Читать книгу Una excursión a los indios ranqueles - Lucio Victorio Mansilla - Страница 17

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Sueño fantástico. En marcha. Calixto Oyarzábal y sus cuentos. Cómo se busca de noche un camino en la pampa. Campamento. Los primeros toldos. Se avistan chinas. Algarrobo. Indios.

Después que arreglé mi nueva cabecera, me volví a quedar dormido, hasta que Camilo, el exacto y valiente Camilo se acercó a mí, y diciéndome al oído: –Mi coronel–, me despertó.

Tenía en ese momento un sueño que era como la perspectiva confusa del pintado caleidoscopio.

Estaba en dos puntos distantes al mismo tiempo, en el suelo y en el aire. Yo era yo, y a la vez el soldado, el paisano ése, lleno de amor y abnegación, cuya triste aventura acababa de ser relatada por sus propios labios, con el acento inimitable de la verdad. Yo me decía, discurriendo como él: –¡Qué ingrata y qué mala fue Petrona! –y discurriendo como yo mismo–: Byron, tan calumniado, tiene razón; en todo clima, el corazón de la mujer es tierra fértil en afectos generosos; ellas, en cualquier circunstancia de la vida, saben, como la Samaritana, prodigar el óleo y el vino–. De repente, yo era Antonio, el ladrón del padre de Petrona, ora el juez celoso, ya el cabo Gómez, resucitado en Tierra Adentro. En el instante mismo en que me desperté, el desorden, la perturbación, la incompatibilidad de las imágenes del delirio, llegaban al colmo. Había vuelto a tomar el hilo del sueño anterior –no sé si al lector le suele suceder esto–, y montado, no ya en la mulita que se me escapara de la cabecera, sino en un enorme gliptodonte, que era yo mismo, y persistiendo mi espíritu en alcanzar la visión de la gloria, cabalgando reptiles, discurría por esos campos de Dios, murmurando:

Dall’Alpi alle Piramide Dall’Mansanare al Reno,

........................................

Dall’uno all’altro mare.

Pronto estuvimos otra vez en camino con cabalgaduras frescas.

La noche tenía una majestad sombría; soplaba un vientecito del sur y hacía un poco de frío. Medio entumecido como me había levantado de mi gramíneo lecho, temí dormirme sobre el caballo, y era indispensable tener muchísimo cuidado, pues en cuanto salimos del descampado y entramos de nuevo en el bosque, comenzaron a azotarnos sin piedad las ramas de los árboles. La penumbra de la luna eclipsada a cada momento por nubes cenicientas que corrían veloces por el vacío de los cielos, hacía muy difícil apreciar la distancia de los objetos; así fue que más de una vez apartamos ramas imaginarias y más de una vez recibimos latigazos formidables en el instante mismo en que más lejos del peligro nos creíamos.

¿No sucede en el sendero de la vida –de la política, de la milicia, del comercio, del amor–, lo mismo que cuando en nublada noche atravesamos las sendas de un monte tupido?

Cuando creemos llegar a la cumbre de la montaña con la piedra nos derrumbamos a medio camino. Nos creemos al borde de la playa apetecida y nos envuelve la vorágine irritada. Esperamos ansiosos la tierna y amorosa confidencia y nos llega en perfumado y pérfido billete un ¡olvidadme! Ofrecemos una puñalada, y somos capaces de humillarnos a la primera mirada compasiva.

¡Cuán cierto es que el hombre no alcanza a ver más allá de su nariz!

Llamé, para no dormirme, a Francisco, mi lenguaraz, y de pregunta en pregunta, llegué a asegurarme de que no tardaríamos muchas horas en hallarnos entre las primeras tolderías.

Díjome que poco antes de llegar a donde íbamos a parar se apartaban varios caminos, que debíamos ir con mucho cuidado para no tomar uno por otro; que él era baquiano, pero que podía perderse, haciendo mucho tiempo que no había andado por allí:

–Pues entonces no conversemos; no vayas a distraerte con la conversación y nos extraviemos –le contesté.

Y esto diciendo, sujeté de golpe el caballo, esperé a que toda la comitiva estuviese junta, y previne que de un momento a otro íbamos a llegar a donde se apartaban varios caminos, no tardando en encontrarnos entre las primeras tolderías; que tuvieran cuidado, que quien primero notara otros caminos o toldos, avisara.

Marchamos un rato en silencio, oíase de cuando en cuando el relincho, de los caballos, y constantemente el cencerro de las madrinas.

De repente oyose una carcajada.

Era Calixto, mi jocoso asistente, el revolucionario de marras, que, según su costumbre, iba contando cuentos y que acababa de echarles a los compañeros una mentira de a folio.

–¿Qué hay? –pregunté.

–Nada, mi coronel –contestó Juan Díaz–; es Calixto, que nos quiere hacer comulgar con ruedas de carreta.

El muy mentiroso acababa de jurar, por todos los santos del cielo, que una mujer de la Sierra había parido un fenómeno macho –así dijo él–, con dos cabezas.

Hasta aquí el hecho no tenía nada de inverosímil. Lo gordo era que Calixto agregaba que el muchacho –por no decir los muchachos tenía los más extraños caprichos; que con una boca bebía leche de vaca y con la otra de cabra; que con una decía sí y con otra no; que con una lloraba y con la otra cantaba, armando mediante ese dualismo unas disputas y camorras infernales, que eran muy entretenidas.

–Eres un gran embustero –le dije.

–Mi coronel –contestó–, embustera será la gaceta en que yo lo he leído.

–¿Y en qué gaceta has leído eso?

–En un pedazo de gaceta en que me envolvieron días pasados una libra de azúcar que me vendió D. Pedro en el fuerte Sarmiento. Allí lo leímos en la cuadra del 7 de caballería; el amigo Carmen se ha de acordar.

Y Carmen, otro de mis asistentes, dio testimonio del hecho, corrigiendo solamente algunos detalles.

A lo cual Calixto observó:

–Bueno, yo me habré olvidado de algo; pero lo más es verdad, es verdad.

–¿Cómo, que eso ha sucedido en la Sierra, que es donde se consuman todas las maravillas para un cordobés?

De eso no me acuerdo bien.

–Padre Marcos, cuando lleguemos a Leubucó, confiéseme ese mentiroso.

–Con mucho gusto –contestó el buen franciscano, siempre dulce, atento y amable en su trato.

Y cuando aquí llegábamos, una voz gritó:

–¡Acá va el camino!

Me detuve, y conmigo todos los que me seguían de cerca; los demás fueron llegando uno tras otro.

–Debemos estar por llegar –dijo Mora–; voy a ver, mi coronel. Esperé un rato.

Volvió diciendo que estaba muy obscuro, que no podía reconocer la rastrillada más traqueada, que era la que debíamos tomar.

En efecto, un nubarrón pardusco eclipsaba totalmente la luna menguante y las estrellas apenas despedían su vacilante luz por entre la tenue bruma que se levantaba en toda la redondez del horizonte.

Habíamos llegado a otro gran descampado, cuyos límites no se columbraban por la obscuridad.

Ordené que cortaran paja.

Rápidos y ágiles se desmontaron los asistentes y obedecieron.

En un verbo tuvimos hermosas antorchas, y buscando al resplandor de ellas el camino que debíamos seguir, no tardamos en hallarlo.

Iba por él el rastro de Angelito y del cabo Guzmán.

–Han pasado no hace mucho rato –afirmaron los rastreadores– y van con los caballos aplastados y sólo con el montado.

–Angelito va en el picazo –dijo uno.

–Che, y el cabo Guzmán –agregó otro– en el moro clinudo. Tomamos el camino.

Debíamos estar a una legua. Los primeros toldos no se veían por la lobreguez de la noche.

Llegamos... Era un charco de agua entre dos medanitos. Campamos... Mandé asegurar bien las tropillas y me acosté, no exclamando como el poeta:

Whithout a hope in life.

Al contrario, esperanzado en el favor de Dios que hasta allí me había llevado con felicidad.

Era singular que los indios no nos hubieran sentido todavía; ellos, que son tan andariegos, que se acuestan tan temprano y se levantan con estrellas.

La luz crepuscular anunciaba la proximidad de un nuevo día. Durmamos...

¡Es fácil conciliar el sueño cuando la civilización no nos incomoda, no nos irrita con sus inacabables inconvenientes, cuando no tiene uno más que echarse, cuando no hay ni el temor de desvelarse, quitándose la ropa, o pensando en lo que la justicia y la generosidad humanas acaban de hacernos o se proponen hacernos!

Lo confieso, en nombre de las cosas más santas. Yo no he dormido jamás mejor ni más tranquilamente que en las arenas de la pampa, sobre mi recado.

Mi lecho, el lecho blando y mullido del hombre civilizado, me parece ahora, comparado con aquél, un lecho de Procusto.

Viviendo entre salvajes he comprendido por qué ha sido siempre más fácil pasar de la civilización a la barbarie que de la barbarie a la civilización.

Somos muy orgullosos. Y sin embargo, es más fácil hacer de Orión o de Carlos Keen un cacique, que de Calfucurá o de Mariano Rosas un Orión o un Carlos Keen.

¿Hay quien lo ponga en duda?

Me desperté al ruido de los soldados que señalaban toldos acá y acullá. La curiosidad me puso de pie en un abrir y cerrar de ojos.

Los franciscanos y los oficiales hicieron lo mismo.

Ya no se pensó en dormir, sino en las novedades que sin duda, ocurrirían. El toldo más próximo estaría distante de nosotros unos mil metros.

Divisábamos algo colorado.

Los soldados, con ese ojo de águila que tienen, tan bueno como el mejor anteojo, decían si eran indios o chinas, los contaban y se reían a carcajadas.

Estaban en sus coloquios cuando uno de ellos dijo:

–De aquel toldo salen tres chinas enancadas... y vienen para acá.

En efecto, no tardamos en verlas llegar, como deteniéndose a cien metros de nuestro volante campamento.

Mandé que el lenguaraz les hablara; díjoles que era yo, el coronel Mansilla, que iba de paces, que se acercaran.

Las chinas castigaron el flaco mancarrón que montaban enhorquetadas como hombres, medio acurrucadas, y vinieron hacia mí.

Me acerqué a ellas.

Las tres eran jóvenes, dos bien parecidas, una así así.

Vestían su traje habitual, que después tendré ocasión de describir, y cada una de ellas traía una sandía. Era un regalo, por si teníamos sed. El agua de la lagunita era impotable, ellas lo sabían.

Acepté el obsequio y les di doce reales bolivianos, azúcar, yerba, tabaco, papel, todo cuanto pudimos: llevábamos bien poca cosa, habiendo quedado los cargueros atrás.

Les pregunté por sus maridos: y contestaron que hacía días andaban boleando.

Que cómo no habían tenido recelo de acercarse, y contestaron que hacía poco acababan de saber por Angelito que iba llegando a su tierra un cristiano muy bueno; que qué miedo habían de tener, siendo además mujeres.

¡Estas mujeres, señor, en todas partes se creen seguras!, y mientras tanto, ¡en dónde no corren riesgo!

No he visto nada más confiado que las tales mujeres (para ciertas cosas, por supuesto).

Era indudable que ya nos habían sentido los indios.

Mandé ensillar, para llegar a la Verde y esperar un rato allí, donde hallaríamos buen pasto y excelente agua.

Mi lenguaraz se fue con las chinas al toldo, se cercioró de que no había indios en él y volvió con una ponchada de algarrobo.

Es un entretenimiento muy agradable ir a caballo masticando chupando esa fruta. Así fue que en tanto caminábamos funcionaban las mandíbulas.

Ya no íbamos por entre montes, quedando éstos al naciente, al Poniente y al frente en lejanía.

Habíamos llegado a un campo que quebrándose en médanos bastante escarpados, semejaba el paisaje a las soledades del desierto de Arabia.

La vegetación era escasa y pobre. El guadal profundo. Los caballos caminaban con dificultad.

La mañana estaba lindísima.

Veíamos toldos en todas direcciones, lejos; pero indios, jinetes, ninguno. Y era lo que más deseaban todos.

–Ver indios, indios, eso es lo que quisiera –decían los franciscanos; y yo les replicaba: –Tengan paciencia, padres, que quién sabe si no es para un susto.

De médano en médano, de ilusión en ilusión, de esperanza en esperanza, llegamos a la Verde.

Serían las diez de la mañana.

Es una laguna como de trescientos metros de diámetro, profunda, adornada de árboles y escondida en la hoya de un médano que tendrá setenta pies de elevación.

Mandé desensillar y mudar caballos.

Yo, aunque sea esto un detalle que no le interesa mucho al lector, me desnudé y echéme al agua.

Quería inspirar confianza a los que me seguían, y más que a éstos, a los indios si me descubrían en aquel lugar.

Ya debían estar prevenidos. Y aquí me detengo hoy. Mañana te contaré los percances del resto del día, en que los franciscanos queridos no ganaron para sustos.

Una excursión a los indios ranqueles

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