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Tiempo de morir de Jorge Alí Triana

Cine reencarnado


Una de las sensaciones más desapacibles que existen en la mente humana es el déjà vu: esa incierta certeza, que a veces se apodera de nosotros, de haber visto ya lo que estamos viendo y experimentando en un determinado momento. Tiempo de morir, “the movie”, es el resultado de una operación tal vez única en nuestra época: la de rehacer de modo casi idéntico una película ya rodada. Digo que en nuestra época, porque el único equivalente que conozco se remonta a los comienzos del sonoro, cuando algunas películas se rodaban dos o tres veces en los mismos días, con el fin de cubrir los diversos mercados lingüísticos (el doblaje no se había inventado). Se mantenían los actores principales (si eran bilingües o trilingües) y se cambiaba el resto del elenco de acuerdo con la lengua. El caso de Tiempo de morir tiene un factor adicional que complica las cosas: la versión televisiva era ya el remake de la cinta con el mismo guion que Arturo Ripstein dirigiera en México en los años sesenta. Los remakes, ciertamente, son menos raros que las películas gemelas. En otra época podían, incluso, llegar a superar a las obras originales, aunque en nuestros días se han convertido en histórica demostración de la pobreza creativa del Hollywood de hoy.

Para el espectador, pero sobre todo para el crítico, la visión de Tiempo de morir en cine se hace terriblemente compleja y neurotizante. Detrás de cada plano, de cada frase, de cada movimiento, de cada iluminación hay un fantasma: las imágenes de una película melliza, en la que esta se calca casi siempre, pero no tanto como para olvidar que son dos cosas distintas, sobre todo porque, a cada momento, excluye la ilusión con desfases, se independiza en detalles para nada fundamentales, pero que tienen el efecto de irritar. Uno quisiera borrar ese fantasma de la memoria, pero es imposible. En vez de una recepción que permita apreciar la narrativa, las actuaciones, la ambientación, uno está siempre preguntándose: ¿Esto era así o de otra manera? ¿Está mejor o peor que antes? Una situación absurda, fruto de una idea absurda, la de pensar que el video es una especie de borrador del cine y que es posible crear una misma cosa dos veces.

Tiempo de morir tiene un guion esquemático y débil, cuya valoración es fundamentalmente mítica: el haber sido escrito por Gabriel García Márquez y, para mayores, con la colaboración de Carlos Fuentes. La historia tiene una componente cinéfila muy marcada, muy unida a los coqueteos con el cine de su autor. Está pensada para la cinematografía mexicana y concebida de manera muy abstracta, sobre los esquemas del western, a la manera que los jóvenes realizadores americanos manejan los viejos géneros sin atender su alma.

En su intento de rescatar una obra garciamarquiana para la identidad colombiana, Jorge Alí Triana no pudo ir más allá de toques superficiales.

Tanto la versión de televisión como la de cine comparten el mismo problema de ubicación: si Ripstein mostraba un México abstracto con pretensiones de tragedia griega, Triana buscó una imposible Colombia sintética: ¿La Costa? ¿El Valle? ¿El Tolima? ¿Antioquia? En la película de cine la situación se agrava con la muy evidente mezcla de acentos: el alcalde es claramente cubano y el cacique lisiado también (los absurdos compromisos de las coproducciones). Los actores hablan un tertium quid, un acento neutro facilitado por unos diálogos francamente literarios (a veces insoportables), que cuando se pronuncian resultan, necesariamente, recitados. En el fatalismo preconcebido del guion no hay posibilidad de desarrollo. Los hechos se establecen desde el comienzo y así se quedan, sin sorpresas de ninguna clase. Triana tendría que haber revitalizado este guion mediocre dándoles entidad y matices a unos personajes estereotipados, anémicos e inmóviles, en los cuales no puede entreverse ningún reconocimiento, ninguna decisión, ningún cambio de perspectiva. Como un autómata programado, Julián Moscote le da vueltas al pueblo en su caballo gritando: “¡¡¡Juan Sáyago!!!”. Y Juan Sáyago se pasa esperando a que Julián Moscote venga a matarlo con una extraña mezcla de miedo y deseo masoquista. El joven Moscote es plano en su dependencia y enamoramiento de su hermano, así como este lo está del ridículo espectro de su padre, un malo de caricatura. Toda la constelación de los Moscote tiene clarísima psicología de telenovela, prácticamente sin posibilidades. Un poco las tendría la endeble personalidad del joven, pero la insistencia de Triana en un intérprete tan limitado como Jorge Emilio Salazar no deja alternativas.

Y es aquí donde es necesario hacer una diferenciación entre la versión de cine y la de televisión. Para la televisión colombiana Tiempo de morir representó, de alguna manera, un acontecimiento. Por primera vez una programadora corría el riesgo de incrementar los valores de producción, de salir de la habitual cadena de salchichas para buscar un poco de realismo, de ambiente, de concentración directorial. Frente al estándar ordinario de los canales de Inravisión, el dramatizado fue aire limpio y esperanza. Pero tampoco mucho más que esto. No quiero ser repetitivo si digo que, cabalmente, este guion no puede dar más que la materia para una telenovela de algunas pretensiones. Pero la versión televisiva tenía, al menos, el sabor del experimento, el placer de abrir brechas y una cierta fuerza interpretativa que, casi obviamente, no se encuentra en el segundo intento. En la primera ocasión se superó por momentos el esquema simplista y melodramático, logrando despertar una emoción legítima. La primariedad de los colores electrónicos, una cierta capacidad de reflejar la violencia y un poco el sabor de la auténtica tragedia, de lo ineludible, no estaban ausentes en la pantalla chica. En la versión cinematográfica se buscan estas cosas en vano. La copia que aquí vimos es de desabridos colores y la banda sonora defectuosa. El ritmo aparece más lento a causa de las añadiduras inútiles o excesivamente acelerado en las situaciones verdaderamente importantes. Y en esta comparación la gran pérdida concierne al personaje más convincente de la versión televisiva, María Eugenia Dávila. Sobre el papel su personaje es tan esquemático como los otros, pero ella lo hacía verosímil en cuidadas miradas, en precisos gestos. Para el cine no ha sido capaz de repetirlos, aparece mecánica, apresurada, inexpresiva, cansada. Ejemplo sean las escenas con el niño, la escena en que busca el revólver, la escena de su toilette que, de repente, se vuelve aquí tontamente voyerista.

Jorge Alí Triana no es un director de actores. Tal vez su excesiva ocupación en revivir óleos históricos no le permite la flexibilidad, la gracia, el detalle con que hay que contar a un personaje en planos cinematográficos. Gustavo Angarita, por ejemplo, tenía la mirada adecuada, la interiorización, la sensibilidad para evocar la dura experiencia de Sáyago. Pero el suyo es un material crudo, sin elaboración, repetitivo. Es un actor y un personaje a los que les quedó faltando dirección. Dos personajes que se recuerdan como tridimensionales y creíbles en la primera versión, el alcalde y el viejo lisiado, han sido adjudicados a actores cubanos, quienes los han interpretado en pura rutina. De resto, el elenco es particularmente decepcionante, inexpresivo y prescindible en el mejor de los casos (Carlos Barbosa, Mónica Silva), penoso e inexplicable en los peores casos (Lina Botero se lleva el premio). Sebastián Ospina había hecho en la primera versión un papel con perspectivas muy estrechas, pero lograba hacer sentir la calidad de su odio. En la película es como una parodia. Un detalle, muy pequeño pero significativo me parece que testimonia la banalización general: en la película de televisión el retrato del viejo Moscote era, si mal no estoy, la foto auténtica de un pariente de Sebastián Ospina, su padre o su tío. La foto mostraba la fuerte afinidad y el parecido de un modo verosímil. En la película la foto es del mismo Sebastián Ospina, una pura convención sin sutileza. Y así muchas otras escenas que parecen idénticas han perdido el toque que les confería fuerza, incluso la debatida escena del perro agonizante, que aquí revela claramente la timidez recién adquirida.

Tiempo de morir es una película un poco en tierra de nadie, con ciertos elementos como la reflexión sobre machismo y violencia gratuita que se quedan a medio camino y que se sacrifican a un ritualismo estéril. Solo en un pueblo sin identidad, como lo es la ambientación sintética de esta película, puede tener lugar un duelo sintético, un enfrentamiento coreográfico tan ajeno a nuestra idiosincrasia, tan calcado en esquemas preestablecidos por el cine de consumo. Una sugerencia a las programadoras: la próxima vez que cuenten con crear una obra televisiva de importancia, realícenla en cine de 16 mm. Con ello responderán adecuadamente a las necesidades de ambos medios y no pondrán a un director en la terrible situación de volver a engendrar a un hijo ya engendrado.

El Colombiano, 31 de agosto de 1986

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