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Capítulo 1
Desigualdades aceptables e inaceptables

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La primera igualdad es la equidad.

Victor Hugo, Les Miserables

Desigualdad: demasiado de algo bueno.

Alan Krueger

Pocos términos ocupan un lugar tan central en el debate económico y político como el de “desigualdad”. Es difícil que esta palabra no figure en un discurso o arenga política; invariablemente, en casi cualquier discusión pública se invoca la idea de equidad y la necesidad de reducir las disparidades económicas. La desigualdad figura año tras año entre las principales preocupaciones de la opinión pública en todas las encuestas y sondeos. Esta preocupación no es nueva: la rebelión contra las muestras de excesiva desigualdad económica ha sido central en casi todas las revoluciones y cambios sociales a lo largo de la historia.

El concepto de “desigualdad económica’’ es simple de entender: alude a diferencias entre personas o grupos en el ingreso, la riqueza y el acceso a oportunidades económicas. La idea de desigualdad es, además, tangible: la experiencia cotidiana nos enfrenta a situaciones diarias donde la desigualdad económica resulta palpable, evidente. Las brechas se manifiestan en el ingreso y la riqueza, pero también en el acceso a la educación, la vivienda, la salud, el empleo, y se extienden a cada rincón de la vida cotidiana: en promedio, las personas de ingresos más bajos tienen menos horas de ocio para pasar con sus hijos, participan menos de la vida política, están más afectadas por el problema de la inseguridad, se enferman con más frecuencia, se mueren antes.

La desigualdad no es una rareza de algunas sociedades modernas, sino que es una característica distintiva de las formas de organización humana. Los antropólogos discuten aún los orígenes de la desigualdad económica, pero acuerdan en que las comunidades humanas son desiguales al menos desde el surgimiento de la agricultura y el sedentarismo, hace más de diez mil años. Casi no hay ejemplos en la historia de sociedades igualitarias, donde primen los valores de la cooperación, el altruismo y la armonía. En cambio, la desigualdad económica y social, la concentración política y con frecuencia la violencia han sido moneda corriente en todas las civilizaciones pasadas. Todas las maravillas arquitectónicas que hoy admiramos —las pirámides egipcias, las ruinas mayas, Machu Picchu, la Gran Muralla china, los grandes palacios y catedrales europeos— son obras grandiosas construidas a partir de un orden económico y político muy desigual. Este dato no implica que la desigualdad sea un fenómeno inmutable, imposible de resolver, pero deja muy en claro que eliminarla no debe ser tarea sencilla. La contundencia de la evidencia, actual e histórica, sugiere que existe alguna tendencia humana profunda hacia organizaciones sociales desiguales.

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