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Cine y televisión para hombres libres

Los medios y el mal espíritu del país


El crítico británico Jonathan Rosenbaum citó recientemente, en un análisis sobre la situación actual del cine, un texto escrito en 1967 por la escritora Mary McCarthy. Según Rosenbaum, a cuya opinión me adhiero, las películas de este momento siguen siendo el retrato preciso de la actitud descrita por la novelista. Esto es lo que escribía: “Un sentimiento de no tener qué elegir se ha ido extendiendo más y más en la vida americana, particularmente entre aquellos que han tenido éxito en la vida y que se supone son seres libres. En un plano concreto, la falta de posibilidad de elección es, con frecuencia, una realidad deprimente. En años de elecciones uno tiene libertad de escoger entre Johnson o Reagan, que es lo mismo que escoger entre un Chevrolet y un Ford: solo hay una diferencia marginal de estilo. Como en los cuartos de hotel americano: uno solo puede escoger si encender o no el aire acondicionado (eso es asunto de uno) pero no puede escoger abrir la ventana”.

Rosenbaum tituló su artículo “Cómo vivir en el aire acondicionado” y con ello se refiere al clima cinematográfico despersonalizado, desprovisto de imaginación al que se nos ha lanzado en los últimos años. Por lo que a nuestro ambiente se refiere, la capacidad de elegir no es más grande, solo que no es la esterilidad del aire acondicionado lo que caracteriza a nuestro clima sino un pesado y cada vez más penetrante aire de descomposición. La industria cinematográfica ha sido fuerte en Colombia solo en su rama de exhibición. La distribución ha sido siempre, de una manera u otra, interés colonial. El criterio fundamental ha sido, no hay por qué engañarse, la utilidad económica, pero la búsqueda del buen negocio estuvo durante casi todo este siglo acompañada de un cierto placer gremial, de un manejo del orgullo de ofrecer buenas mercancías y presentarlas adecuadamente. Era una actitud que nuestros exhibidores adquirían de sus grandes proveedores, las industrias americana, francesa, italiana, que competían en los mercados mundiales y que ganaban miles de millones con productos que casi nunca eran obras imperecederas del espíritu humano pero que, con frecuencia, eran de una vital artesanía, producto de un equipo de personas ingeniosas, inteligentes y llenas de experiencia, capaces de despertar intereses múltiples, de estimular diversas cualidades en sus espectadores. Muchas personas se sorprenden de que uno pueda entretenerse todavía de modo inteligente con este tipo de cine, poniendo a funcionar el cerebro y la voluntad, la curiosidad y las dotes inquisitivas.

Y es que lo que ha sucedido en los últimos años es el desplome total de esta estructura. La industria de la exhibición se convirtió en industria de especulación abierta y sin escrúpulos. Lejos de sus responsables el querer conocer a fondo los mecanismos de la experiencia cinematográfica, su recepción, las necesidades reales de los espectadores en sus diversas clasificaciones. Los espectadores y las películas son solo cifras y el aumento de los ingresos es una curva que hay que forzar brutalmente a las alturas sin ningún tipo de consideraciones.

El paisaje cinematográfico en Medellín y en las otras ciudades del país es tenebroso. Semana tras semana se busca algún pequeño oasis casual en esta masa de productos infames e inhumanos, en estos kilómetros de celuloide fascista y desvergonzado, en esta marejada de imágenes increíblemente brutales y sanguinolentas, en estas interminables series de sainetes para débiles mentales que pueblan nuestros teatros. Ya no hay reglas en el juego. Incluso si en el cine contemporáneo norteamericano hay rostros hermosos y dignos, intérpretes de excepcional calidad, nuestros mercaderes del cine los evitan al máximo y nos saturan con robots bestiales, con rostros primitivos, estúpidos e inexpresivos como los de Chuck Norris y Sylvester Stallone. Asistir a una sesión de cine es una experiencia asustadora: los exhibidores han ido formando un público que reacciona como en un circo de gladiadores, que sigue en trance la escalada intolerable de brutalidades y la acompaña con gritos obscenos, con expresiones de júbilo ante las escenas más inhumanas. Es un espectáculo degradante que ha hecho posible la irresponsabilidad social de los que manejan este medio de comunicación, unida a los condicionamientos sociológicos de ese público. Y no es un júbilo liberador ni un acting out, una válvula de descargue de tensiones sino un clima morboso, lleno de sadismo, de racismo, de culto fascista a la fuerza bruta. Nuestro país ha carecido siempre de una política, de una filosofía de los medios. El máximo que ha habido en este campo son actitudes moralizantes o de censura o actitudes retóricas, con frecuencia dirigidas hacia los objetos que menos atención o discusión merecían. El empeño de los gobiernos de mantener al cine como entretenimiento popular, controlando sus precios, ha sido una política eminentemente demagógica y que no tiene por base ningún estudio a fondo de la situación. Lo que esta medida inalterada por muchos años ha obtenido es una verdadera lumpenización del medio. Por los precios que el gobierno permite solo es posible importar la peor escoria y esa escoria sigue siendo introducida mientras que la conciencia de los gobernantes queda tranquila por haber garantizado la alienación de fin de semana de millones de personas. Un esfuerzo por hacer del cine un medio de humanización, de educación popular, de transmisión de valores legítimos, el esfuerzo por facilitar un cine alternativo, una cultura cinematográfica real es algo que nadie ha intentado en lo más mínimo. Todo lo contrario: se ha llegado a ejercer una especie de siniestra censura inaceptable. Por ejemplo, el Incomex ha negado licencias de importación a películas como la excelente Silkwood, en la que se cuestiona la irresponsabilidad en el manejo de la energía nuclear y la complicidad criminal de muchas instancias, con la excusa de que la cinta trata un tema que no es de interés para el país. Rambo sí parece ser de interés para el país e Invasión USA también. Para ellas las divisas no se cuestionan.

Los acontecimientos cada vez más terribles del país son, nada más y nada menos, exasperaciones de un espíritu que ha penetrado en nuestra realidad por muchos canales. Una exasperación, sin duda, de las condiciones sociales, de los urbanismos inhumanos, del hambre, de las desigualdades abismales, de una ética que se quedó sin fundamento. Pero exasperación también, imposible negarlo, de un espíritu que el manejo descontrolado, ambicioso, irresponsable, cínico de los medios de comunicación social ha contribuido a difundir. Por eso, al silenciarse por 24 horas la radio, la televisión y los periódicos, en protesta por el asesinato de Guillermo Cano, esperamos que hayan empleado el tiempo, no para filarse del lado de las víctimas y posar de héroes, sino para reflexionar sobre los propios cohechos, la propia fascinación por el poder del dinero, la propia corrupción e irresponsabilidad. Periodistas como Cano, seamos honestos, no son representativos de lo que diariamente se les comunica a los colombianos por los canales escritos, hablados y visuales. Es tarea de todos dejar de lado la retórica e iniciar, por fin, una discusión a fondo de la política medial. El descuido en que los políticos y los gobernantes tienen estos temas, la carencia de expertos que los informen adecuadamente hace que la comunicación en Colombia sea una jungla peligrosa, donde solo los más astutos y arteros sobreviven, para terminar convirtiendo las ondas y las pantallas en los templos de su propio culto. Hay que ver, por ejemplo, los informes en materia de televisión recibidos por el actual presidente. Como asesor principal en el campo figura un personaje con intereses televisivos eminentemente privados y personales. El informe es tan superficial, tan lleno de lugares comunes y de apreciaciones ineptas, de banalidades y mala leche que más parece un artículo de periódico vespertino que el informe a un presidente sobre algo tan importante como la televisión, más aún si esa televisión es del Estado.

La televisión colombiana se ha convertido en un campo de batalla de sintonía, con un árbitro ambiguo que es la Nielsen y con unas reglas del juego en las que, cada vez más, todo vale. Es una televisión constituida fundamentalmente por mensajes publicitarios dirigidos, cada vez más agresivamente, a crear una mentalidad de poder, de individualismo salvaje y sin escrúpulos, de un culto indiscriminado a la riqueza y al dominio sobre los demás, tanto más patético en cuanto objeto inalcanzable para la inmensa mayoría de los receptores de estos mensajes. Y la publicidad es, simplemente, una variante de los valores y la ideología de los programas en sí mismos.

En los días de la inauguración de la sala de cine del Museo de Arte Moderno de Medellín, los niños se acercaban a preguntar si el teatro iba a tener programación para niños, “Rambo, por ejemplo”. Y a una señora en un alquiladero de video que preguntaba por películas para niños de doce años, la empleada le presentaba un catálogo innombrable de violentas carnicerías. Los exhibidores de cine se sirven de los magazines televisivos “ágiles” para publicitar cosas semejantes y la página de avisos de cine de los periódicos es un despliegue de ametralladoras y bestias humanas en actitudes espantosamente amenazantes. Mientras la gente condena a los profundos infiernos al asesino psicópata Campo Elías Delgado, Otto Greiffenstein alaba sonriente al psicópata Stallone en Rambo o en Cobra, a nuestros niños les parece bacanísimo y Ronald Reagan lo pone públicamente como modelo. La programación infantil es una orgía de excesos violentos, de inhumanos dibujos animados, adobados con infinitas cuñas comerciales donde, hasta para obtener un poco de crema dental o un yogur es necesario pararse encima de otros o superarlos agresivamente. El cielo del consumo es prometido a los máximos egoístas, a los violentos de las pequeñas y de las grandes violencias, a quienes rinden culto a un ser humano fragmentado, banal, epidérmico. En las pantallas de nuestros publicistas ya no hay personas, seres humanos, hombres y mujeres, sino cabellos flotantes, nalgas, piernas, pies calzados con zapatos tenis absurdos, bocas pintadas y líneas de dientes, manos de amas de casa untadas de cremas y jabones, todo montado mecánicamente como en una licuadora, todo infinitamente insignificante y deprimente.

Es probable que sea muy tarde para que el gobierno asuma su responsabilidad sobre los medios de comunicación e intente devolverles su obvio sentido de servicios públicos. Una alternativa eran los canales regionales, concebidos como entidades donde el entretenimiento, la cultura y la información fueran un sano equilibrio, sin ser sometidas a las presiones de los intereses políticos y comerciales. Se trataba de que fueran un patrimonio de la comunidad. En los estatutos ello sigue siendo así, pero, en la práctica, el desmonte de esta concepción ha sido llevado a cabo, quién sabe si sin posible marcha atrás. Los intereses privados han tomado posesión. Lo que cuenta es lo que produce, lo que renta y los canales regionales entraron gradualmente en el espíritu que impera en la jungla de los canales nacionales. El esfuerzo por conformar un medio identificado con las regiones, que se comunique con la gente a varios niveles, que explore formas y necesidades ignoradas por los medios comerciales es un sueño, una ilusión que ha sido nuevamente asesinada. La ineptitud arrogante, el espíritu que es el germen de todas las cosas que lamentamos en Colombia está activo también a estos niveles. Mientras no se reconozca en dónde se origina, todas las lamentaciones resultarán, como se decía antes, lágrimas de cocodrilo.

En el artículo que citábamos al comienzo, Jonathan Rosenbaum recuerda que Roberto Rossellini llamó a Un rey en Nueva York de Charles Chaplin “la película de un hombre libre”, y añade: “No creo que nadie que tenga ojos y oídos pueda llamar seriamente a Indiana Jones o a Dune películas de hombres libres. Pero sí son percibidas como películas de hombres poderosos o que están aliados al poder, que es lo que al fin y al cabo cuenta en los Estados Unidos y en otras partes”. Ellos, por lo menos, son poderosos. Nosotros, obligados forzosamente a consumir la marejada de imágenes que producen, simplemente dejamos de ser libres, cada día un poco más.

El Colombiano, 22 de diciembre de 1986

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