Читать книгу Una excursión a los indios ranqueles - Lucio Victorio Mansilla - Страница 12

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La Alegre. En qué rumbo salimos. ¿Los viajes son un placer? Por qué se viaja. Monte de la Vieja. El alpataco. El Zorro Colgado. Pollo-helo. Us-helo. Qué es aplastarse un caballo. Coli-Mula. La trasnochada. Precauciones.

La Alegre es una laguna de agua dulce, permanente, cuyo nombre le cuadra muy bien, como que está situada en un accidente del terreno de cierta elevación, circunvalada de médanos y arbustos, que suministran una excelente leña, y de abundante pasto.

Las cabalgaduras se dieron allí una buena panzada, que no se les indigestó. ¡Ojalá que a ti y al lector les sucediera lo mismo con el cuento del cabo Gómez! Si sucediese lo contrario, me vería en el caso de suprimir otros que deben venir a su tiempo.

Nos pusimos en marcha.

El rumbo, sur recto, o reuto, como dicen los paisanos.

El camino, o mejor dicho, la rastrillada, cruzaba por un campo lleno de chañarcitos espinosos. La luna estaba en su descenso, el cielo nublado, la noche obscura, de modo que no pudiendo ver con facilidad los objetos, a cada paso rehuía el caballo la senda por no espinarse, espinándose el jinete y evitando el culebreo del animal que nos durmiéramos profundamente.

Todos los que viajan ponderan alguna maravilla, la que más ha llamado su atención, o tienen alguna anécdota favorita, algo que contar, en suma, aunque más no sea que han estado en París, barniz que no a todos se les conoce.

¿Dirás que no es cierto?

En lo que suelen estar divididas las opiniones de los tourist, y desde luego las opiniones de los que no han viajado, que es más fácil coincidir en pareceres cuando se conocen prácticamente las cosas, es sobre el capítulo: placer de los viajes.

Ni todos viajan del mismo modo, ni por las mismas razones, ni con el mismo resultado.

Se viaja por gastar el dinero, adquirir un porte y un aire chic, comer y beber bien. Se viaja por lucir la mujer propia, y a veces la ajena.

Se viaja por instruirse.

Se viaja por hacerse notable. Se viaja por economía.

Se viaja por huir de los acreedores. Se viaja por olvidar.

Se viaja por no saber qué hacer.

Vamos, sería inacabable el enumerar todos los motivos por qué se viaja; como sería inacabable decir para qué se viaja.

No olvidemos que estas dos proposiciones, aunque son muy parecidas, gramaticalmente no significan lo mismo. Ambas significan causa o fin: pero para responde más que por a la idea de afecto.

Por ejemplo:

¿No es común ir a Europa por instruirse para olvidar lo poco que se ha aprendido en la tierra?

¿No suele suceder hacer un viaje por curarse para morir en el camino? Ir por lana para salir trasquilado.

Madame de Stäel dice, que viajar es, digan lo que quieran, un placer tristísimo.

Sea de esto lo que fuere, yo digo que viajando por los campos, en noche clara u obscura, es un placer dormir.

Por mi parte, al tranco, al trote o al galope, yo duermo perfectamente. Y no sólo duermo sino que sueño.

¡Cuántas veces un amigo que tengo en Córdoba, Eloy Avila, no sorprendió mis sueños, y yendo a la par mía, no me alzó el rebenque!

Sea de esto lo que fuere, el hecho es que el camino de la Laguna Alegre al Monte de la Vieja, no permitiendo dormir a gusto por el inconveniente de los arbustos, me pareció poco divertido.

Por fortuna, el terreno era mejor que el de la primera etapa. El guadal no nos amenazaba a cada paso, las mulas cargueras no caían y levantaban acá y acullá como antes de llegar a la Alegre.

Serían las tres y media de la mañana cuando llegamos al Monte de la Vieja. Amanecía muy tarde, así fue que resolví pasar allí otro rato.

¡Desensillar y a la leña!, fue el grito de orden.

El fogón volvió a arder con una rapidez maravillosa.

Uno de los talentos del gaucho argentino consiste en la prontitud con que halla leña y en la asombrosa facilidad con que hace fuego.

Ellos hallan leña donde ningún otro la ve, y hacen fuego en el agua

Y a propósito de leña que no se ve, ¿conoces, Santiago, lo que es el algarrobo alpataco?

Es un arbustito, muy pequeño, cuyo desarrollo se hace subterráneamente, echando raíces gruesísimas, que aunque estén verdes, tienen tanta resina que arden como sebo.

Tú conoces el chañar. Pues así es el alpataco.

En los campos al sur de Río Cuarto, particularmente en los de Sampacho, y en algunos al sur del Río Quinto, abunda este arbustito, que más bien parece un algarrobo común naciente.

El ojo necesita estar ejercitado para distinguir el uno del otro.

¡Se puso un asado!

Mientras se hacía, habiendo calentado agua en un verbo, se cebaba mate y se daban sendas cabeceadas.

En este fogón no hubo cuentos. Hubo hambre y sueño y algunas órdenes para en cuanto amaneciera.

Cominos, dormimos, y cuando... iba a decir gorjeaban las avecillas del monte...

¡Pero qué, si en la pampa no hay avecillas! –por casualidad se ven pájaros, tal cual carancho. Las aves, excepto las acuáticas, buscan la inmediación de los poblados.

Y luego, el Monte de la Vieja no es más que un pequeño grupo de árboles, no muy viejos, bajo cuyo destruido ramaje apenas pueden guarecerse unas cuantas personas.

La luz crepuscular venía anunciando el día en el momento en que, cumpliendo mis órdenes, se pusieron en juego todos los asistentes al llamado de Camilo Arias, un hombre de toda mi confianza, alférez de Guardia Nacional del Río Cuarto, cuya pintura no faltará ocasión de hacer.

Era completamente de día cuando dejábamos el Monte de la Vieja, dirigiéndonos a otro paraje, donde debía haber leña y agua sobre todo.

El rumbo era sur arriba, o sur con algunos grados de inclinación al oeste.

La noche había estado templada, así fue que la mañana no presentó ninguno de esos fenómenos meteorológicos que suele ofrecer la pampa, cuando después de un rocío abundante o de una fuerte helada sale el sol caliente.

Marchábamos.

El terreno presenta pocos accidentes; cañadas y cañadones, que se van encadenando, montecitos de pequeños arbustos quemados aquí, creciendo o retoñando allí; salitrales que engañan a la distancia, con su superficie plateada como la del agua.

El objetivo a que me dirigía era el Zorro Colgado.

Por qué se llamaba así este lugar, es echarse a nadar buscando un objeto perdido. Probablemente el primer cristiano que llegó allí halló un zorro colgado por los indios en algún árbol.

Seis leguas representan, no andando con apuro, dos horas y media de camino; contemplando las cabalgaduras, como es debido en las correrías lejanas, un poco más.

Cuando llegamos al Zorro Colgado serían las diez de la mañana.

El campo recorrido es muy solo. No tiene bichos o aves, como le llaman los paisanos a los venados, peludos, mulitas, guanacos, etc.

El zorro colgado no estaba, por supuesto.

Aquel punto es un grupito de árboles, chañares viejos, más altos que corpulentos.

Tiene una aguadita que se seca cuando el año no es lluvioso.

Allí paramos un rato, lo bastante para que las bestias de carga que se habían quedado atrás llegaran, y después de haber bebido bien seguimos caminando en el mismo rumbo, hasta llegar a Pollo-helo, que quiere decir, en lengua ranquelina, Laguna del Pollo, y cuya pronunciación debe hacerse nasal o gangosamente, verbigracia, como si la palabra estuviese escrita así y debieran sonar todas las letras: Pollonguelo.

Aquí variamos de rumbo un poco buscando el sur recto, y así seguimos como legua y media por un campo muy guadaloso y pesado, en el que caímos y levantamos varias veces, lo mismo que las mulas de carga, hasta llegar a Us-helo, donde hay otro grupo de árboles, una aguada semejante a la anterior y una lagunita de agua salobre, pero potable no habiendo seca.

Las cabalgaduras se habían aplastado algo con la legua y media de guadal.

Aplastarse es un término del país, que vale más que fatigarse y menos que cansarse, cuando se quiere expresar el estado de un caballo.

Hicimos alto, se hizo fuego, se hizo cama para una siesta, se descansó, se tomó mate, se durmió y a las cansadas llegaron las mulas de carga, que habiendo caído en una cañada mojaron las petacas de los padres franciscanos.

Serían las tres cuando nos movimos de aquí en dirección a Coli-Mula, que de la etapa anterior queda en rumbo sur.

Este trayecto es más variado que los demás; el terreno se quiebra acá y allá en grandes bajíos salitrosos y en grupos considerables de arbustos crecidos.

En un inmenso pajonal sembrado de grandes árboles diseminados, pillamos un caballo que hacía pocos días andaba por allí, pues no estaba alzado aún.

Cuando llegamos a Coli-Mula, que quiere decir mula colorada, habíamos andado tres leguas.

No sé por qué se llama así ese paraje. No hay árboles. Es una linda lagunita circular, de agua excelente y abundante que dura mucho.

Resolví descansar allí hasta las nueve de la noche, y adelantar dos hombres.

El cielo comenzaba a fruncir el ceño, una barra negra se dibujaba en el horizonte hacia el lado del poniente, el sol brillaba poco.

Íbamos a tener viento o agua.

Llamé al cabo Guzmán, magnífico tipo criollo, y al indio Angelito, escribí algunas cartas, les di mis instrucciones y los despaché, después de asegurarme de que habían entendido bien.

Llevaban encargo especial de llegar a las tolderías del cacique Ramón, que son las primeras, y de decirle que pasaría de largo por ellas, no sabiendo si al cacique Mariano le parecería bien que visitase primero a uno de sus subalternos, y que al regreso lo haría.

Partieron los chasquis.

Mientras yo tomaba las antedichas disposiciones, otros se ocupaban en hacer un buen fogón, preparándonos para la trasnochada.

Los chasquis no se habían perdido de vista aún, cuando frescas y recias ráfagas de viento comenzaron a augurar la inevitable proximidad de la tormenta.

El cielo se puso negro.

La experiencia nos dijo que debíamos renunciar al fogón y al asado y prepararnos para una noche toledana por no decir pampeana.

El viento arreció, gruesas gotas de agua comenzaron a caer, la noche avanzaba, o mejor dicho, se anticipaba con rapidez.

Pronto estuvimos envueltos en una completa obscuridad.

Llovía a cántaros, silbaba el viento, eléctricos fulgores resplandecían en el cielo a distancias inconmensurables, haciendo llegar hasta nuestros oídos el ruido sordo del rayo.

Las tropillas se habían agrupado, daban las ancas al viento y permanecían inmóviles.

Cada cual se había acurrucado lo mejor posible, y con maña procuraba mojarse lo menos posible.

No teníamos siquiera dónde hacer espalda, ni era posible conversar, porque el ruido de la lluvia, que caía a torrentes, ahogaba las palabras que salían de abajo de los ponchos o capotes con que estábamos cubiertos hasta la cabeza.

Durante dos horas llovió sin cesar, cayendo el agua a plomo.

Cuando las intermitencias del aguacero lo permitían, yo cambiaba algunas palabras con Camilo Arias, que estaba casi pegado a mi lado.

En una de esas pláticas diluvianas, le dije así:

–Puede ser que los indios me maten, es difícil; pero no lo es que quieran retenerme, con la ilusión de un gran rescate. En este caso es preciso que el general Arredondo lo sepa sin demora. Prevén a los muchachos –eran éstos cinco hombres especiales–, mis baquianos de confianza.

Será señal de que ando mal, que no tenga en el cuello este pañuelo.

Era un pañuelo de seda de la India colorado, que siempre uso en el campo debajo del sombrero por el sol y la tierra.

Puede, sin embargo, suceder que tenga que regalar el pañuelo. En este caso la señal será que me vean con la pera trenzada.

No comuniques esto más que a los muchachos. Y cuando lleguemos a las tolderías no te acerques a hablar conmigo jamás. Sírvete de un intermediario.

Camilo es como un árabe, habla poco; sabe que la palabra es plata y el silencio oro; contestó sólo:

–Está bien, señor.

Y yo me quedé seguro de que me había entendido y rumiando: algún mosquetero llegará a Londres y hablará con Buckingham.

Ya verás después qué caso extraordinario sucedió con mi pera. (Te prevengo que estoy hablando de la barba).

Y como sigue lloviendo y estoy mojado hasta la camisa, me despido hasta mañana.

Una excursión a los indios ranqueles

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