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Desigualdad y progreso I

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La discusión que hemos tenido nos lleva a una conclusión: muchas desigualdades son éticamente condenables, y social y económicamente disfuncionales. Pero no todas tienen ese carácter. De hecho, cierto grado de desigualdad es un combustible indispensable para el progreso.

Pablo es un joven que está planeando poner un puesto de reparación de teléfonos celulares inteligentes en el barrio Maranta, en Bogotá; para ello necesita dejar de reunirse con sus amigos todas las tardes e invertir tiempo y esfuerzo en familiarizarse con los nuevos modelos, pedir prestado dinero para el alquiler del local, pensar cómo promocionar el nuevo servicio en el barrio. Lo mueve una de las fuerzas que ha empujado a todos los emprendedores del mundo: el progreso económico. Pablo hace el esfuerzo con la perspectiva de que su negocio sea un éxito y le permita vivir más holgadamente, con suerte en algún momento hacerse rico. Si una norma anunciara de repente igualdad total en los ingresos, si independientemente de sus esfuerzos o ideas su nivel de vida fuera semejante al de sus amigos del barrio, los incentivos para emprender el nuevo negocio se reducirían fuertemente. Quizás igualmente se embarque en el proyecto por diversión u otras razones, pero ante los primeros contratiempos posiblemente lo abandone o desatienda.

Es una historia tan simple como repetida: la igualdad forzada destruye los incentivos al esfuerzo, a la capacitación, a la inventiva, y finalmente termina trabando el progreso. La lista de intentos fracasados por construir sociedades despreocupadas de los incentivos materiales es larga. La evidencia, que repasaremos en otros capítulos del libro, es contundente: ciertos niveles y tipos de desigualdad son indispensables para mantener vivos los incentivos que motorizan el progreso económico.

Pero no toda desigualdad tiene esos efectos.

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