Читать книгу Una excursión a los indios ranqueles - Lucio Victorio Mansilla - Страница 11
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ОглавлениеEl palmar de Yataití. Sepulcro de un soldado. Su memoria. Sus últimos deseos cumplidos. El rancho del general Gelly y lo que allí pasó. Resurrección. Visión realizada. Fanatismo.
A inmediaciones de mi reducto estaba el palmar de Yataití, donde tantos y tan honrosos combates para las armas argentinas tuvieron lugar.
Allí fue enterrado el cabo Gómez, y sobre su sepulcro mandé colocar una tosca cruz de pino con esta inscripción:
“Manuel Gómez, cabo del 12 de línea”.
Durante algunas horas, su memoria ocupó tristemente la imaginación de mis buenos soldados. Y, poco a poco, el olvido, el dulce olvido fue borrando las impresiones luctuosas de ese día. Al siguiente, si su nombre volvió a ser mentado, no fue ya a impulsos del dolor sufrido.
Así es la vida, y así es la humanidad. Todo pasa, felizmente, en una sucesión constante, pero interrumpida, de emociones tiernas o desagradables, profundas y superficiales. Ni el amor, ni el odio, ni el dolor, ni la alegría absorben por completo la existencia de ningún mortal. Sólo Dios es imperecedero.
La muchedumbre olvidó luego, como ves, el trágico fin del cabo. Yo me dispuse a cumplir sus últimas voluntades.
Llamé al sargento primero de la compañía de Granaderos, y con esa preocupación fanática que nos hace cumplir estrictamente los caprichos póstumos de los muertos queridos, le pagué el peso que le debía el cabo.
Confieso que después de hacerlo, sentía un consuelo inefable.
¡Cuesta tanto a veces cumplir las pequeñeces!
Es por eso que el hombre debe ser observado y juzgado por sus obras chicas, no por sus obras grandes.
En el cumplimiento de las últimas, está interesado generalmente el honor o el crédito, el amor propio o el orgullo, el egoísmo o la ambición.
En el cumplimiento de las primeras no influye ninguno de esos poderosos resortes del alma humana, sino la conciencia.
Cancelada la deuda con el sargento, me quedaba por hacer la remisión prometida de los haberes devengados de Gómez a la Esquina.
Esperar el Comisario era un sueño. ¿Cuándo vendría éste? Y si venía, ¿estaría yo vivo, ¿Me entregaría, sobre todo, los sueldos del cabo? ¿El Estado no es el heredero infalible de nuestros soldados muertos en el campo de batalla, por él mismo, o por la libertad de la Patria, o por su honor ultrajado?
¿No es esa la consecuencia del odioso e imperfecto sistema administrativo militar que tenemos?
Gómez no era un soldado antiguo en mi batallón. Reservándome, pues, ver si recogía sus sueldos de Guardia Nacional, resolví mandarle a su hermana los seis u ocho que se le debían como soldado de línea.
Simbad, el corresponsal del Standard, a la sazón en el teatro de la guerra, era vecino de la Esquina y mi antiguo amigo.
Debo a él la iniciación en un mundo nuevo, la lectura del Cosmos, ese monumento imperecedero de la sapiencia del siglo XIX.
De Simbad iba a velarme para remitir a su destino la pequeña herencia.
Habrían pasado cincuenta y dos horas desde el instante en que el cabo Gómez, según dejo relatado, recibió en su pecho intrépido las balas de sus propios compañeros en cumplimiento de una orden y del más terrible de los deberes.
Yo había ido de mi reducto, según costumbre que tenía, al alojamiento del jefe de Estado Mayor.
Tenía éste dos puertas. Una que daba al naciente y otra al poniente. La última estaba abierta. El general Gelly escribía con una pausa metódica, que le es peculiar, en una mesita, cuya colocación variaba según las horas y la puerta por donde entraba el sol. Esta vez se hallaba colocada cerca de la puerta abierta. Yo estaba sentado en una silla de baqueta paraguaya, dándole la espalda.
¿En qué pensaba?
Probablemente, Santiago amigo, en lo mismo que aquel tipo de comedia de San Luis, que te ponderaba un día las delicias de su estancia.
–Aquí me lo paso, te decía cierta hermosa tarde de primavera desde el corredor, que dominaba una vasta campiña, pensando... pensando...
Y tú, interrumpiéndole, con tu sorna característica: –En qué... en qué...
Y el pobre hombre contestaba: –En nada... en nada...
El general era distraído de su escritura a cada paso, por oficiales que se presentaban con distintas solicitudes, dirigiéndole la palabra desde el dintel de la puerta.
Yo seguía pensando...
En el instante en que mi pensamiento se perdía, qué sé yo en qué nebulosa, un eco del otro mundo, con tonada correntina, resonó en mis oídos.
–Aquí te vengo a ver, V. E., para que...
Mi sangre se heló, mi respiración se interrumpió... quise dar vuelta, ¡imposible!
–Estoy ocupado –murmuró el general, y el ruido del rasguear de su pluma que no se interrumpió, produjo en mi cabeza un efecto nervioso semejante al que produce el rechinar estridoroso de los dientes de un moribundo.
–Háceme, ché, V. E., el favor...
–Estoy ocupado –repitió el general.
Yo sentí algo como cuando en sueños se nos figura que una fuerza invisible nos eleva de los cabellos hasta las alturas en que se ciernen las águilas.
Debía estar pálido, como la cera más blanca.
El general Gelly fijó casualmente su mirada en mí, y al ver la emoción misteriosa de que era presa, preguntome con inquietud:
–¿Qué tiene usted?
No contesté... Pero oí... El vértigo iba pasando ya.
El general estaba confuso. Yo debía parecer muerto y no enfermo.
–¡Mansilla! –dijo.
–General –repuse, y haciendo un esfuerzo supremo, di vuelta la cabeza y miré a la puerta.
Si hubiese sido mujer, habría lanzado un grito y me hubiera desmayado.
Mis labios callaron, pero como suspendido por un resorte y a la manera de esos maniquíes mortuorios que se levantan en las tablas de la escena teatral, fuime levantando poco a poco de la silla y como queriendo retroceder.
–Ché, V. E., hacé vos el favor –volvió a oírse.
El general Gelly se puso de pie, y dirigiéndose a la voz que venía de la puerta, contestó:
–¿Qué quieres?
Yo sentí un sudor frío por mi frente, y llevando mi mano a ella y como queriendo condensar todas mis ideas y recuerdos o hacerlos converger a un solo foco, miré al general y exclamé con pavor:
–¡El cabo Gómez!
Efectivamente, el cabo Gómez estaba ahí, en la puerta del rancho del general, con el mismo rostro que tenía la noche que le vi por última vez.
Sólo su traje había variado. No revestía ya el uniforme militar, sino un traje talar negro.
Mis ojos estuvieron fijos en él un instante, que me pareció una eternidad. El general Gelly volvió a repetir:
–Vamos, ¿qué quieres? –Y dirigiéndose a mí–: ¿Está usted enfermo?
La aparición contestó:
–Quiero que me dejes velar la crucecita de mi hermano.
–¿La crucecita de tu hermano? –repuso el general, con aire de no entender bien.
–Sí, pues, Manuel Gómez, que ya murió...
Y esto diciendo, echó a llorar, enjugando sus lágrimas con la punta del pañuelo negro que cubría sus hombros.
Mientras se cambiaron esas palabras, yo volví en mí.
–¿Y dónde está la crucecita de tu hermano? –dijo el general.
–En el cementerio de la Legión Paraguaya.
Entonces, tomando yo la palabra, como aquella desdichada mujer no podía dejar de interesarme, le dije:
–No, estás equivocada, la cruz de Gómez no está ahí.
–Yo sé –murmuró.
Queriendo convencerla, le dije:
–Yo soy el jefe del 12 de línea, que era el cuerpo de tu hermano.
–Yo sé –murmuró, retrocediendo con marcada impresión de espanto.
–Yo tengo los sueldos de tu hermano para ti, ven a mi batallón, que está en el reducto de la derecha, te los daré y te haré enseñar dónde está su cruz.
–Yo sé –murmuró.
Un largo diálogo se siguió. Yo pugnando porque la mujer fuera a mi reducto para darle los sueldos de su hermano e indicarle el sitio de su sepultura, y ella aferrada en que no, contestando sólo: Yo sé.
El general Gelly, picado por la curiosidad de aquel carácter tan tenaz, al parecer, la hizo varias preguntas:
–¿De dónde vienes?
–De la Esquina.
–¿Cuándo saliste de allí?
–Antes de ayer.
–¿Dónde supiste la muerte de tu hermano?
–En ninguna parte.
–¡Cómo en ninguna parte!
–En ninguna parte, pues.
–¿Te la han dado en Itapirú, o aquí en el campamento?
–En ninguna parte.
–¿Y entonces, cómo la has sabido?
La hermana de Gómez refirió entonces, con sencillez, que en sueños había visto a su hermano que lo llevaban a fusilar; que como sus sueños siempre le salían ciertos, había creído en la muerte de aquel, y que tomando el primer vapor que pasó por la Esquina, se había venido a velar su crucecita, que estaba en el cementerio de los paraguayos, idea que era fija en ella.
A las interpelaciones del general Gelly siguieron las mías.
El sueño de la hermana de Gómez había tenido lugar, precisamente en el momento en que éste estaba en capilla, recibiendo los auxilios espirituales.
Un hilo invisible y magnético une la existencia de los seres amantes que viven confundidos por los vínculos tiernísimos del corazón.
Y como ha dicho un gran poeta inglés: Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que ha soñado la filosofía.
Empeñeme con la mujer cuanto pude, a fin de que fuera a mi reducto, intentando seducirla con el halago de los sueldos de su hermano.
¡Fue en vano!
El general la despidió, diciéndole que podía velar la crucecita de su hermano.
Y después de cambiar algunas palabras conmigo sobre aquel extraño sueño realizado, filosofando sobre la vida y la muerte, a mis solas me volví a mi campo.
Mandé llamar a Garmendia en el acto, y le relaté todo lo sucedido. Despachamos en seguida emisarios en busca de la hermana de Gómez.
Halláronla, pero fue inútil luchar contra su inquebrantable resolución de no verme, y menos convencerla de que la crucecita de su hermano no estaba en el cementerio que ella decía.
Esa noche hubo un velorio al que asistieron muchos soldados y mujeres de mi batallón prevenidos por mí.
Por ellos supe que la hermana de Gómez, siendo yo el jefe del 12, me achacaba a mí su muerte, y, asimismo, que en la Esquina tenía algunos medios de vivir, confirmando todos, por supuesto, que la noticia del fusilamiento se la dio Dios en sueños.
Al día siguiente del velorio la Mujer desapareció del ejército, sin que nadie pudiera darme de ella razón.
El único mérito que tiene este cuento de fogón, que aquí concluye, es ser cierto. No todas las historias pueden reivindicar ese crédito.
¿Si será verdad que el público no se ha dormido leyéndolo? A los del fogón les pasaron distintas cosas.
Cuando yo terminé, unos roncaban, otros (la mayor parte) dormían.
Se oían sonar los cencerros de las tropillas; la luna despedía ya alguna claridad.
–¡A caballo, cordobeses! –grité–, ¡se acabaron los cuentos!
Y todo el mundo se puso en movimiento, y un cuarto de hora después rumbeábamos en dirección a un oasis denominado Monte de la Vieja.
¡Buenas noches!, por no decir buenos días, o salud, lector paciente.