenta, como un puñetazo en el estómago, de que no hay hombres entre la gente que circula por allí. Sabe que ya debería estar acostumbrada, pero llevan bastante tiempo sin salir al mundo.

Elige un lugar que parece apropiado. El Bullhead Grill & Bar está iluminado como un árbol de Navidad, tiene el aparcamiento lleno de coches y una cálida luz amarilla baña a las clientas del interior.

No es una trampa.

Puede, piensa.

—¿Estás listo, tigre? ¿Para volver a interactuar con humanos de verdad?

—¿Y si lo saben, mamá? ¿Y si me echan un vistazo y…?

—No lo sabrán. Créeme. —Recoloca uno de los pasadores con brillantina sobre la oreja de Mila—. ¿Ves? Un disfraz perfecto.

—Ya…

—Como este sitio —sigue hablando para tranquilizarlos a los dos mientras cruzan el aparcamiento. Abre la puerta del bar deportivo con sus paredes de ladrillo a la vista y sus acogedoras lámparas de cobre—. Quiere que creas que es un antro, pero está fingiendo.

—Muy hipster —coincide Mila mientras observa las fotografías en blanco y negro de moteros posando con sus burras y la cara llena de pelo, como si fuera un arbusto ornamental.

—Y el porno de la nostalgia —añade Cole con una mueca, puesto que los televisores montados por encima de la barra escupen los mejores momentos de las Super Bowls: hombres con casco lanzándose los unos sobre los otros en medio de una violencia hipnótica. Es como observar las fuerzas de la naturaleza, las olas estrellándose contra los faros o las palmeras agitándose en un huracán. Las clientas los contemplan con un hambre incurable.

Elige un sitio en la barra, en un extremo desde el que puede ver todo el local, al lado de una columna para ocultarse y también cerca de la salida de emergencia. Por si acaso. Un refresco y otro refresco después de ver el precio del whisky. En Eagle Creek había un billete arrugado de cien dólares en el cuenco de las llaves, y con eso no van a llegar muy lejos. Ahora mismo solo les quedan ochenta y seis dólares y pico. No sabe bien cuál es exactamente el plan. Mendigar, pedir prestado o robar.

Elige el blanco más prometedor, cielo.

En el banco que tienen enfrente hay una pareja con dos niñas pequeñas, de unos ocho años, con vestidos de muñequita y tirabuzones, como si acabaran de bajar del escenario de un concurso de belleza local para niñas. Las madres, con camisa de leñador y enormes botas negras, les lanzan miraditas vagamente amistosas a Mila y a ella: una sonrisa, un gesto de cabeza, como para darle a entender que pertenecen al mismo bando. Las últimas de las gestantes.

—¿Por qué van vestidas así? —pregunta Mila, horrorizada por el aspecto de las niñas.

Cole se encoge de hombros.

—Puede que sea una ocasión especial.

—O también son niños disfrazados —susurra Mila.

Cole se lo piensa y dice, casi para sus adentros:

—Más bien es nostalgia por una época que todavía no ha pasado. Cuando no va a haber más niños, uno intenta aferrarse a su infancia durante el mayor tiempo posible. Tiene que haber una palabra en alemán para eso. Nostalgenfreude. Kindersucht.

—Sí, bueno, pues me parece que lo odian.

Mila usa la cabeza para señalar con disimulo a la niña que no deja de subirse los calcetines; le llegan hasta las rodillas y se le caen.

—¿No quieres copiarles el estilo?

—¡Ni de coña!

—Tomo nota.

Cole juguetea con el papel de la pajita de Mila y lo abre con cuidado por el pliegue. Así tiene las manos ocupadas. Mierda, lo bien que le vendría un trago…

Suena a algo que diría tu padre. El chico fantasma de su cabeza.

Ahora mismo la cirrosis sería el menor de sus problemas. Lo más probable es que las dos apesten a desesperación, que se les escape por los poros como un hedor real… Ese olor húmedo a pantano humano que brota cuando uno pasa muchas horas al volante, mezclado con eau de culpa y unas notas agrias de preocupación. Lleva sin hablar con humanas adultas desde la noche anterior a su salida de Ataraxia: la pelea con Billie, entre gritos, con los grifos del baño abiertos para que no las oyeran los programas de domótica instalados en todos los pisos de lujo subterráneos y que, sin lugar a dudas, escuchaban sus conversaciones privadas.

Le echa un vistazo a las teles temiendo que aparezca su rostro con un titular de ¡ÚLTIMAS NOTICIAS! o ¡LUCHA CONTRA EL CRIMEN! Pero los grandes éxitos del fútbol americano no se detienen. Plancha con la mano la envoltura abierta de la pajita y hace cuatro cortes pequeños para las patas. Concéntrate. Elige a alguien que no vaya a echar de menos su cartera.

Las camareras y demás personal están descartadas, no solo porque ella también atendiera mesas en su momento. Son las que estarán más sobrias y más atentas. También descarta a la mujer sola que bebe cerveza en la barra, y a las dos rubias casi gemelas que podrían haber salido de ese anuncio de cigarrillos de hace tiempo; está claro que es su primera cita, ya que se inclinan la una sobre la otra en la mesa. Lo más prometedor: el grupo de mujeres en su noche de chicas (es decir, lo que ahora son todas las noches) en la mesa grande junto a las ventanas, descaradas, chillonas y con tres botellas de vino en el cuerpo. Sus estridentes carcajadas suenan defensivas. O puede que esté proyectándose en ellas.

Jamás ha robado. Ni un esmalte de uñas ni unos pendientes de los centros comerciales de Johannesburgo en un acto de desvergonzada rebelión adolescente. No como Billie, que era capaz de meterse una almohada bajo el vestido y fingir que estaba embarazada a los dieciséis, lo que despertaba la ira de las ancianas y cosechaba los beneficios de las buenas intenciones de los demás. Siempre había algún alma caritativa que le compraba paquetes de pañales y leche de fórmula en las droguerías baratas, y ella lo devolvía todo veinte minutos después y lo cambiaba por cigarrillos y bebidas frías, que después procedía a vender a los críos del instituto. Siempre ha sido una emprendedora, piensa Cole mientras dobla las cuatro patas y retuerce el papel para hacer la trompa de su escultura de envoltorio de pajita. La deja encima del sobre de kétchup.

—Voy a hacer pis. Protege mi elefante, ¿vale? Y la mochila.

Mila toquetea con aire suspicaz el triste animal de papel.

—Mamá, esto es un insulto para los elefantes.

Pero Cole está observando a la pelirroja de mediana edad de la mesa de las chicas, porque se dirige al servicio con la estudiada parsimonia de las muy borrachas y lleva el bolso de estampado de cebra colgado del hombro.

Sin embargo, cuando entra, el servicio de mujeres está vacío. Encima del espejo, sobre el hormigón pulido, las luces de neón afirman que LA JUVENTUD NO TIENE EDAD en cursiva, lo que la pone de tan mala leche que siente el impulso de romper el espejo. También porque ha perdido una oportunidad.

Siempre habrá otra, solía decir Devon, lo que en esos momentos la ayuda tanto como el mensaje de tarjeta de felicitación escrito en la pared. La lógica podría haber funcionado cuando tuvo que renunciar a la residencia artística en Praga porque Miles solo tenía seis meses y seguía mamando. Pero los aforismos monos no sirven cuando la oportunidad en cuestión decidirá si se mueren o no de hambre en el desierto dentro de su coche con el depósito vacío. No sirven de una puta mierda.

Sale del baño de mujeres y abre de un empujón la puerta del de hombres. La pelirroja le lanza una mirada asesina, «vale, tampoco hace falta que anuncies tu entrada», y sigue retocándose el pintalabios en el espejo, que, por suerte, no tiene ningún mensaje de sabiduría sacado de Tumblr. Ha puesto el bolso en el borde del lavabo, abierto, lo que ha dejado al descubierto sus entrañas, que incluyen una cartera con estampado de cebra a juego.

—Oye, cielo, ¿tienes polvos de maquillaje?

—Pues… Deja que mire. Puede que tenga algo.

Cole se palpa los bolsillos como si alguna vez hubiera sido la clase de mujer dispuesta a llevar maquillaje de repuesto.

—Gracias, estoy sudorosa. —Se le doblan los tobillos y tiene que hacer equilibrios sobre las sandalias de tacón para contrarrestar el balanceo—. Ni siquiera quería salir hoy, pero es el cumpleaños de Brianna. Cincuenta, el número redondo.

Hace una pausa y se agarra al lavabo mientras observa su reflejo con rabia y ojos adormilados.

—Es una noche importante —dice Cole, y se acerca más al bolso.

No tiene ni idea de cómo hacer eso.

No puede ser más difícil que matar a alguien.

—Teníamos un pacto para suicidarnos, ¿sabes? Si llegábamos a los cuarenta y seguíamos solteras. O nos casábamos la una con la otra. ¡Mira qué bien ha salido! —Se tapa la boca con el dorso de la mano y se le escapa un eructito, de esos que a menudo presagian vómito—. Oye, ¿te puedo preguntar una cosa?

—Me temo que no tengo polvos.

—¿Te gusta comer coños?

—Supongo que es cuestión de acostumbrarse —consigue responder Cole, y entonces Mila entra en el baño agarrada a su mochila.

—¡Mamá!

La borracha da un respingo, se tambalea y tira su bolso. El contenido se desparrama por el suelo.

—¡Miles! ¡Mila! —se corrige.

—Ayyy, mierda —exclama la pelirroja—. Creo que se me ha roto el tacón.

—¡Lo siento! ¡No sabía que estabas aquí! ¡No estabas en el de señoras! ¡Tienes que avisarme!

—No es culpa tuya.

Ve que Mila lanza una mirada rápida al bolso y las pertenencias tiradas por el suelo. Cole niega con la cabeza una sola vez.

—Recogeré sus cosas —dice Mila sin hacerle caso.

Mierda. Cole coge a la mujer por el brazo para distraerla y procura hablar con amabilidad.

—Eh, tranquila. ¿Estás bien?

—Mi zapato —responde ella, abatida, a la pata coja, balanceándose e intentando mirarse el tacón—. Destrozado. —Deja escapar otro eructito.

—No, mira. Es la correa. Se ha soltado. Espera, deja que te ayude.

Cole se agacha para abrochársela con la esperanza de que no le vomite encima.

—Ay, qué maja eres.

Detrás de ella, Mila recoge un pintalabios, un llavero de gomaespuma con el emoji de la chica bailando, unas pastillas de menta de un restaurante, un paquete de chicles con nicotina, un tubo gastado de crema de manos y cara, y varios tampones. Vacila sobre la cartera de rayas, que se ha abierto. Tarjetas de crédito inútiles. Extrae con cuidado los billetes de dólar y se los esconde en el puño.

—Aquí tiene, señora —dice Mila mientras le pone el bolso en los brazos a la mujer borracha, y esboza una sonrisa que es pura inocencia.

—Y tú, tú eres un encanto —responde la mujer, y le da una palmada en la mejilla—. Tienes que cuidar bien de ella —le dice a Cole, y suspira—. Yo no tuve hijos. Ni los tendré. No los quería, pero ahora… ahora ya no tengo esa opción. Nadie la tendrá nunca más. Es muy triste. ¿No? Ay, es demasiado. No lo soporto.

Busca los pañuelos de papel en el bolso.

—No deberías pensar en esas cosas. —Cole le pasa una toallita de papel para que se seque los ojos y deje de escarbar en el bolso—. Todo saldrá bien —añade mientras la dirige hacia la puerta—. Ya lo verás, todo el mundo está trabajando en ello, los mejores científicos y epidemiólogos. —Todos los putos test que le hicieron a Miles en la Base Conjunta Lewis-McChord. Y a ella—. Es solo cuestión de tiempo.

Está intentando animarla, pero la llorosa autocompasión de la mujer la agota.

Con que culpando a la víctima, ¿eh?

—Vamos, te ayudaré a llegar a tu mesa —le dice mientras la conduce hacia sus amigas, que no se han enterado de nada.

—Buen trabajo —le susurra a Mila de camino a la salida, sin mirar atrás—. Y otra cosa: no vuelvas a hacerlo. Le enviaremos un cheque por correo y le devolveremos cada céntimo.

—Claro, mamá —responde su hija, la ladrona; la cara de fastidio va implícita.

Como si Cole tuviera una chequera. Como si hubiera preguntado el nombre de la mujer.

Mala madre. No puede evitarlo.

Afterland

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