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El cine colombiano en los años ochenta

Ya hay con quién pero no hay cómo


A dos meses de concluir la década de los ochenta uno estaba ya pensando que el cine colombiano era, definitivamente, un sueño inalcanzable. A dos meses de concluir la década de los ochenta, sin embargo, No futuro de Víctor Manuel Gaviria, una película durante mucho tiempo inconclusa, envuelta en desagradables leyendas sin posibilidad de constatación, es, por fin, una realidad palpable, una película concreta que demuestra poder subsistir por su propia virtud, ser superior a todas las charlatanerías creadas a su alrededor y, ante todo, el primer ejemplo legítimo y acabado de ese cine que ya no creíamos posible.

Paradójicamente, la satisfacción casi sin reservas que la visión de esta película suscita se ve colocada de nuevo ante el abismo, sardónicamente cuestionada por el absurdo total e indescriptible en el que burócratas, vividores e ineptos de todo tipo han sumido a la estructura productiva de nuestro cine. En la década de los ochenta el país comenzó a contar con un número suficiente de personas capacitadas técnicamente. En la década de los ochenta gérmenes de talento se revelaron en más de una persona dedicada a narrar en imágenes. En la década de los ochenta el progreso del aparataje técnico facilitó, más que nunca, la concentración en los aspectos esenciales de la creación. Sin embargo, en la década de los ochenta el cine colombiano fue sepultando, una a una, sus propias perspectivas, víctima de los vicios de un Estado de clientelas y prebendas, de profesionales en el arte del desconocimiento de todos los campos a los cuales los va llevando el reparto y el ascenso por gratificaciones.

Focine. Cuántas veces se ha intentado analizar, sugerir, diagnosticar el significado y la carrera sin rumbo de este instituto comercial del Estado. No pretendo repetir este análisis, pero sí insistir en el hecho incomprensible de que la entidad creada para facilitar, fomentar, subvencionar, coordinar y hacer posible un cine colombiano se haya convertido en el más infranqueable obstáculo para su existencia. Al principio Focine fue una entidad llena de errores y de fallas de cálculo, pero definitivamente orientada a cumplir su función. Pero a partir del afán desmedido de protagonismo del parlamentario Rentería (y del descubrimiento hecho por los políticos de que tenían a su disposición una nueva y prometedora ubre), la burocracia total terminó por apoderarse definitivamente de la institución y por llevarla a la absoluta inmovilidad que hoy la caracteriza; una inmovilidad que se agravó enormemente con el juego de intereses de los exhibidores, cuando comenzaron a negarse a pagar los impuestos recaudados en taquilla como sobretasa al espectador. Entre debates parlamentarios, conceptualizaciones jurídicas, declaratorias de nulidades e inexequibilidades, acusaciones por peculados y desfalcos y toda clase de delitos administrativos, la década de los ochenta nos dejó un único perdedor, cabalmente aquél que no debería haberlo sido: el cine colombiano.

Hoy por hoy hay en Colombia mucha gente que quisiera hacer cine, trabajar entre una de las muchas posibilidades que este medio ofrece en lo técnico y en lo creativo. Más aún, ya lo dijimos, hay gente preparada para hacerlo. Pero a dos meses de concluir la década de los ochenta, nadie sabe todavía cómo debe ser este cine y, mucho menos, cuál es la manera de producirlo y de hacerlo llegar a un público. Las políticas de Focine han reflejado constantemente las insuperables contradicciones de los mismos cineastas. Cuando uno de los gerentes de Focine lanzó la idea de realizar una serie de mediometrajes para la televisión, su pensamiento no iba dirigido al producto que iba a resultar de este proyecto, sino al meramente gremial de ofrecerle a la gente de cine una oportunidad de trabajo. El divorcio absoluto entre la estructura televisiva y cinematográfica en el país hizo que esos mediometrajes fueran transmitidos por los canales del Estado como cuota obligada, a manera de participación tolerada de parientes pobres o recomendados políticos molestos, para luego pasar a convertirse en fantasmas flotantes, sin objeto, productos demasiado caros para ser simple entrenamiento, demasiado baratos para despertar el interés de algún otro canal de difusión, ni siquiera el de los cine-artes.

No hubo acuerdo tampoco acerca del tipo de largometrajes que debían producirse. Algunos conjuraban el espectro de la comercialidad, la necesidad de hacer cosas vendibles para un gran público y por ello criticaban violentamente que el dinero de Focine se empleara en películas “de cineclub”. Otros, en cambio, veían en la existencia de la entidad del Estado la oportunidad adecuada para visualizar sus propios fantasmas y dar rienda suelta a sus necesidades expresivas, sin tener que preocuparse demasiado por los riesgos económicos. Pero el problema real no estaba en esto, ya que cualquiera de las dos aproximaciones es aceptable en una cinematografía que funciona. El problema crucial fue la incapacidad de un gran elefante blanco burocrático de hacer las veces de empresa productora, atendiendo por su cuenta las soluciones prácticas e inmediatas que una producción de cine requiere. Si a ello se le suma la inexistencia en el país de productores y jefes de producción realmente experimentados, es fácil entender que el cine colombiano de los años ochenta haya debido arrastrarse pesadamente y convertir en interminables y costosísimas empresas, películas que en sí mismas hubieran sido rápidas y de bajo o mediano presupuesto en cualquier otra parte. Así tuvimos traumas de producción como los de El día que me quieras o los de No futuro, con largos e inútiles años de producción a cuestas, un tiempo en que sus directores podrían haber hecho otra, o incluso otras películas.

El esfuerzo para llevar a puerto una película en Colombia se ha vuelto algo profundamente desproporcionado a los resultados y ha llevado a que la mayoría de quienes han concluido un largometraje no puedan, y a veces no quieran, emprender de nuevo el camino. Es el caso de Francisco Norden, con una “opera prima” realizada a una edad en la que ya debía haber sido un veterano y quien, a pesar de haber logrado con su película un apreciable nivel de aceptación internacional, nunca más pudo ponerse detrás de la cámara. Algo semejante puede decirse de Luis Ospina y Luis Alfredo Sánchez. Una excepción solo aparente es el caso de Lisandro Duque, Carlos Mayolo y Camila Loboguerrero. Ellos, a pesar de contar con más de un largo a su haber, se encuentran en condiciones igualmente inestables y no puede decirse que su continuidad como realizadores de largos cinematográficos sea algo garantizado. Un poco diferente es el caso de Sergio Cabrera, quien ha demostrado una gran capacidad organizativa, la cual ha dado por resultado que, en un tiempo insólito para nuestro cine, esté ya por emprender su tercera película. Que esto sea posible demuestra que, en el fondo, no puede ponerse a Focine como raíz de todos los males. Hay fórmulas y maneras de hacer cine que pueden llegar a eludir, aunque con dificultad, las cadenas burocráticas y, en muchas ocasiones, es la desorganización, la irresponsabilidad, la falta de profesionalismo lo que puede dar al traste con una producción y hacerla consumir millones inútiles.

Pero todo esto sería superable si no existiera el problema de la exhibición. Una de las soluciones contempladas por Focine en esta década, después de haber agotado toda posibilidad de trabajo conjunto con el monopolio nacional de exhibición o con los circuitos fragmentarios que recogen las migajas que este deja caer de la mesa, fue el de crear un circuito nacional alternativo, fomentando teatros en universidades, museos o instituciones semejantes. Estos teatros han sido un alivio, en buena parte, de la situación miserable que presenta la exhibición comercial. Lo que no han sido es apoyo alguno para el cine colombiano. Al menos hasta ahora nadie ha diseñado una política de promoción y lanzamiento de nuestras películas en estas salas y sigue habiendo películas que no han podido todavía ser estrenadas en ninguna parte. Nadie en Medellín ha visto A la salida nos vemos de Carlos Palau, y La mansión de Araucaima, Visa USA y La boda del acordeonista se han dado solo en sesiones aisladas y ocasionales. Pienso que será lo mismo en otras ciudades. Frente al poderío privado, la institución estatal no ha osado hacer ni la más mínima exigencia o siquiera plantear fórmulas atractivas para moverlos a cambiar de actitud.

La década de los ochenta ha visto la fundación de dos instituciones importantes: Patrimonio Fílmico y la Facultad de Cine de la Universidad Nacional. La primera ha comenzado a cumplir con su tarea, aunque todavía no ha logrado llegar a la conciencia de la gente ni hacer patente su significado. Incluso entre la misma gente de cine hay quien considera a esta fundación una especie de sofisma de distracción e incluso un obstáculo al desarrollo del cine nacional. Sin embargo, creo que es uno de los pocos resultados permanentes en materia cinematográfica que se hayan logrado en este país, aunque, sus resultados concretos serán, necesariamente, a largo plazo. La Facultad de Cine, por su parte, es para mí un enigma con muchísimos interrogantes abiertos y muy pocas respuestas. Tengo muy pocos datos para aventurar un juicio y solo deseo que no se convierta en una enorme decepción como hay tantas en este campo.

En general, las perspectivas del cine nacional aparecen bastante oscuras al llegar a 1990. Oscuras, sobre todo, por la falta absoluta de conceptos y de políticas, por la falta total de incentivos y facilidades para el cine, por la ausencia de políticas mediales globales, por la falta de diálogo creativo entre el Estado y la gente de cine y, sobre todo, por haber permitido que Focine, una institución llena de promesas, se convirtiera en algo que, en este momento, sería mejor que no existiese. Las condiciones actuales no son para nada propicias a que los gérmenes de originalidad y significación que aparecen en algunos largos y mediometrajes de la década que termina puedan desarrollarse adecuadamente. Es bueno, sin embargo, hablar de estos gérmenes, para el caso de que puedan desarrollarse adecuadamente.

Lo más significativo, como lo dije al principio, llegó al final. No futuro de Víctor Gavina es el primer largometraje colombiano argumental que no necesita bastones literarios, que refleja directa e inteligentemente la candente realidad urbana colombiana, que se aleja de los vicios y clisés visuales e interpretativos y revela en cada uno de sus aspectos la concepción de un director. Es una película que abre perspectivas y posibilidades, el comienzo de una carrera que podría llegar a ser brillante y universal. El talento de Carlos Mayolo, por su parte, no ha cuajado todavía en una película satisfactoria, pero continúa estando latente. En mi opinión se manifestará plenamente cuando el camino de sus largometrajes siga el trazado de un mediometraje como Aquel 19 y no la dependencia cinéfila y literaria que dio al traste con Carne de tu carne y La mansión de Araucaima. Pacho Bottía, por su parte, cuando encuentre la ocasión adecuada y mejore sus insuficiencias narrativas, podrá sacar partido de su mirada inédita y vital sobre las cosas, algo que lo hace contar entre las esperanzas auténticas de nuestro cine. En el ambiente tradicional del cine capitalino el único impulso de originalidad parece ser el de Sergio Cabrera. Con sus conocimientos técnicos y una amplia experiencia en diversos ramos del medio, Cabrera ha salido en búsqueda de una expresión más personal, de un cine controlado por él en todos sus aspectos. Su aporte fundamental puede ser el de una disciplina de producción que permita mantenerse en la creación sin los desgastes inútiles del caos y la improvisación. Gaviria, Mayolo, Bottía y Cabrera son para mí, al concluir la década de los ochenta, los cuatro personajes que pueden llegar a hacer del cine colombiano una realidad significativa, no solo a nivel nacional. No es necesario gustar de todo lo que estos realizadores produzcan para aceptar su importancia en nuestro medio, y hay que llamar la atención sobre el hecho de que los cuatro han hecho aportes muy interesantes a la televisión colombiana, tanto a la nacional como a la regional. En cambio, los casos en que nuestra televisión ha intentado ejercer su influencia y aplicar sus tips a la producción cinematográfica han resultado siempre, cuando menos, prescindibles y deslucidos. Quisiera, para terminar, llamar la atención sobre la presencia en algunas de las cosas más interesantes producidas en el país, tanto en cine como en la televisión, de Rodrigo Lalinde. En él tiene el cine nacional una figura que ha adquirido su profesionalismo, no con fórmulas sino con sensibilidad e imaginación. Su trabajo en No futuro es un primer punto culminante de su talento, un talento al servicio de una historia, de una ambientación, de la fuerza expresiva de un realizador. Lo único que quisiera desear es una estructura renovada de producción para esta gente, los primeros cineastas colombianos de ficción que, desde los abortados esfuerzos de Arzuaga y Luzardo en los sesenta, tienen algo que decir y saben cómo decirlo.

Gaceta de Colcultura, N.o 5, enero-febrero de 1990

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