Читать книгу Una excursión a los indios ranqueles - Lucio Victorio Mansilla - Страница 13

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No es posible seguir la marcha. Civilización y barbarie. En qué consiste la primera. Reflexiones sobre este tópico. En marcha. Manera de cambiar de perspectiva sin salir de un mismo lugar. Asombroso adelanto de estas tierras. Ralicó. Tremencó. Médano del Cuero. El Cuero. Sus campos.

El hombre propone y Dios dispone.

Fue imposible seguir la marcha a las nueve.

La lluvia cesó a las cuatro horas; pero el cielo quedó encapotado, amenazando volver a desplomarse, el aquilón continuó rugiendo y los relámpagos serpenteando en el cielo por los espacios sin fin.

Pensé en que la gente masticara. –¡Arriba!, grité, ¡vamos, pronto, hagan un buen fuego, pongan un asado y una pava de agua!

Los asistentes salieron de sus guaridas y un momento después chisporroteaba el verde y resinoso chañar.

El asado se hacía, el agua hervía, unos cuantos rodeaban el fuego, calentándose, secándose sus trapitos, mirando al cielo y haciendo cálculos sobre si volvería a llover o no.

El fogón estaba hecho y en regla, porque de su centro se elevaban grandes y relumbrosas llamaradas.

Era imposible resistirle. Más fácil habría sido que una mujer pasara por delante de un espejo sin darse la inefable satisfacción platónica de mirarse.

Abandoné la postura en que me había colocado y permanecido tanto rato, y me acerqué a él.

Me dieron un mate.

Los buenos franciscanos intentaban dormir, rendidos por la fatiga del día y de la noche anterior –que quien no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas.

Haciendo uso de la familiaridad y confianza que con ellos tenía, les obligué a levantarse y a que ocuparan un puesto en la rueda del fogón.

Apuramos el asado, desparramamos brasas, lo extendimos y no tardó en estar. Mientras estuvo, nos secamos.

Comimos bien, hicimos camas con alguna dificultad; porque todo estaba anegado y las pilchas muy mojadas, y nos acostamos a dormir.

Dormimos perfectamente. ¡Qué bien se duerme en cualquier parte cuando el cuerpo está fatigado!

Si los que esa noche se revolvían en elástico y mullido lecho agitados por el insomnio, nos hubieran oído roncar en los albardones de Coli-Mula, ¡qué envidia no les hubiéramos dado!

Es indudable que la civilización tiene sus ventajas sobre la barbarie; pero no tantas como aseguran los que se dicen civilizados.

La civilización consiste, si yo me hago una idea exacta de ella, en varías cosas.

En usar cuellos de papel, que son los más económicos, botas de charol y guantes de cabritilla. En que haya muchos médicos y muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras. En que se edifiquen muchas casas, con muchas piezas y muy pocas comodidades. En que funcione un gobierno compuesto de muchas personas como presidente, ministros, congresales, y en que se gobierne lo menos posible. En que haya muchísimos hoteles y todos muy malos y todos muy caros.

Verbigracia, como uno en que yo paré la última noche que dormí en el Rosario, que intenté dormir, para ser más verídico.

Son precisamente las camas de ese hotel, las que me han sugerido estas reflexiones tan vulgares.

¡Ah! En aquellas camas había de cuanto Dios creó, el quinto día, que si mal no recuerdo, fueron: los animales domésticos, según su especie y los reptiles de la tierra, según su especie.

Todo lo cual, según afirma el Génesis, el Supremo Hacedor vio que era bueno, aunque es cosa que no me entra a mí en la cabeza, que los animales domésticos del referido hotel del Rosario hayan jamás sido cosa buena; y menos la noche en que yo estuve en él, en que juraría, a fe de cristiano, que me parecieron algo más que cosa mala, cosa malísima, tan insoportable que me creo en la obligación de preguntar:

¿No tiene la civilización el deber de hacer que se supriman esas cosas, que pudieron ser buenas al principio del mundo, pero que pueden ser puestas en duda en un siglo en el que tenemos cosas tan buenas como las de Orión?.

¿Qué hacen los gobiernos, entonces?

¿No nos dice la civilización todos los días en grandes letras que el gobierno es para el pueblo?

¿Que en lugar de invertir los dineros públicos en torpes guerras debe aplicarlos a mejorar la condición del pueblo?

¿No hay inspectores de puentes y caminos, inspectores de aduanas, inspectores de fronteras, inspectores de escuelas, inspectores de todo, y así va ello?

¿Pues, y por qué no ha de haber inspectores de hoteles?

¿Acaso no se relacionan estos establecimientos muy íntimamente con la salud pública?

¿No se albergan en ellos el cólera, la fiebre amarilla y tantas otras cosas que Dios creó el quinto día, y que en su atraso inocente y primitivo, creyó que eran buenas y que así las legó en herencia a la desagradecida humanidad?

¿Se cree que faltarían inspectores de hoteles?

Provéase el cargo por oposición, previo examen de conocimientos, aptitudes, moralidad, estado fisiológico de los candidatos y se verá, sin tardanza, que sobra patriotismo en el país.

No digo pagando bien el empleo, que es el modo más eficaz de salvar la moral administrativa, y el medio más seguro, sobre todo, de que abunden impetrantes.

Cualquier remuneración que se ofreciese bastaría.

Hay en el país, felizmente, el convencimiento de que todos deben tributarle a la patria abnegación, tiempo, sangre, alma y vida.

Esta gran conquista es debida a la educación oficial dada por los buenos gobiernos que hemos tenido a la Guardia Nacional.

Ella ha hecho todo: guerras interiores, guerras de frontera, guerras exteriores.

Decididamente la civilización es, de todas las invenciones modernas, una de las más útiles al bienestar y a los progresos del hombre.

Empero, mientras los gobiernos no pongan remedio a ciertos males, yo continuaré creyendo en nombre de mi escasa experiencia, que mejor se duerme en la calle o en la pampa que en algunos hoteles.

Sonaban los cencerros de las tropillas; cada cual se preparaba para subir a caballo, habiendo olvidado sus penas alrededor del fogón:

Y en el oriente nubloso

la luz apenas rayando,

iba el campo tapizando

del claroscuro verdor

Galopábamos, aprovechando la fresca de la mañana, y a la derecha con lontananza se veían ya los primeros montes de Tierra Adentro.

Me proponía llegar al Cuero temprano.

Apenas salimos de Coli-Mula comprendí que no lo conseguiría.

El campo estaba cubierto de agua, y quebrándose en altos médanos, en cañadas profundas y guadalosas, nos obligaba a marchar despacio.

Los caballos hubieran soportado bien una marcha acelerada; las mulas no.

Y, sin embargo, por muy despacio que anduve se quedaron atrás, porque a cada rato se caían con las cargas y había que perder tiempo en enderezarlas.

Más allá de un lugar en el que hay agua y leña, y cuyo nombre es Ralicó, el terreno se dobla sensiblemente formando varios médanos elevados, y es de allí de donde se divisan ya los montes del Cuero.

Los campos comienzan a cambiar de fisonomía y la vista no se cansa tanto espaciándose por la sabana inmensa del desierto solitario, triste, imponente, pero monótona como el mar en calma.

Sin contrastes, hay existencia, no hay vida.

Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral.

Esta necesidad es tan grande, que cuando yo estaba en el Paraguay, Santiago amigo, voy a decirte lo que solía hacer, cansado de contemplar desde mi reducto de Tuyutí todos los días la misma cosa: las mismas trincheras paraguayas, los mismos bosques, los mismos esteros, los mismos centinelas; ¿sabes lo que hacía?

Me subía al merlón de la batería, daba la espalda al enemigo, me abría de piernas, formaba una curva con el cuerpo y mirando al frente por entre aquéllas, me quedaba un instante contemplando los objetos al revés.

Es un efecto curioso para la visual, y un recurso al que te aconsejo recurras cuando te fastidies, o te canses de la igualdad de la vida, en esa vieja Europa que se cree joven, que se cree adelantada y vive en la ignorancia, siendo prueba incontestable de ello, como diría Teófilo Gautier, que todavía no ha podido inventar un nuevo gas para reemplazar el sol.

La América, o mejor dicho, los americanos (del norte), la van a dejar atrás si se descuida.

Por lo pronto, nosotros vamos resolviendo los problemas sociales más difíciles – degollándonos– y las teorías y las cifras de Malthus sobre el crecimiento de la población no nos alarman un minuto.

Tenemos grandes empíricos de la política, que todos los días nos prueban que el dolor puede ser no sólo un anestésico, sino un remedio; que las tiranías y la guerra civil son necesarias, porque su consecuencia inevitable, fatal, es la libertad.

Esto te lo demuestran en cuatro palabras y con espantosa claridad, al extremo que nuestra juventud tiene ya sus axiomas políticos de los que no apea, creyendo en ellos a pie juntillas, y demostrándolos prematuramente a su vez por A. B.

Te asombrarías, si volvieses a estas tierras lejanas y vieras lo que hemos adelantado.

Buscarías inútilmente el molino de viento; el pino de la quinta de Guido se ha escapado por milagro. La civilización y la libertad han arrasado todo.

El Paraguay no existe. La última estadística después de la guerra arroja la cifra de ciento cuarenta mil mujeres y catorce mil hombres.

Esta grande obra la hemos realizado con el Brasil. Entre los dos lo hemos mandado a López a la difuntería.

¿No te parece que no es tan poco hacer en tan poco tiempo?

Ahora la hemos emprendido con Entre Ríos, donde López Jordán se encargó de despacharlo a Urquiza.

Todos, todos han sentido su muerte muchísimo.

De esta guerrita, en la que nos ha metido la fatalidad histórica, nos consolamos, pensando en que se acabará pronto, y en que como el Entre Ríos estaba muy rico, le hacía falta conocer la pobreza.

La letra con sangre entra.

Es el principio del dolor fecundo.

Te hablo y te cuento estas cosas porque vienen a pelo. Y no tan a humo de paja, pues más adelante verás que ellas se relacionan bastante, más de lo que parece, con los indios.

¿No hay quien sostiene que es mejor exterminarlos, en vez de cristianizarlos y utilizar sus brazos para la industria, el trabajo y la defensa común, ya que tanto se grita de que estamos amenazados por el exceso de inmigración espontánea?

Sigamos caminando...

Pasando los médanos de Ralicó, se llega a la aguada de Tremencó. Son dos lagunas, una de agua dulce, la otra de agua salada. Ambas suelen secarse.

De Tremencó se pasa al Médano del Cuero. De allí al Cuero mismo hay dos leguas.

Esta laguna tendrá unos cien metros de diámetro. Su agua es excelente, y durante las mayores secas allí pueden abrevar su sed muchísimos animales, sin más trabajo que cavar las vertientes del lado del sur.

En la Laguna del Cuero ha vivido mucho tiempo el famoso indio Blanco, azote de las fronteras de Córdoba y San Luis, terror de los caminantes, de los arrieros y troperos.

Ya te contaré cómo lo eché yo del Cuero con unos cuantos gauchos, sin cuya circunstancia me habría encontrado con él en sus antiguos dominios.

Este episodio tiene su interés social, y les hará conocer a muchos que no salen de los barrios cultos de Buenos Aires, lo que es nuestra Patria amada, en la que hay de todo y para todo; un negro que mate una familia entera por venganza y por amor, y un blanco que mate un gobernador también por amor a la libertad, después de haber sostenido con su brazo viril la tiranía.

Mientras tanto, te diré que los campos entre el Río Quinto y el Cuero son diferentes. Ricos pastos, abundantes y variados; gramilla, porotillo, trébol, cuanto se quiera. Agua inagotable, leña, montes inmensos.

Un estanciero entendido y laborioso allí haría fortuna en pocos años. Pero del Cuero a Río Quinto hay treinta leguas.

Que le pongan cascabel al gato. De allí a los primeros toldos permanentes, hay otras treinta leguas, y los indios andan siempre boleando por el Cuero.

Estoy esperando las mulas que se han quedado atrás, y reflexionando en la costa de la laguna si el gran ferrocarril proyectado entre Buenos Aires y la Cordillera no sería mejor traerlo por aquí.

No vayas a creer que los indios ignoran este pensamiento. También ellos reciben y leen La Tribuna.

¿Te ríes, Santiago? Tiempo al tiempo.

Una excursión a los indios ranqueles

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