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ОглавлениеEl cine colombiano y la crítica
La necesidad del diálogo
Todos los oficios relacionados con el cine resultan en Colombia particularmente espinosos. El de la crítica no lo es menos, sobre todo cuando su objeto directo es esa entelequia volátil, fragmentaria, casi siempre insignificante, sufrida y continuamente al borde del no ser que se llama “cine colombiano”. Esa crítica que en los medios de comunicación del país nunca ha obtenido una verdadera carta de ciudadanía, esa crítica que no ha tenido permanencia, comunicación ni organización entre quienes la practicamos solo ha podido centrarse en el cine colombiano en momentos aislados, durante festivales o en las escasísimas ocasiones de estrenos nacionales, con ocasión de ciclos bien intencionados organizados por instituciones universitarias o cineclubes o, en tiempos heroicos como los del Focine de antes, cuando una que otra película nacional comenzaba a demostrar que podía despertar interés más allá de las fronteras.
Tal vez la actitud más pura y más positiva ha sido la de los sueños, la que ha intentado imaginar por anticipado qué y cómo podría ser un cine colombiano, la que ha intentado prevenir desastres y descarrilamientos, la que ha intentado mirarse en el espejo de cinematografías comparables a la nuestra para buscar en ellas inspiraciones o advertencias, para saber qué se podría hacer y, sobre todo, qué no se debería hacer. Este fue el valor de Camilo Correa para el cine nacional: sus artículos de prensa en los años cuarenta, en los cuales reflexionaba sobre las posibilidades y los riesgos de un cine de identidad nacional, son un aporte mucho más apreciable que sus trabajos como realizador, casi todos penosos y desconcertantes.
Duro ha sido el trabajo de los críticos historiadores, de los recogedores de ruinas o, mejor, de embriones no desarrollados. En el cine colombiano no ha sido posible encontrar predecesores, maestros olvidados, figuras paternas que hayan mostrado el camino. El más cercano a ello, José María Arzuaga, nos dejó una herencia que es más lo que pudo haber sido que lo que en realidad fue. Nadie, en este campo, tuvo la paciencia, el amor y la generosidad de Hernando Salcedo Silva. Su ingente esfuerzo de recoger, recopilar, preservar y divulgar las semillas de cine colombiano en este siglo fue un trabajo más serio, más organizado, más intenso y más valioso que el objeto mismo de sus pesquisas. Como crítico, su amor por el cine colombiano con el que soñaba y, tal vez, la angustia de no ir a matar los escasos gérmenes de los que este podría llegar a surgir lo llevaron a un exceso de benevolencia frente a cualquier producto producido en este país, a una actitud de tolerancia no solo frente a la inexperiencia sino también, a veces, ante la mediocridad culpable.
A partir de la legislación del sobreprecio y la creación de Focine, por lo menos durante unos años, se contó en Colombia con un flujo más sustancioso y más o menos permanente de producciones, es decir, con un material suficiente para el ejercicio del análisis, del comentario y del juicio de la actividad crítica. Establecido un cine de presupuestos suficientes y de tecnología más o menos dominada, la tarea era ya la de crear una crítica sin coartadas, la de centrarse sobre el producto mismo, sobre las formas y aquello que los creadores de las películas buscaban transmitir y comunicar en ellas. Se trataba también de analizar las condiciones de producción y buscar las relaciones de las mismas con los productos, preguntarse cuál era la finalidad misma de la creación cinematográfica en un país como el nuestro y plantear fórmulas y experimentos de producción, distribución y exhibición y, sobre todo, proponer (o deducir de lo existente) una o unas estéticas, unas características capaces de darle identificación al cine colombiano y a los que lo hacen, de crear un aporte colombiano, por muy modesto que fuera, a la expresión cinematográfica mundial e intentar una respuesta adecuada al propio público y sus necesidades.
Estas tareas, sobra decirlo, no se han llevado a cabo seria, continua ni organizadamente. Las innumerables reuniones de cineastas y críticos se han centrado y agotado casi indefectiblemente en reivindicaciones gremiales, en discusiones económicas, en la legítima búsqueda de estabilidad y continuidad laboral, es decir, en asuntos de política cinematográfica, esfuerzos que ni siquiera han ayudado a definir unos criterios definidos para esta política. Discusiones estéticas o temáticas, análisis estructurales, juicios fundamentados de valor sobre las obras mismas son algo casi inexistente. Sobre todo llama la atención la ausencia total de diálogo entre críticos y realizadores (y con el mismo público), la confrontación de ideas.
Esta ausencia de discusión y de intercambio informativo, naturalmente, condiciona en buena parte la calidad de la crítica periodística y evita que esta tenga un contexto y un trasfondo adecuado. Los artículos resultan, por lo tanto, eminentemente “impresionistas”, alimentados exclusivamente por una o dos visiones de las películas que se trata de juzgar. Esta situación resulta particularmente problemática frente a la obra de realizadores que proceden de lugares diferentes al del crítico. El desenfoque que se ha dado en los comentaristas bogotanos frente a ciertos productos de provincia es un ejemplo, que, seguramente, tiene su contraparte en sentido inverso (como cuando Mauricio Laurens se refiere a Los músicos de Víctor Gaviria como “ejercicio costumbrista de raíces paisas”).
Es, pues, normal que la crítica frente al cine colombiano se haya limitado a la reseña inconexa y generada espontáneamente por la visión de cada película en particular. Entre las pocas excepciones que ahora se me ocurren está, por ejemplo, el apreciable intento de Diego Hoyos (quien cambió la crítica por la dirección y la actuación, para bien suyo y mal nuestro) de hacer un análisis temático y de lenguaje del género “Benjumea”, tan en boga hace algunos años. Las críticas (buenas, regulares y malas) sobre películas colombianas no logran formar un cuerpo orgánico del que se puedan sacar conclusiones generales y casi nunca pasan de decir si la película, en cuanto tal, pasó la prueba frente al gusto y al humor del crítico.
De parte de los realizadores la actitud frente a la crítica suele ser prevenida, defensiva y a veces abiertamente agresiva. Entre los cineastas colombianos sigue reinando el manido concepto de que los críticos no son más que realizadores frustrados, quienes, ante la imposibilidad de crear sus propias películas, buscan destruir las de otros a cualquier precio. A esto añaden, con frecuencia, la acusación de “intelectualismo”, de “europeísmo”, y asumen la defensa de la propia obra con la contraacusación de que los críticos no entienden su cine porque siempre buscan parangonarlo con el de Bergman o Fellini. Ellos, por su parte, se creen productos de una purísima sensibilidad latinoamericana y consideran que están, sin lugar a dudas, de la parte del público, mientras que el crítico está al lado contrario, el de una élite insignificante y alejada de los anhelos y solicitudes de ese público. No es este el lugar para rebatir estas afirmaciones, sobre todo siendo tan fácil constatar que las películas colombianas no se han demostrado particularmente felices en la acogida por parte del público. Que esto se deba, en buena parte, a la situación de la exhibición y promoción de nuestro cine es un argumento que no tengo ningún problema en aceptar.
Sin embargo, el punto que me interesa y me sigue preocupando en este lugar es la incomunicación total entre los realizadores y productores de películas y la crítica cinematográfica del país. Porque así como el rechazo de parte de un crítico de una película produce escozor y resentimiento, su alabanza se convierte en motivo de euforia irreflexiva o en simple ocasión de promoción de la obra, pero nunca en motivo de intercambio de sugerencias, de debates, de interactividad creativa. Las trincheras siguen separadas y enfrentadas. En honor a la verdad tengo que decir que, al menos en un caso, un realizador (Lisandro Duque) me expresó que en su segundo largometraje (Visa USA) había tenido en cuenta alguna observación hecha por mí con respecto al primero (El escarabajo). Nada para mover montañas o de impacto definitivo, pero lo considero una pequeña señal alentadora. Conste que me hubiera parecido igualmente interesante si su decisión hubiera sido hacer lo contrario de lo sugerido. El núcleo del asunto está en el intercambio y en la reflexión conjunta.
Ahora bien, ciertamente que todo esto suena un poco arcaico frente a la situación más reciente, que ha vuelto a poner al cine colombiano en la fase que linda con la no existencia. Una vez más no se trata de discutir sobre rutas por seguir y sobre diferencias de procedimiento, sino de saber si seguirá habiendo películas colombianas. Las declaraciones desinformadas, demagógicas y, en definitiva, ineptas del ministro de comunicaciones dejan temer lo peor. Definir el problema en términos de un pretendido antagonismo entre lo que él llama “cine de cineclubes” y el “cine comercial” implica no haber conocido ni entendido en lo más mínimo la raíz de la crisis del cine colombiano, o del de cualquier país del mundo que no se llame Estados Unidos (y aun allí del que no tenga la etiqueta “Hollywood”). Cualquiera sabe hoy que la dificultad reside en un replanteamiento global de la comunicación en cuanto tal y de sus canales y en un tener en cuenta las fuerzas que los mueven y controlan. Pero esto, también, es otro tema. El asunto que ahora importa es que la crítica, es decir los que escribimos o hablamos en los medios acerca de cine y de comunicación, junto con los que han hecho de la actividad en el cine su forma y razón de vida, tenemos que ponernos en plan de hacer garantizar la expresión a través de este medio, que no es solo entretenimiento prescindible sino que es cultura, es información, es un lenguaje esencial de nuestra época. Colombia no puede permitirse no tenerlo.
Gaceta de Colcultura, N.o 3, julio-agosto de 1989