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Los efectos nocivos de la desigualdad

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Imaginemos una sociedad ideal. Seguramente compartamos con los lectores algunas características generales: sería una sociedad integrada, con bajos niveles de conflicto y sin violencia, donde haya confianza en el prójimo, instituciones estables y pleno funcionamiento de la democracia. Pues bien, todas esas características están negativamente afectadas por el nivel de desigualdad económica. Numerosos estudios de distintas disciplinas sugieren que cuando las brechas de ingreso, riqueza y oportunidades económicas son muy amplias, las sociedades se segregan en grupos que se alienan en sus propias realidades, y en consecuencia la confianza en el prójimo se reduce, las instituciones políticas se vuelven más inestables y los conflictos se hacen más frecuentes y violentos. Algunas de las voces más autorizadas en temas distributivos —el premio Nobel Angus Deaton, Anthony Atkinson o el más mediático Thomas Piketty— han advertido que el aumento de la desigualdad económica en los países desarrollados podría comprometer el propio funcionamiento de la democracia: en un contexto de grandes disparidades de riqueza el sistema político es más fácilmente capturado o influenciado por los grupos económicamente más poderosos y los mecanismos básicos de la democracia dejan de actuar con normalidad.

El problema es potencialmente más grave en países con niveles de desigualdad más altos y sistemas democráticos más frágiles, como los latinoamericanos. En un estudio realizado en el CEDLAS de la Universidad Nacional de La Plata, encontramos que en América Latina la volatilidad en las instituciones políticas, la fragilidad en el cumplimiento de las leyes y el conflicto social están estrechamente asociados a la desigualdad y la polarización económica. El efecto desestabilizador de las grandes desigualdades no es solo una amenaza posible; es un fenómeno que se ha repetido muchas veces en la historia. Noah Webster nos recuerda que “Las causas que destruyeron las antiguas repúblicas fueron numerosas; pero en Roma, una de las causas principales fue la enorme desigualdad de fortunas”.

Las consecuencias disfuncionales de la desigualdad no se agotan en la inestabilidad institucional y se extienden a otros aspectos de la vida civil. Muchos estudios, por ejemplo, sugieren que la desigualdad incentiva los comportamientos delictivos y violentos. En un reciente trabajo para América Latina, Ernesto Schargrodsky y Lucía Freira encuentran que los niveles de crimen están estrechamente asociados al grado de desigualdad económica. Un elemento clave en esta conexión es el sentimiento de injusticia que genera la desigualdad: si las diferencias económicas son percibidas como inequitativas, la aceptación de las normas sociales se debilita y los comportamientos disruptivos y desafiantes se vuelven más frecuentes.

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