Читать книгу Una excursión a los indios ranqueles - Lucio Victorio Mansilla - Страница 14
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Оглавление¿Quién había andado por Ralicó? Los rastreadores. Talento de uno del 12 de línea. Se descubre quién había andado por Ralicó. Cuántos caminos salen del Cuero. El general Emilio Mitre no pudo llegar allí. Su error estratégico.
Debo a la fidelidad del relato consignar un detalle antes de proseguir.
En Ralicó hallamos un rastro casi fresco. ¿Quién podía haber andado por allí a esas horas, con seis caballos, arreando cuatro, montando dos?
Solamente el cabo Guzmán y el indio Angelito, los chasquis, que yo adelanté acto continuo de llegar a Coli-Mula.
Los soldados no tardaron en tener la seguridad de ello. Fijando en las pisadas un instante su ojo experto, cuya penetración raya a veces en lo maravilloso, empezaron a decir con la mayor naturalidad, cómo nosotros cuando yendo con otros reconocemos a la distancia ciertos amigos: ché ahí va el gateado, ahí va el zarco, ahí va el obscuro chapino.
Los rastreadores más eximios son los sanjuaninos y los riojanos.
En el batallón 12 de línea hay uno de estos últimos, que fue rastreador del general Arredondo durante la guerra del Chacho, tan hábil, que no sólo reconoce por la pisada si el animal que la ha dejado es gordo o flaco, sino si es tuerto o no.
Era indudable que la tormenta había impedido que los chasquis continuaran su camino, que habían dormido en Ralicó, y que sólo me llevaban un par de horas de ventaja.
Si no se apuraban, o si por apurarse demasiado fatigaban los caballos íbamos a llegar a las tolderías del Rincón, que así se llaman las primeras: casi al mismo tiempo.
A cada criatura le ha dado Dios su instinto, su pensamiento, su acento, su alma, su carácter, por fin. Confieso que este incidente me contrarió sobremanera.
O les daba tiempo a los chasquis para que su comisión surtiera efecto, deteniéndome un día en el camino, o seguía mi viajé sin curarme de ellos, corriendo el riesgo de llegar primero.
Es de advertir que del Cuero salen dos caminos.
Uno va por Lonco-uaca –lonco quiere decir cabeza y uaca vaca–, y otro por Bayo-manco, que al ocuparme de la lengua ranquelina se verá lo que quiere decir.
Estos dos caminos se reúnen en Utatriquin, y de allí la rastrillada sigue sin bifurcarse hasta la Laguna Verde.
El camino de Lonco-uaca da una pequeña vuelta. Pero tiene sobre el de Bayo-manco la ventaja de que en él no falta jamás agua, mientras que en el otro no se halla sino cuando el año no está de seca.
Por cuál de los dos caminos habían tomado los chasquis, esa era la cuestión, Los bañados del Cuero no permitirían saberlo; los hallaríamos anegados.
Disimulando mi contrariedad y pensando en lo que haría si mis conjeturas se realizaban, es decir, si no podíamos tomarles el rastro a los heraldos, llegué al Cuero.
Allí nos quedamos ayer esperando las mulas, Santiago amigo.
Te cumpliré, pues, cuanto antes mi oferta, para poder seguir viaje y llegar hoy siquiera a Laquinhan, que es donde me propongo dormir.
Estamos a orillas del Cuero, del famoso Cuero, a donde no pudo llegar el general Emilio Mitre, cuando su expedición, por ignorancia del terreno, costándole esto el desastre sufrido. Y sin embargo, llegó a Chamalcó, y de allí contramarchó dejando el Cuero seis leguas al norte.
Es verdad que el general buscaba también la Amarga en su marcha de retroceso, creyendo en las anotaciones de las malas cartas geográficas que circulan con la Amarga pintada como una gran laguna, siendo así que no es sino un inmenso cañadón.
Son los desagües del Río Quinto, ya sabes, y lo más parecido que puedo indicarte son los desagües del Río Cuarto, o sean los cañadones de Lobay.
Como tú eres uno de los amigos de la República Argentina que más se interesan en ella, que más se han preocupado de sus grandes problemas, estudiando la cuestión fronteras e indios con una constancia envidiable, te diré en lo que consistió el error estratégico principal del general Mitre.
El general llegó a Witalobo, lugar muy conocido donde he estado yo.
Son dos médanos que forman un portezuelo. Hay en ellos alfalfa, y de ahí vino la denominación, que entonces le dieron, de médano de la alfalfa, creyendo haber hecho un descubrimiento.
No puedo decirte con exactitud en qué latitud y longitud queda este punto.
Sin embargo, para que formes juicio más cabalmente, te diré que queda en la derecera sur de la Carlota.
El Cuero queda de Witalobo al poniente con una inclinación al sur, de pocos grados. En Witalobo hay una encrucijada de caminos –uno de travesía que va al Cuero, raramente frecuentado por los indios– y otro conocido por camino de las Tres Lagunas, que va a las tolderías de Trenel.
En lugar de tomar este último camino que rumbea al sur, el general tomó otro, y abandonado a un mal baquiano y sin nociones gráficas ni ideales del terreno, no pudo corregir sus equivocaciones.
En Chamalcó se notan aún los rastros, y vestigios dejados por la columna expedicionaria.
La Laguna del Cuero está situada en un gran bajo. A pocas cuadras de allí el terreno se dobla ex abrupto, y sobre médanos elevados comienzan los grandes bosques del desierto, o lo que propiamente hablando se llama Tierra Adentro.
Los que han hecho la pintura de la pampa, suponiéndola en toda su inmensidad una vasta llanura, ¡en qué errores descriptivos han incurrido!
Poetas y hombres de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje ideal de la pampa, que yo llamaría, para ser más exacto, pampas, en plural, y el paisaje real, son dos perspectivas completamente distintas.
Vivimos en la ignorancia hasta de la fisonomía de nuestra Patria.
Poetas distinguidos, historiadores, han cantado al ombú y al cardo de la pampa.
¿Qué ombúes hay en la pampa, qué cardales hay en la pampa?
¿Son acaso oriundos de América, de estas zonas?
¿Quién que haya vivido algún tiempo en el campo, hablando mejor, quién que haya recorrido los campos con espíritu observador, no ha notado que el ombú indica siempre una casa habitada, o una población que fue; que el cardo no se halla sino en ciertos lugares, como que fue sembrado por los jesuitas, habiéndose propagado después?
Estos montes del Cuero se extienden por muchísimas leguas de norte a sur y de naciente a poniente; llegan al río Chalileo, lo cruzan, y con estas interrupciones van a dar hasta el pie de la cordillera de los Andes.
A la orilla de ellos vivía el indio Blanco, que no es ni cacique, ni capitanejo, sino lo que los indios llaman un indio gaucho. Es decir, un indio sin ley ni sujeción a nadie, a ningún cacique mayor, ni menos a ningún capitanejo; que campea por sus respetos; que es aliado unas veces de los otros, otras enemigo; que unas veces anda a monte, que otras se arrima a la toldería de un cacique: que unas anda por los campos maloqueando, invadiendo, meses enteros seguidos; otras por Chile comerciando, como ha sucedido últimamente.
Toda la fuerza de este indio, temido como ninguno en las fronteras de Córdoba y de San Luis, y tan baquiano de ellas como de las demás, se componía en la época a que voy a referirme, de unos ocho o diez, compañeros de averías.
Con ellos invadía generalmente, agregándose algunas veces a los grandes malones.
Como en aquel entonces los campos al sur del Río Quinto y el Río Cuarto eran una misma cosa –dominio de los indios–, las invasiones se sucedían semanalmente, día de por medio, y hasta diariamente.
El héroe de estas hazañas era, por lo común, el indio Blanco.
El camino del Río Cuarto a Achiras fue cien veces campo de sus robos y crueldades.
A mi llegada al Río Cuarto era imposible dejar de hablar del indio Blanco; porque, ¿a dónde se iba que no oyera uno mentar los estragos de sus depredaciones?
¿Quién no lamentaba sus ganados robados, lloraba algún deudo muerto o cautivo? El tal indio tenía un prestigio terrible.
Yo era, de consiguiente, su rival.
Me propuse, antes de avanzar la frontera, desalojarlo del Cuero, incomodarlo, alarmarlo, robarlo, cualquier cosa por el estilo.
Pero no quería hacer esta campaña con soldados. La disciplina suele tener los inconvenientes de sus ventajas.
Busqué un contrafuego acordándome de la máxima de los grandes capitanes: al enemigo batirlo con sus mismas armas.
Le escribí a mi amigo D. Pastor Hernández, comandante militar del Departamento del Río Cuarto, hombre tan penetrante como laborioso y constante, que necesitaba conchabar media docena de pícaros, siendo de advertir que prefería la destreza a la audacia, en una palabra, ladrones.
Hernández no se hizo esperar. A los pocos días presentáronse seis conciudadanos de la falda de la Sierra, con una carta, y encabezándolos uno, denominado El Cautivo.
Los fariseos que crucificaron a Cristo no podían tener una fachas de forajidos más completas.
Sus vestidos eran andrajosos, sus caras torvas, todos encogidos y con la pata en el suelo; necesitábase estar animado del sentimiento del bien público para resolverse a tratar con ellos.
Entraron donde yo estaba.
Queriendo hacer un estudio social les ofrecí asiento. Me costó conseguir que lo aceptaran; pero instando conseguí que se sentaran.
Lo hicieron poniendo cada cual su sombrero en el suelo al lado de la silla. Agacharon todos la cabeza.
Inicié la conferencia con ciertas preguntas como: –¿Cómo te llamas, de dónde eres, en qué trabajas, has sido soldado, cuántas muertes has hecho?
Y luego que la confianza se estableció, proseguí:
–Conque, ¿quieren ustedes conchabarse?
–Cómo úsia quiéra (contestó el Cautivo, con esa tonada cordobesa que consiste en un pequeño secreto –como lo puede ver el curioso lector o lectora–: en cargar la pronunciación sobre las letras acentuadas y prolongar lo más posible la vocal o primera sílaba).
En haciendo esto ya es uno cordobés. No hay más que ensayarlo.
–Ustedes son hombres gauchos, por supuesto.
–Cómo nó, séñor.
–¿Entienden de todo trabajo?
–De cuánto quiéra.
–¿Y cuánto ganan?
–A sígun úsia.
–¿Ganan más de ocho pesos mensuales?
–No, séñor.
–Pues yo les voy a pagar diez; les voy a dar comida, ropa y caballos.
–Como úsia guste.
–Sí, pero es que yo los conchabo para robar.
–Y cómo há de ser, pues.
–Iremos ánde nos mánde (dijeron varios a una).
–¡Hum! ¿Y se animarán?
–Y cómo nó, séñor úsia.
–Bueno; es para robarles a los indios.
¡Nadie contestó!
Y ahí está el país, la causa de la montonera y otras yerbas.
El coronel los conchababa para robar; para robarle al lucero del alba que fuera. No había inconveniente. Estaban prontos y resueltos a todo, a derramar su sangre, a jugar la vida. Lo mismo había sido ofrecerles diez pesos y todo lo demás, que lo que ganaban honradamente.
Obedecían a una predisposición, a una educación, a las seducciones del caudillaje bárbaro y turbulento. Quizá se decían interiormente: Este sí que es un coronel, ¡y lindo!
Mas se trató de los indios, de los mismos que no hacía muchos meses asolaban su propio hogar, y las disposiciones cambiaron con la rapidez del relámpago.
¿Era miedo? ¿Qué era?
No, no era miedo.
Nuestra raza es valiente y resuelta; no es el temor de la muerte lo que contiene al gaucho a veces.
Yo he visto a uno de ellos discurrir como un filósofo en el momento de llevarlo a fusilar.
Era un sargento: el sacerdote le instaba a confesarse, no quería hacerlo.
–¿Qué, no temes a la muerte?
–Padre –contestó con marcada expresión–, la muerte es un salto que uno da a oscuras sin saber dónde va a caer.
Fue esto en Chascomús.
¿Y qué detenía entonces a los Voluntarios de la Pampa, que así se llamaron al fin; qué los arredraba?
¡Ah! Es triste decirlo. ¡Pero es verdad, y hay que decirlo, para enseñanza de las jóvenes generaciones en cuyas manos está el porvenir, las que nos salvarán a nosotros, aspirantes de la intolerancia y del odio, enanos del patriotismo que recompensa bien, héroes del siglo de oro!
Era la ausencia completa del sentimiento del deber, el horror de toda disciplina.
Ellos tenían bastante sagacidad para comprender que yendo a robarle a cualquiera, por mi orden, yo me hacía su cómplice.
Yendo a robarles a los indios, el juego cambiaba de aspecto; tenían que ir como soldados. Llegaron tal vez a imaginarse que era una jugada mía para reclutarlos.
Lo comprendí así.
Estuve dispuesto a despacharlos. Pero ya estaban allí.
Les hice entender que eran hombres libres; que podían conchabarse o no; que nadie les obligaba; que podían retirarse si querían.
Se convencieron de que no había en el conchabo más riesgo que el de la vida, y se arregló todo.
Les di buenos caballos, los vestí, les di carabinas de las que hicieron recortados y una lata de caballería para llevar entre las caronas.
Y partieron...
Mis órdenes eran robarle al indio Blanco. El Cautivo era baquiano del Cuero.
Lo que trabajasen sería para ellos.
Volvieron con algo. No se trabaja y se expone el cuero sin provecho, discurren los menos calculadores.
Se repitió la excursión, tres veces más, hasta que el indio Blanco se alejó. El no podía calcular, detrás de los Voluntarios de la Pampa, cuántos más iban.
Confieso que al mandar aquellos diablos a una carrería tan azarosa, me hice esta reflexión: si los pescan o los matan poco se pierde.
Fue una de las causas que me hizo no recurrir a los pobres soldados. Los Voluntarios de la Pampa acabaron por hacerme a mí un robo. Los tomé y por todo castigo les dije, devolviéndoselos a Hernández:
–¿Qué les he de hacer? Ya sabía que eran ustedes ladrones. No se juega mucho tiempo con fuego sin quemarse.
Han llegado las mulas.
Es cosa resuelta que hoy no duermo donde quería. Llegaremos mañana.