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Pobreza y desigualdad

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Distinto es el caso de la pobreza: mientras que las desigualdades están tan presentes en la actualidad como en muchas sociedades antiguas, el desarrollo económico y tecnológico ha permitido avances, al menos contra las manifestaciones más extremas de la pobreza. Sin duda, millones de personas en el mundo aún viven en situaciones muy precarias y muchas mueren de hambre, lo que convierte a la pobreza extrema en una vergüenza para nuestras sociedades, pero la magnitud del drama es menor en comparación al pasado histórico.

Es tiempo de detenerse en algunas precisiones básicas. Pese a que los términos “pobreza” ydesigualdadaluden ambos a problemas sociales y es común que aparezcan juntos en discursos y documentos, son conceptualmente distintos. Mientras que la idea de desigualdad implica la comparación de alguna variable entre personas o grupos, la idea más extendida (no la única) de pobreza involucra una comparación contra algún umbral o valor fijo. Si el ingreso es distinto entre dos personas se dice que hay desigualdad, mientras que si el ingreso de alguna de ellas (o de ambas) es inferior al umbral de la línea de pobreza, se afirma que hay pobreza. Es posible que en una sociedad la desigualdad sea alta y la pobreza baja, como ocurre en Estados Unidos, un país en el que poca gente sufre carencias materiales extremas pero donde las brechas de ingreso son muy anchas. También es posible que la desigualdad sea baja y la pobreza alta, como en algunos países poco desarrollados de Asia y África, donde casi toda la población sufre carencias semejantes.

A diferencia de la desigualdad, la pobreza es un problema que no ofrece demasiadas complicaciones conceptuales: la consideración de la pobreza como un mal social es hoy en día casi universal. Con la posible excepción de grupos muy conservadores o reaccionarios, en la actualidad todos justificamos y promovemos acciones, ya sea públicas o privadas, para aliviar las situaciones de carencia material extrema. En los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, aceptados por todos los países, la meta número uno para 2030 es “poner fin a la pobreza en todas sus formas en todo el mundo” y la número dos es “hambre cero”. Ni la desocupación, ni el medio ambiente, ni la igualdad de género, ni la desigualdad ocupan ese lugar central, al menos en la retórica pública. El objetivo de bajar la pobreza es claro, urgente e incontrovertible.

En contraste, el argumento de la desigualdad como un mal social es mucho más discutido. Después de todo, ¿cuál es el problema con que dos personas tengan ingresos distintos? En particular, ¿cuál es el problema si ninguna de ellas sufre privaciones? ¿En qué sentido las desigualdades económicas nos resultan socialmente preocupantes? En la superficie, estas preguntas podrían parecer de respuesta obvia, pero basta notar la cantidad de filósofos y científicos sociales que han escrito y debatido sobre el tema —Platón, Rousseau, Marx, Rawls, Sen, por citar unos pocos— para reconocer su dificultad conceptual. Reflexionar sobre estas preguntas no es un mero ejercicio intelectual: las respuestas tienen implicancias directas y profundas sobre la necesidad de hacer o no políticas redistributivas, sobre su intensidad y sobre el papel del Estado, es decir sobre las cuestiones más centrales del debate en política y economía.

Comencemos por ordenar la discusión. Existen dos razones fundamentales por las que preocuparse por la desigualdad: la primera es moral y la segunda instrumental. Nos preocupa la desigualdad como un problema ético y también nos preocupa por sus efectos nocivos sobre otros factores que valoramos, como la estabilidad institucional, la seguridad o el crecimiento económico. Comencemos explorando estos motivos instrumentales.

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